Fragmento
Al cabo de un momento, por las ventanas, vimos que
trepaba por la encina. Iba vestido y acicalado con gran pulcritud, tal como
nuestro padre quería que viniese a la mesa, pese a sus doce años: cabellos
empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con
colas, pantalones de color malva, espadín, y polainas altas de piel blanca
hasta medio muslo, única concesión a una forma de vestir más acorde con nuestra
vida campestre. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba dispensado de los polvos
en los cabellos, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio
me habría gustado llevar). Así que subía por el nudoso árbol, moviendo brazos
y piernas por las ramas con la seguridad y rapidez que se debían a la larga
práctica llevada a cabo conjuntamente.
Ya he dicho que en los árboles pasábamos horas y horas,
y no por algún motivo provechoso como hacen tantos chicos, que suben a ellos
sólo para buscar fruta o nidos de pájaros, sino por el placer de salvar salientes
del tronco y horcaduras, y llegar lo más arriba posible, y encontrar sitios
adecuados donde entretenernos mirando el mundo allá abajo, y poder gastar
bromas a quien pasara por debajo. Consideré pues natural que el primer
pensamiento de Cósimo, en aquel injusto ensañarse contra él, hubiese sido el de
trepar a la encina, árbol que nos era familiar, y que teniendo las ramas a la
altura de las ventanas del comedor, imponía su actitud desdeñosa y ofendida a
la vista de toda la familia.
—¡Vorsicht! ¡Vorsicht! Pobre, ¡se va a caer! —exclamó
ansiosa nuestra madre, que nos habría visto de buena gana a la carga bajo los
cañonazos, en tanto que se inquietaba por todos nuestros juegos.
Cósimo subió hasta la horquilla de una gruesa rama en
donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas que le colgaban,
cruzado de brazos con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los
hombros, el tricornio calado sobre la frente.
Nuestro padre se asomó al antepecho.
—¡Cuando te canses de estar ahí ya cambiarás de idea!
—le gritó.
—Nunca cambiaré de idea —dijo mi hermano desde la rama.
—¡Ya verás, en
cuanto bajes!
—¡No bajaré nunca más! Y mantuvo su palabra.
en El barón rampante, 1960
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