Una noche estaba
sentado en un bar, hablando en voz más bien alta sobre una persona a la que
odiaba, cuando el que estaba a mi lado, un hombre con barba, me dijo
amistosamente: «¿Por qué no lo hace matar?».
—Lo
he pensado —respondí—. No crea que no lo he pensado.
—Permítame
que le ayude a pensar con claridad —dijo él. Su voz era profunda; su barba,
larga. Llevaba un traje de angora y un corbatín negros. Su boca pequeña y roja
resultaba obscena—. Usted contempla la situación a través de una niebla de
odio. Lo que necesita son los servicios sensatos y sosegados de un asesor de
homicidios que planifique el trabajo en su lugar y le ahorre un viaje
innecesario a la parrilla.
—¿Dónde
encuentro a uno? —pregunté.
—Ya
ha encontrado a uno —contestó.
—Está
loco —dije.
—En
efecto. Llevo toda la vida entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas,
lo cual hace que mis servicios sean tanto más interesantes. Si se diera el caso
de que tuviera que declarar en su contra, su abogado podría determinar
fácilmente que soy un chalado famoso y, además, un delincuente convicto.
—¿Qué
delito ha cometido? —me interesé.
—Uno
sin importancia… ejercer la medicina sin permiso.
—Eso
no es asesinato —dije.
—No,
pero tampoco significa que no haya asesinado a nadie. De hecho, he asesinado a
casi todas las personas que tuvieron algo que ver con que me condenaran por
ejercer la medicina sin permiso. —Miró el techo e hizo cuentas mentalmente—.
Veintidós, veintitrés personas… tal vez más. Las he matado a lo largo de los
años, y no he dejado de leer el periódico ni un solo día.
—¿Quiere
decir que se bloquea cuando mata y que, al despertar a la mañana siguiente, lee
que ha vuelto a asesinar? —pregunté.
—No,
no, no, no, no —contestó—. No, no, no, no, no. A muchas de esas personas las
maté mientras estaba cómodamente encerrado en prisión. Verá —dijo—, yo uso la
técnica del gato que salta el muro, una técnica que le recomiendo.
—¿Es
una técnica nueva?
—Me
gustaría pensar que sí —contestó. El hombre sacudió la cabeza—. Pero es tan
obvia que me parece increíble que yo sea el primero al que se le ha ocurrido. A
fin de cuentas, el asesinato es un negocio muy, muy antiguo.
—¿Utiliza
un gato? —dije.
—Sólo
metafóricamente. Verá, hay una duda legal muy interesante que se plantea cuando
un hombre, por la razón que sea, lanza a un gato por encima de un muro. Si el
gato cae encima de alguien y le saca los ojos, ¿el que lo ha lanzado es
responsable?
—Por
supuesto —respondí.
—Muy
bien —dijo—. Veamos ahora… si el gato no cae encima de nadie y diez minutos
después ataca a una persona, ¿el que lo ha lanzado es responsable?
—No.
—Pues
en eso consiste el arte culto de la técnica del gato que salta el muro, para
asesinar sin complicaciones.
—¿Con
bombas de relojería?
—No,
no, no —dijo, compadeciéndose de mi escasa imaginación.
—¿Venenos
de acción retardada?, ¿gérmenes? —pregunté.
—No.
Y sé cuál será su siguiente y última idea: asesinos a sueldo de otra ciudad.
—Se echó hacia atrás, satisfecho de sí mismo—. Tal vez sea verdad que lo he
inventado yo.
—Me
rindo —dije.
—Antes
de que se lo diga, tendrá que permitir que mi esposa le haga una fotografía.
—El hombre señaló a su esposa. Era una mujer escuálida, de labios finos,
cabello mal teñido y dientes picados. Estaba sentada en un taburete, delante de
una cerveza intacta. Evidentemente, también estaba loca; nos miraba con la
belleza infantil y desgarradora de la esquizofrenia. Vi que, en el asiento de
al lado, tenía una Rolleiflex con flash.
A
una señal de su marido, se acercó y se preparó para hacerme la fotografía.
—Mire al pajarito —dijo.
—No
quiero que me hagan fotografías —dije yo.
—Sonría
—ordenó, y disparó el flash.
Cuando
mis ojos se volvieron a acostumbrar a la oscuridad del bar, vi que la mujer se
escabullía por la puerta.
—¿Qué
demonios es esto? —me levanté.
—Tranquilícese.
Siéntese —dijo—. Ya le han hecho la fotografía. Eso es todo.
—¿Qué
va a hacer con ella? —pregunté.
—Revelarla
—contestó.
—¿Y
después?
—La
pegará en nuestro álbum de fotografías —explicó—. En nuestro tesoro familiar de
grandes recuerdos.
—¿Es
algún tipo de extorsión?
—¿Es
que lo ha fotografiado mientras hacía algo que no debería?
—Quiero
esa fotografía —dije.
—No
será supersticioso, ¿verdad? —preguntó.
—Algunas
personas creen que, si les sacan una fotografía, la cámara les roba parte de su
alma.
—Quiero
saber lo que está pasando aquí.
—Siéntese
y se lo diré.
—Pero
explíquese bien. Y deprisa —dije.
—Me
explicaré bien y deprisa, amigo mío —afirmó—. Me llamo Félix Koradubian. ¿Le
suena mi nombre?
—No.
