lunes, julio 07, 2014

“Mire al pajarito”, de Kurt Vonnegut








Una noche estaba sentado en un bar, hablando en voz más bien alta sobre una persona a la que odiaba, cuando el que estaba a mi lado, un hombre con barba, me dijo amistosamente: «¿Por qué no lo hace matar?».

—Lo he pensado —respondí—. No crea que no lo he pensado.
—Permítame que le ayude a pensar con claridad —dijo él. Su voz era profunda; su barba, larga. Llevaba un traje de angora y un corbatín negros. Su boca pequeña y roja resultaba obscena—. Usted contempla la situación a través de una niebla de odio. Lo que necesita son los servicios sensatos y sosegados de un asesor de homicidios que planifique el trabajo en su lugar y le ahorre un viaje innecesario a la parrilla.
—¿Dónde encuentro a uno? —pregunté.
—Ya ha encontrado a uno —contestó.
—Está loco —dije.
—En efecto. Llevo toda la vida entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas, lo cual hace que mis servicios sean tanto más interesantes. Si se diera el caso de que tuviera que declarar en su contra, su abogado podría determinar fácilmente que soy un chalado famoso y, además, un delincuente convicto.
—¿Qué delito ha cometido? —me interesé.
—Uno sin importancia… ejercer la medicina sin permiso.
—Eso no es asesinato —dije.
—No, pero tampoco significa que no haya asesinado a nadie. De hecho, he asesinado a casi todas las personas que tuvieron algo que ver con que me condenaran por ejercer la medicina sin permiso. —Miró el techo e hizo cuentas mentalmente—. Veintidós, veintitrés personas… tal vez más. Las he matado a lo largo de los años, y no he dejado de leer el periódico ni un solo día.
—¿Quiere decir que se bloquea cuando mata y que, al despertar a la mañana siguiente, lee que ha vuelto a asesinar? —pregunté.
—No, no, no, no, no —contestó—. No, no, no, no, no. A muchas de esas personas las maté mientras estaba cómodamente encerrado en prisión. Verá —dijo—, yo uso la técnica del gato que salta el muro, una técnica que le recomiendo.
—¿Es una técnica nueva?
—Me gustaría pensar que sí —contestó. El hombre sacudió la cabeza—. Pero es tan obvia que me parece increíble que yo sea el primero al que se le ha ocurrido. A fin de cuentas, el asesinato es un negocio muy, muy antiguo.
—¿Utiliza un gato? —dije.
—Sólo metafóricamente. Verá, hay una duda legal muy interesante que se plantea cuando un hombre, por la razón que sea, lanza a un gato por encima de un muro. Si el gato cae encima de alguien y le saca los ojos, ¿el que lo ha lanzado es responsable?
—Por supuesto —respondí.
—Muy bien —dijo—. Veamos ahora… si el gato no cae encima de nadie y diez minutos después ataca a una persona, ¿el que lo ha lanzado es responsable?
—No.
—Pues en eso consiste el arte culto de la técnica del gato que salta el muro, para asesinar sin complicaciones.
—¿Con bombas de relojería?
—No, no, no —dijo, compadeciéndose de mi escasa imaginación.
—¿Venenos de acción retardada?, ¿gérmenes? —pregunté.
—No. Y sé cuál será su siguiente y última idea: asesinos a sueldo de otra ciudad. —Se echó hacia atrás, satisfecho de sí mismo—. Tal vez sea verdad que lo he inventado yo.
—Me rindo —dije.
—Antes de que se lo diga, tendrá que permitir que mi esposa le haga una fotografía. —El hombre señaló a su esposa. Era una mujer escuálida, de labios finos, cabello mal teñido y dientes picados. Estaba sentada en un taburete, delante de una cerveza intacta. Evidentemente, también estaba loca; nos miraba con la belleza infantil y desgarradora de la esquizofrenia. Vi que, en el asiento de al lado, tenía una Rolleiflex con flash.

A una señal de su marido, se acercó y se preparó para hacerme la fotografía.

—Mire al pajarito —dijo.
—No quiero que me hagan fotografías —dije yo.
—Sonría —ordenó, y disparó el flash.

Cuando mis ojos se volvieron a acostumbrar a la oscuridad del bar, vi que la mujer se escabullía por la puerta.

