Tenía
razón Octavio Paz cuando decía que detrás de toda experiencia amorosa hay una
contradicción vital que nos avasalla y nos atrae: vamos por una calle y un
cuerpo extraño se vuelve atracción involuntaria. Sentimos una llamarada interior
que nos irrita y nos alienta. Nos sentimos desgraciados y alegres. Prolongamos
nuestras noches sumidos en el insomnio de no poder olvidar ese rostro. ¿Cómo me
encontré con esta persona que anega mis pensamientos? ¿Fue casualidad o
destino? ¿Esta suma de coincidencias que me hicieron llegar a ella obedece a
una lógica secreta? Nada sabemos. Pero aceptamos esa experiencia que le agrega
intensidad a la vida. La paradoja del amor erótico: aceptamos libremente ser
atraídos por una persona que se vuelve misterio carnal, conciencia palpable.
Asumimos libremente ser juguetes de fuerzas extrañas, dependemos de espejismos,
sacrificamos nuestra libertad en el altar del deseo. La elección amorosa se
vuelve accidente y necesidad. El misterio de la libertad en su enorme fulgor.
“La
vida de Adele” (Abdellatif Kechiche, Palma de Oro de Cannes, 2013) retrata esta
suma de contradicciones que hacen del enamoramiento una experiencia subversiva común
a todos los seres humanos. Para eso utiliza el género más empleado por el cine
de masas, el melodrama. Sin embargo, transita con igual comodidad en el dominio
de la crítica social con jóvenes franceses reclamando por las avenidas en busca
de mayor igualdad (no muy lejano a las manifestaciones chilenas del 2011), las
formas de vida de la clase obrera en comparación a las más acomodadas (que lo
acercan al cine de Mike Leigh) y, por extensión, las diferencias de acerbo
cultural asociadas a una concreta sensibilidad vital. Pero, por sobre todas las
cosas, “La vida de Adéle” tiene su centro fecundo en la exploración intensa del
poder desorientador de la pasión erótica, las contrariedades de la vida en
pareja y las desgracias del desamor. En este ámbito es arrolladora e invencible.
Adéle
(Adéle Exarchopoulos) es una atractiva adolescente que vive las experiencias
propias de una chica de su edad: estudia, convive con amistades que exigen
compromisos y lealtades mal entendidas, intenta adaptarse a los ritos de
convivencia propia de las jóvenes, se siente algo aislada, exhibe un carisma
especial que le concede cierto respeto, ensaya los primeros flirteos, inicia
sus primeros encuentros sexuales con un compañero de clases. Y si bien hasta
aquí todo marcha de manera “normal”, Adéle nunca deja de habitar en una zona
ambigua, indecisa. Duda de su real inclinación sexual al atreverse a besar a
una compañera de la que se siente atraída. En pocas palabras, vive en el
remolino de emociones que animan el instinto disperso del adolescente.
Una
mañana, Adéle camina por la calle. Personas, autos, luego el semáforo, segundos
de espera y el encuentro de un rostro, unos ojos, una boca, ¿quién es? Emma.
Nada será igual desde ese momento para Adéle. Vive la revelación de la
atracción súbita. Se enamora de Emma, lo revela su rostro desconcertado,
deseoso y tímido a la vez. Adéle despierta ante el furor de ese cruce de
miradas de forma temerosa e incrédula y su vida paulatinamente cambia a raíz de
esta atracción súbita: huellas de humedad en noches insomnes, encuentros en
parques en donde cruzan miradas, la blanda mano del viento suave bajo un cielo
benigno. El amor.
Adéle
y Emma comienzan una relación amorosa que cambiará sus respectivas vidas, pero Kechiche
siempre se cuida de reforzar la idea de que es Adéle la que se abre como una
flor, la que percibe al mundo como algo viviente, recreándose en las jubilosas
enseñanzas que recibe de Emma. Y cuando digo enseñanzas, me refiero a las
visitas a museos, la incorporación a las ceremonias propias de la clase social
a la que pertenece Emma, al ingreso en universo de personas de un nivel
artístico e intelectual inédito para Adéle. Pero también la inicia en las
posibilidades del contacto secreto del disfrute sexual, el estremecimiento
erótico y el espasmo del contacto voluptuoso. Son escenas tórridas, filmadas
con tal meticulosidad y detallismo que no dejan de mostrar cierta irrealidad.
La
película hizo ruido por sus extensas y explícitas escenas de sexo entre Adele y
Emma. A algunos le podrán parecer redundantes y efectistas, a otros inspirarán la
imaginación excitante de dos cuerpos que se solazan en un cuarto convertido en
una llanura de lava. Incluso la misma creadora de la novela gráfica en la que
se basó la película llamó la atención por la supuesta irrealidad coreográfica
que simulaba el acto sexual, exhibiendo una abierta crítica por el mensaje
implícito que conllevaban esas escenas. En sus propias palabras, la película
mostraba “extrañas posturas que adoptaban imágenes pornográficas de corte
"lésbico que no tienen nada de real para la audiencia lésbica. Eso fue lo
que se me vino a la mente: un despliegue brutal y quirúrgico, exuberante y
frío, de lo que algunos entienden por sexo lésbico, el cual deriva en
pornografía”. La dureza de su juicio abre un flanco inevitable y nada
desdeñable: el lugar que ocupa en la sensibilidad colectiva la distancia entre
lo que vemos y lo que imaginamos se hace cada vez más abierto a merced de un
imaginario porno que invade poco a poco la mecánica social y las conciencias
particulares. Quien lo diría, cuando Stendhal hace siglo y medio atrás hablaba
de la “cristalización” como el fenómeno en el cual la sumisión espiritual en la
que cae el enamorado hace elevar al idealismo los atributos del amado, ahora se
ha extendido a los ámbitos de la carne y la cópula: todos los hombres
querríamos creer que dos mujeres se recrean de manera privada como lo hacen Adéle
y Emma, pero sabemos que no es así, por más que salga algún engreído asegurando
la veracidad de las escenas lésbicas exhibidas en la película. No digo que “La
vida de Adéle” se haga cargo de este discurso pero la opción de utilizar casi
siete minutos para describir un acto sexual, incluyendo una variedad nada
desdeñable de posiciones y variantes copulares, es una opción estética y moral
con implicancias no del todo justificables. Son imágenes bellas, provocadoras,
pero dudosas en su veracidad y sentido.
Más
allá de estas interrogantes más propias de la sociología, lo importante es la
película misma, el valor de sus imágenes y sus repercusiones en el espectador.
En este aspecto, “La vida de Adéle” es conmovedora, intensa, fascinante,
desoladora. Capta ese momento en que toda persona, cuando se enamora, convive
con la dramática emoción de toparse con algo necesario, una presencia que
trastoca la perspectiva de las cosas. Pero también es la verificación de una
certeza incontestable: todo gran amor es desnudez y desamparo, desplegando la melancólica
advertencia de esta precariedad y, que duda cabe, la experiencia de su
evaporación. “La vida de Adéle” es una gran película porque no olvida estas
amargas verdades, más aún, las señala con una lucidez que quema. Tampoco olvida
que toda tragedia de amor comienza con fuerzas magnéticas inexplicables,
desplegadas por una primitiva pureza que redime cualquier desengaño.
2014
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