I
Ahora bien, mi casa es la última de Cantalao, y está frente al mar estrepitoso, encajonado contra los cerros.
El verano es dulce, aletargado, pero el invierno surge de repente del mar como una red de siniestros pescados, que se pegan al cielo, amontonándose, saltando, goteando, lamentándose. El viento produce sus estériles ruidos, desiguales según corran silbando en los alambrados o den vueltas su oscura boleadora encima de los caseríos o vengan del mar océano arrollando su infinito cordel.
He estado muchas veces solo en mi vivienda mientras el temporal azota la costa. Estoy tranquilo porque no tengo temor de la muerte, ni pasiones, pero me gusta ver la mañana que casi siempre surge limpia y reluciendo. No es raro que me sienta entonces en un tronco mirando hasta lejos el agua inmensa, oliendo la atmósfera libre, mirando cada carreta que cruza hacia el pueblo con comerciantes, indios y trabajadores y viajeros. Una especie de fuerza de esperanza se pone en mi manera de vivir aquel día, una manera superior a la indolencia, exactamente superior a la indolencia.
No es raro que esas veces vaya a casa de Irene. Atravieso ese recinto baldío que me separa del pueblo, cosa de una legua, sigo por las calles deshabitadas y me detengo frente al portó de su casa, donde la espero aparecer.
Si está lavando me gusta ver sus manos que se azulan con el agua fría, si está entre la huerta, me gusta ver su cabeza entre las pesadas flores del girasol, si no está, me gusta ver vacío el patio y la huerta y la espero sin desear que llegue.
II
Los cuatro caballos son negros con la luz nocturna y descansan echados a la orilla del agua como los países en el mapa. Rivas y yo nos juntamos en el Roble Huacho y echamos a andar a pie sin hablar.
Ladran los perros a millares lejos, en todas partes y un vaho blanco emana de las calladas lomerías.
–Serán las tres?
–Deben ser.
He dado el salto, y con amortiguados movimientos suelto las trancas.
El piño se levanta y sale con lentitud. Las coigüillas resuenan profundamente con su intermitencia redoblada, metálica, fatal.
Robar caballos es fácil, y contentos Rivas y yo apuramos las bestias. Rivas sabe su oficio y llegará con el robo a Limaiquén, y nadie como él sabrá ocultarlo y venderlo.
Nos despedimos y a galope violento alcanzo mi camino, desciendo los cerros, y al lado del mar apuro salpicándome, pegándome fuertemente el viento de la noche del mar.
1926
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