Traducción de Marcelo Pellegrini
No he hecho nada durante las últimas tres semanas excepto mirar fútbol. Cortar el pasto del jardín, pagar las cuentas, escribir un ensayo y una conferencia cuyas fechas de entrega se aproximan rápidamente, escribir cartas de recomendación atrasadas y otra de condolencias, responder docenas de correos electrónicos urgentes y redactar una airada carta al New York Times mencionando las muchas inexactitudes históricas de la reciente columna de John Burns sobre los cien años del asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria…todo eso ha tenido que esperar. Con sesenta y cuatro partidos que ver, es un milagro que tenga tiempo para lavarme los dientes o amarrarme los zapatos. Las únicas llamadas telefónicas que acepto estos días son las de otros fanáticos que quieren discutir los partidos que estamos viendo. Si un visitante inesperado golpea la puerta, sigo el ejemplo de los jugadores y simulo una lesión, cayéndome al suelo y sufriendo hasta que la persona se va.
Así, el domingo pasado quedé perplejo cuando mi esposa entró a la sala de televisión mientras me acomodaba en el sofá para ver el partido entre Holanda y México, y me preguntó si quería ir a recoger frutillas con ella y con nuestra pequeña nieta. Quedé boquiabierto. Estaba a punto de pedirle que repitiera la pregunta, pero de inmediato recordé cómo son las cosas entre el fútbol y las mujeres de mi familia. Mi abuela fue una vez a verme jugar, y cuando volvió a la casa le dijo a mi madre: “Todos los otros niños estaban corriendo y pateando la pelota, excepto tu hijo, que saltaba y saltaba moviendo los brazos”.
Aunque sea difícil de comprender, hay algunos seres humanos en esta tierra que no tienen interés alguno por el mundial. No sólo en Estados Unidos, donde muchos miran con desdén aquel producto importado y encuentran incomprensible la pasión global por ese deporte, sino también en países donde el destino del equipo nacional en el campeonato es el único tema de conversación durante meses. Recuerdo haber visitado al gran poeta mexicano Octavio Paz el día en que su país jugaba contra Italia en el mundial de 1994. Primero, estuvimos cómodamente tomando vino y conversando sobre arte y literatura. Pero para mi sorpresa y aflicción, cuando llegó el momento de ver el partido, en vez de prender el televisor, Paz y su esposa me llevaron a mí y a mi traductor mexicano a un restaurante francés donde sólo había mesas vacías a nuestro alrededor, porque todos en México esa tarde estaban o viendo el partido en sus casas o en pantallas gigantes dispuesta en las grandes plazas de la ciudad. Cuando nos estábamos enfrascando en una discusión sobre Heidegger, recuerdo los gritos ahogados de desesperación que nos llegaban de la multitud en la calle. Ávido de enterarme de cómo iba el partido, fui varias veces al baño para poder asomarme por la cocina donde los cocineros y los meseros estaban viéndolo. No recuerdo nada de lo que Octavio dijo aquella noche, y lo lamento sinceramente, porque él era uno de los hombres más ilustrados y elocuentes que he conocido en mi vida. Pero sí recuerdo el resultado del partido: México 1 – Italia 1.
Para aquellos de nosotros aquí en los Estados Unidos que recordamos los años en que se transmitían sólo unos cuántos partidos del mundial por televisión y teníamos que viajar a Canadá o México y ver el resto en algún hotel, este mes de campeonato con treinta y dos equipos compitiendo y cada uno de los partidos pasados por televisión es un paraíso para los adictos. Por lo general, no abuso de las drogas. Entre agosto y mayo sigo la Premier League inglesa, y sufro de emociones extremas ya que soy hincha del Arsenal, pero llevo una vida normal el resto de la semana y raras veces pienso en el próximo partido. Pero el mundial es diferente. Al inicio de la primera fase, sentí una olímpica distancia, sin preocuparme en particular de qué equipo ganaba y mirando con igual interés tanto a los favoritos de siempre como a los que tenían pocas o ninguna probabilidad de pasar a la siguiente ronda. Como todo fanático, tengo mis propias ideas sobre cómo un equipo debiera jugar y me gusta adivinar las movidas de los entrenadores y de los árbitros, así como las decisiones que los jugadores toman en los momentos clave. Y claro, la imparcialidad, después de un par de semanas, se desvaneció. Me enamoré de la disciplinada y rápida forma de jugar de selecciones como la de Costa Rica, México, Colombia y otros equipos que nadie esperaba ver avanzar luego de jugar contra España, Inglaterra e Italia.
Más que ningún otro mundial del que yo tenga memoria (y he visto dieciséis desde 1950) este ha sido el de los equipos pequeños que resultaron ser tan talentosos y bien entrenados como sus famosos oponentes. Incluso Brasil y Argentina, dos grandes naciones futboleras con Neymar y Messi y otros grandes nombres en su selección, se ven con frecuencia agotados y sin ideas y han tenido, como se ha visto, enormes dificultades para superar a Chile y a Suiza. Holanda y Alemania se veían duros y más inteligentes al principio, pero después de verlos apenas superar a México y a Argelia es difícil predecir algo. Me imagino que habrá más batallas épicas y más sorpresas. En cuanto a los Estados Unidos, nunca me imaginé que defenderían tan bien y que jugarían con tanta habilidad luego de ir perdiendo por dos goles contra Bélgica, aunque para darle más crédito a mis capacidades de profeta, no debo dejar de mencionar que le dije a mi gata Zelda (quien sospecho es hincha solapada del Liverpool) que Suárez, a quien admiro enormemente como jugador, podía volver a dar un mordisco si se enfrentaba a un férreo defensor en este campeonato.
Hasta ahora, este ha sido un mundial tremendamente entretenido; no sólo por el drama y el suspenso de los muchos partidos parejos y el gran número de goles convertidos, sino también por el espectáculo. Los hinchas brasileños no necesitan que se les diga cómo pasarlo bien, pero han tenido buena compañía en los hinchas de otros países, dándole a los partidos una atmósfera de carnaval y proveyendo a los atentos camarógrafos de deliciosas escenas en miniatura, como la de una joven pareja abrazada y llorosa por la derrota de su selección en el último minuto y que, luego de ver sus rostros en la pantalla gigante del estadio, comenzó a saludar y a sonreír con felicidad para sus amigos que los veían en su país. Ojalá todos hagamos lo mismo cuando el último partido del mundial termine. Por ahora, sin embargo, todavía me queda una pregunta: ¿quién bautizó a un talentoso mediocampista de Costa Rica con el nombre de Yeltsin, en homenaje al incompetente y borrachín ex presidente de Rusia?
2 de julio, 2014
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