—Ejercí
la psiquiatría en esta ciudad durante siete años. La terapia de grupo era mi
técnica. La practicaba en un salón de baile redondo y cubierto de espejos, en
un edificio de estuco situado entre un concesionario de coches usados y una
funeraria de negros.
—Ya
me acuerdo.
—Me
alegro por usted —dijo—. Me disgustaría que le hubiera parecido un mentiroso.
—Lo
detuvieron por practicar el curanderismo…
—Muy
cierto.
—Ni
siquiera había terminado la secundaria —comenté.
—No
olvide que el propio Freud fue autodidacta en su campo. Y Freud dijo que poseer
una intuición brillante es tan importante como cualquiera de las cosas que se
enseñan en la facultad de medicina. —Soltó una carcajada seca. Desde luego, su
boquita roja no mostró ninguna alegría asociable a la carcajada—. Cuando me
arrestaron, un periodista joven que sí había terminado la secundaria y que,
aunque parezca mentira, hasta quizás había terminado la carrera, me pidió que
le definiera la paranoia. ¿Se lo imagina? Yo llevaba siete años tratando a los
locos y a los medio locos de esta ciudad, y ese joven mequetrefe, que quizás
estaba en el primer año de psicología de la Universidad de Paletolandia, pensó
que me podía desconcertar con una pregunta como ésa.
—¿Y
qué es la paranoia? —pregunté.
—Espero
sinceramente que la suya sea una pregunta respetuosa formulada por un hombre
ignorante que busca la verdad.
—Lo
es —afirmé. Pero no lo era.
—Bien.
El respeto que siente por mí debería estar creciendo a pasos agigantados.
—Lo
está —afirmé. Pero no lo estaba.
—Un
paranoico, amigo mío, es una persona que se ha vuelto loca de la forma más
inteligente y mejor informada, que ve el mundo tal como es. El paranoico cree
que se han tramado grandes conspiraciones secretas para acabar con él.
—¿Es
lo que cree de sí mismo?
—Amigo,
¡conmigo ya han acabado! Por Dios, si estaba ganando sesenta mil dólares al
año… seis pacientes por hora, a cinco dólares por cabeza y dos mil horas al
año. Yo era un hombre rico, orgulloso y feliz. Y esa mujer destrozada que acaba
de hacerle una fotografía era bella, inteligente y serena.
—Qué
lástima —dije.
—Sí,
amigo mío, qué lástima. Y no sólo por nosotros. Esta es una ciudad muy, muy
enferma, con miles y miles de personas mentalmente trastornadas por las que no
se hace nada en absoluto; personas pobres, personas solitarias, que en la
mayoría de los casos temen a los médicos… ésas son las personas a las que yo
ayudaba. Nadie las ayuda ahora. —Se encogió de hombros—. En fin, cuando me
pillaron pescando de forma ilegal en las aguas de la miseria humana, devolví
toda mi pesca al arroyo enlodado.
—¿No
le dio sus archivos a nadie?
—Los
quemé. Lo único que salvé fue una lista de paranoicos verdaderamente peligrosos
que sólo conocía yo… gente violentamente desquiciada que se esconde en el
paisaje de la ciudad, por así decirlo. Una lavandera, un técnico de teléfonos,
otro de ascensores, la aprendiza de una florista, etcétera, etcétera.
—Koradubian me guiñó un ojo—. En mi lista mágica había ciento veintitrés
nombres… todos, de personas que oían voces; todos, de personas que estaban
convencidas de que algún desconocido pretendía asesinarlos; todos, de gente
que, si se asusta demasiado, mataría.
Se
echó hacia atrás y sonrió.
—Veo
que empieza a comprender —continuó—. Cuando me arrestaron y me dejaron libre
bajo fianza, me compré una cámara… la misma cámara que le ha hecho esa
fotografía. Mi esposa y yo sacamos sin permiso instantáneas del fiscal del
distrito, el presidente de la Asociación Médica del condado y un columnista que
exigió mi condena. Más tarde, mi esposa fotografió al juez, a los miembros del
jurado, al abogado de la acusación y a todos los que declararon en mi contra. Llamé
a mis paranoicos y me disculpé ante ellos. Les dije que había cometido un error
muy grave al asegurarles que no eran víctimas de ninguna confabulación. Les
dije que había descubierto una confabulación gigantesca y que tenía fotografías
de todos los implicados. Les dije que debían estudiar las fotografías y
permanecer armados y en guardia constantemente. Y les prometí que les enviaría
más fotografías de vez en cuando.
Me
quedé horrorizado. Tuve la visión de una ciudad abarrotada de lunáticos de
aspecto inocente que matarían a alguien de repente y saldrían corriendo.
—Esa…
esa fotografía que me han hecho… —dije, espantado.
—La
mantendremos a buen recaudo —afirmó Koradubian—. Siempre que mantenga en
secreto esta conversación y siempre que me entregue el dinero.
—¿Cuánto
dinero? —pregunté.
—Me
quedaré con lo que lleve encima —contestó.
Yo
tenía veinte dólares. Se los di.
—¿Ahora
me devolverá la fotografía?
—No.
Lo siento, pero me temo que esto seguirá indefinidamente. Compréndalo, de algo
hay que vivir. —Suspiró y se guardó el dinero en la cartera.
«Qué
vergüenza de época, qué vergüenza —murmuró—. Y pensar que yo fui un profesional
respetado…».
en Mire al pajarito, 2009
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