martes, septiembre 23, 2014

“El barón rampante”, de Ítalo Calvino








Fragmento


Al cabo de un momento, por las ventanas, vimos que trepaba por la encina. Iba vestido y acicalado con gran pulcritud, tal como nuestro padre quería que viniese a la mesa, pese a sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, pantalones de color malva, espadín, y polainas altas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a una forma de vestir más acorde con nuestra vida campestre. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba dispensado de los pol­vos en los cabellos, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado lle­var). Así que subía por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con la seguridad y rapidez que se debían a la larga práctica llevada a cabo conjuntamente.

Ya he dicho que en los árboles pasábamos horas y horas, y no por algún motivo provechoso como ha­cen tantos chicos, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos de pájaros, sino por el placer de salvar salientes del tronco y horcaduras, y llegar lo más arriba posible, y encontrar sitios adecuados donde entretenernos mirando el mundo allá abajo, y poder gastar bromas a quien pasara por debajo. Consideré pues natural que el primer pensamiento de Cósimo, en aquel injusto ensañarse contra él, hubiese sido el de trepar a la encina, árbol que nos era familiar, y que teniendo las ramas a la altura de las ventanas del comedor, imponía su actitud desdeñosa y ofen­dida a la vista de toda la familia.

—¡Vorsicht! ¡Vorsicht! Pobre, ¡se va a caer! —ex­clamó ansiosa nuestra madre, que nos habría visto de buena gana a la carga bajo los cañonazos, en tanto que se inquietaba por todos nuestros juegos.

Cósimo subió hasta la horquilla de una gruesa rama en donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas que le colgaban, cruzado de brazos con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente.

Nuestro padre se asomó al antepecho.

—¡Cuando te canses de estar ahí ya cambiarás de idea! —le gritó.
—Nunca cambiaré de idea —dijo mi hermano desde la rama.
—¡Ya  verás,  en  cuanto  bajes!
—¡No bajaré nunca más! Y mantuvo su palabra.


en El barón rampante, 1960










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