—¿Qué demonios es esto? —me levanté.
—Tranquilícese. Siéntese —dijo—. Ya le han hecho la fotografía. Eso es todo.
—¿Qué va a hacer con ella? —pregunté.
—Revelarla —contestó.
—¿Y después?
—La pegará en nuestro álbum de fotografías —explicó—. En nuestro tesoro familiar de grandes recuerdos.
—¿Es algún tipo de extorsión?
—¿Es que lo ha fotografiado mientras hacía algo que no debería?
—Quiero esa fotografía —dije.
—No será supersticioso, ¿verdad? —preguntó.
—Algunas personas creen que, si les sacan una fotografía, la cámara les roba parte de su alma.
—Quiero saber lo que está pasando aquí.
—Siéntese y se lo diré.
—Pero explíquese bien. Y deprisa —dije.
—Me explicaré bien y deprisa, amigo mío —afirmó—. Me llamo Félix Koradubian. ¿Le suena mi nombre?
—No.
—Ejercí la psiquiatría en esta ciudad durante siete años. La terapia de grupo era mi técnica. La practicaba en un salón de baile redondo y cubierto de espejos, en un edificio de estuco situado entre un concesionario de coches usados y una funeraria de negros.
—Ya me acuerdo.
—Me alegro por usted —dijo—. Me disgustaría que le hubiera parecido un mentiroso.
—Lo detuvieron por practicar el curanderismo…
—Muy cierto.
—Ni siquiera había terminado la secundaria —comenté.
—No olvide que el propio Freud fue autodidacta en su campo. Y Freud dijo que poseer una intuición brillante es tan importante como cualquiera de las cosas que se enseñan en la facultad de medicina. —Soltó una carcajada seca. Desde luego, su boquita roja no mostró ninguna alegría asociable a la carcajada—. Cuando me arrestaron, un periodista joven que sí había terminado la secundaria y que, aunque parezca mentira, hasta quizás había terminado la carrera, me pidió que le definiera la paranoia. ¿Se lo imagina? Yo llevaba siete años tratando a los locos y a los medio locos de esta ciudad, y ese joven mequetrefe, que quizás estaba en el primer año de psicología de la Universidad de Paletolandia, pensó que me podía desconcertar con una pregunta como ésa.
—¿Y qué es la paranoia? —pregunté.
—Espero sinceramente que la suya sea una pregunta respetuosa formulada por un hombre ignorante que busca la verdad.
—Lo es —afirmé. Pero no lo era.
—Bien. El respeto que siente por mí debería estar creciendo a pasos agigantados.
—Lo está —afirmé. Pero no lo estaba.
—Un paranoico, amigo mío, es una persona que se ha vuelto loca de la forma más inteligente y mejor informada, que ve el mundo tal como es. El paranoico cree que se han tramado grandes conspiraciones secretas para acabar con él.
—¿Es lo que cree de sí mismo?
—Amigo, ¡conmigo ya han acabado! Por Dios, si estaba ganando sesenta mil dólares al año… seis pacientes por hora, a cinco dólares por cabeza y dos mil horas al año. Yo era un hombre rico, orgulloso y feliz. Y esa mujer destrozada que acaba de hacerle una fotografía era bella, inteligente y serena.
—Qué lástima —dije.
—Sí, amigo mío, qué lástima. Y no sólo por nosotros. Esta es una ciudad muy, muy enferma, con miles y miles de personas mentalmente trastornadas por las que no se hace nada en absoluto; personas pobres, personas solitarias, que en la mayoría de los casos temen a los médicos… ésas son las personas a las que yo ayudaba. Nadie las ayuda ahora. —Se encogió de hombros—. En fin, cuando me pillaron pescando de forma ilegal en las aguas de la miseria humana, devolví toda mi pesca al arroyo enlodado.
—¿No le dio sus archivos a nadie?
—Los quemé. Lo único que salvé fue una lista de paranoicos verdaderamente peligrosos que sólo conocía yo… gente violentamente desquiciada que se esconde en el paisaje de la ciudad, por así decirlo. Una lavandera, un técnico de teléfonos, otro de ascensores, la aprendiza de una florista, etcétera, etcétera. —Koradubian me guiñó un ojo—. En mi lista mágica había ciento veintitrés nombres… todos, de personas que oían voces; todos, de personas que estaban convencidas de que algún desconocido pretendía asesinarlos; todos, de gente que, si se asusta demasiado, mataría.

Se echó hacia atrás y sonrió.

—Veo que empieza a comprender —continuó—. Cuando me arrestaron y me dejaron libre bajo fianza, me compré una cámara… la misma cámara que le ha hecho esa fotografía. Mi esposa y yo sacamos sin permiso instantáneas del fiscal del distrito, el presidente de la Asociación Médica del condado y un columnista que exigió mi condena. Más tarde, mi esposa fotografió al juez, a los miembros del jurado, al abogado de la acusación y a todos los que declararon en mi contra. Llamé a mis paranoicos y me disculpé ante ellos. Les dije que había cometido un error muy grave al asegurarles que no eran víctimas de ninguna confabulación. Les dije que había descubierto una confabulación gigantesca y que tenía fotografías de todos los implicados. Les dije que debían estudiar las fotografías y permanecer armados y en guardia constantemente. Y les prometí que les enviaría más fotografías de vez en cuando.

Me quedé horrorizado. Tuve la visión de una ciudad abarrotada de lunáticos de aspecto inocente que matarían a alguien de repente y saldrían corriendo.

—Esa… esa fotografía que me han hecho… —dije, espantado.
—La mantendremos a buen recaudo —afirmó Koradubian—. Siempre que mantenga en secreto esta conversación y siempre que me entregue el dinero.
—¿Cuánto dinero? —pregunté.
—Me quedaré con lo que lleve encima —contestó.

 Yo tenía veinte dólares. Se los di.

—¿Ahora me devolverá la fotografía?
—No. Lo siento, pero me temo que esto seguirá indefinidamente. Compréndalo, de algo hay que vivir. —Suspiró y se guardó el dinero en la cartera.

«Qué vergüenza de época, qué vergüenza —murmuró—. Y pensar que yo fui un profesional respetado…».



en Mire al pajarito, 2009










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