Da la impresión de que la generación de cineastas liderada por Spike Jonze, y de la que forman parte otros como Wes Anderson, Michel Gondry o Sofía Coppola, ha alcanzado cierta culminación con Her, una fábula romántica en la que su director se depura a sí mismo y con ello logra sus más altas cotas de impacto, al menos a nivel emocional. No es que Jonze se tratara de un realizador frío, pero elijo la palabra culminación con cierto afán travieso. Lejos de despreciar los méritos de ese grupo de soñadores hipster (más bien lo contrario, al menos en bastantes ocasiones), lo cierto es que el cine de Jonze siempre me ha parecido más cercano a la publicidad emocional de lo que sus admiradores querrían reconocer. Algo que no tiene que ser un comentario negativo "per se", pero que probablemente sería interpretado como tal cosa, y que en todo caso puede resultar insoportable si la mezcla no logra el octanaje adecuado.
En su nueva película Her, nominada a cinco Oscar, el entañable y solitario Theodore (Joaquin Phoenix, pidiendo una nominación que nunca llegó), un escritor sensible pero en pleno proceso de divorcio, se enamora de un avanzado sistema operativo que resulta ser la primera gran inteligencia artificial del planeta. Un planteamiento cinematográfico casi suicida que no es ajeno a los experimentos de su realizador, siempre amigo de los enigmas narrativos, pero que consigue evitar casi todas las balas para mantenerse extrañamente apegada a la tierra. La de Her es, simplemente, la historia de un romance y de una amistad, pero también es un relato de soledad y dependencia (y en última instancia, también de aprendizaje y evolución) en la que uno de sus miembros no existe físicamente, y que Jonze sostiene sobre elementos de cine muy básicos como son su actores y la propia historia. La suerte es que tanto Joaquin Phoenix como Scarlett Johansson logran sus mejores composiciones hasta la fecha, y particular -y sorprendentemente- aún más la segunda, que logra darle entidad de personaje "real" a una máquina con emociones a la que ni siquiera visualizamos, sino que sólo escuchamos.
Her es una película extraña pero accesible, en la que las texturas digitales y los simulacros virtuales resultan muy poco futuristas, de una extraña familiaridad. Jonze diseña un futuro de aires retro, sembrando de infinita tristeza un Los Angeles fascinante, entre fantasmal y cotidiano, que tanto recuerda al pasado como al futuro. Sin fatalismos pero incidiendo en la melancolía de sus imágenes (genial fotografía de Hoyte van Hoytema, responsable de la de El Topo y Déjame entrar) en Her modula la comedia y el drama con la maestría de un buen (y sencillo) fabulador. Y desnudándose de artificios, se presenta como totalmente capaz de alejarse de ejercicios metalingüísticos de Cómo ser John Malkovich y El ladrón de orquídeas, todavía sus marcas de fábrica, y concentrarse en el material más básico: las emociones, los personajes, sus actores, al fin y al cabo sustancias igual de intangibles que la reglas del relato cuestionadas en sus anteriores filmes. O quizá no: según veía Her pensé, y su desenlace me lo refrenda, que la película funcionaba como una conversación entre amantes separados, tanto me da si es sólo por distancia física como por el Más Allá... o las de la vida humana y la artificial.
La riqueza de Her nace de su propia sencillez. Pero, a la vez, los retazos y desafíos que adivinamos de su contexto resultan increíblemente sólidos. Por un lado, existe una historia de amor que resulta completamente autónoma, emocionalmente arrolladora, pero cuyo devenir revela las infinitas probabilidades de la ciencia ficción como relato del presente (en su visión de las relaciones humanas) y también de los enigmas del futuro. Pese a tratarse de una historia previsible en líneas generales, limitada siempre a los parámetros de aquello que es íntimo y personal, Jonze apunta aquí y allá todos los dispositivos de la ciencia ficción más avanzada. Y en este punto, Her me resulta un filme incluso imprevisible, inesperadamente complejo, pero que por el camino es capaz de lograr una inesperada credibilidad a la hora de erigir un personaje invisible, y más aún, sobre la triste y eterna incapacidad humana de conectar, de existir en compañía de otra persona.
en libertaddigital.com
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