He regresado finalmente,
tesoro, y ahora espero que me alcances. En tu última carta, que recibí hace un
mes, decías, precisamente, que no podías vivir sin mí. Te creo porque mi sentir
es el mismo. ¿No es como una atracción fatal, casi un castigo?
En general, entre hombre
y mujer sólo uno de los dos se enamora. El otro, o la otra, acepta o soporta.
En nuestro caso, maravillosamente, la pasión es igual en ambos. Los dos locos,
lo cual es hermoso, pero también asusta. Somos como dos hojas furiosamente
empujadas la una hacia la otra por vientos opuestos. ¿Qué sucederá cuando se
encuentren?
Esta carta tardará 48
horas en alcanzarte. Desde hace meses, lo sé, estás lista para partir, tienes
las maletas hechas, te has despedido ya de los amigos. Para llegar aquí
necesitarás un par de días. Supongamos que partes el sábado. Tras cuatro días,
esto es el lunes, al despuntar el alba, te espero.
¿Cómo será nuestra vida?
En estos años de lejanía he meditado continuamente sobre nuestra futura
existencia en común. Pero no conseguía nunca representarme con claridad las
cosas. Cada vez, para turbar el trabajo de la imaginación, irrumpía el salvaje
deseo de ti.
Hoy, aprovechando un
insólito momento de calma, siento sin embargo la necesidad de plantearte
ciertas cosas. No es que haya necesidad de persuadirte. ¡Ay de nosotros si
hubiese aún, en ti o en mí, una sombra de duda! Pero, releyendo estas páginas,
pienso que durante el viaje podrás medir y saborear, una vez más, lo oportuno
de tu y de mi irrevocable decisión.
Quisiera, por lo tanto,
antes de que sea demasiado tarde, considerar nuestras respectivas cualidades y
defectos, situaciones, gustos, costumbres y deseos, los cuales constituyen (¿lo
has notado?) una afortunada coincidencia como pocas veces se dan.
Para empezar, la posición
social. Tú, maestra de francés de enseñanza media; yo, productor de vino. Yo,
operador económico, como se acostumbra decir, y tú, intelectual. Difícilmente,
por suerte, podremos entendernos a fondo, siempre habrá una barrera, una
cortina de separación que la buena voluntad, de una y otra parte, no podrá
nunca superar.
Piensa en el problema de
los amigos, por ejemplo. Mis amigos son gente civilizada y honrada, pero
simple. No quiero decir ignorantes, precisamente, pues hay entre ellos un
notable abogado, un doctor en agricultura y un mayor retirado. Pero ninguno
tiene problemas complicados, en general aman la buena mesa y no se oponen, te
lo aseguro, a los chistes colorados. En su compañía, ya me parece verlo,
bostezarás con ganas, pero lo disimularás dada tu refinada educación. Y muy
difícilmente te acostumbrarás. Eres una criatura temperamental, la paciencia y
la tolerancia del prójimo no son tu fuerte, y también por eso me hiciste perder
la cabeza.
Ahora escucha una cosa,
aunque no venga al caso: si consiguieras partir con el primer tren del sábado,
podrías estar aquí el domingo por la noche, ¿no sería magnífico?
Almas gemelas, decías. Y
te doy la razón. La afinidad entre dos personas no significa igualdad o
estrecha semejanza. Al contrario: la experiencia enseña que significa lo
contrario. Como en nuestro caso. Tú, docente de francés; yo, vinatero, como te
divertiste en definirme en los primeros tiempos, aunque fuera bromeando. Te
diré que no tengo intención de regresar a Argentina nunca jamás. Tuve suficiente.
Liquidé la plantación heredada de mi tío en Mendoza y no me moveré más de mi
tierra, por lo menos eso espero. Solamente aquí podré ser feliz. Al mismo
tiempo, sé que vivir en el campo, aunque continuarás enseñando, yendo y viniendo a la ciudad vecina, te llenará de
melancolía. Y eso es el campo exactamente, te lo aseguro, cien por ciento. No
hay duda de que al final del primer tiempo morderás el freno. Pero, mira, en
este instante me viene a la mente tu boca, cuando la tienes entornada como los
niños, como esperando algo. Dirás que soy
banal —es más, cuántas veces tendrás ocasión de repetírmelo—, pero en
tus labios tan tiernos, apenas abiertos, se ha agazapado el demonio, ¡quién
puede con eso!
Y es por tu boca, te lo
confieso, que comencé a perder la cabeza. La casa. Mi casa es bastante grande y
confortable —incluso recientemente volví a poner en servicio los tres baños—,
pero muy diferente de la tuya. Los muebles son todavía aquellos de los abuelos,
de los bisabuelos, de los tatarabuelos. Cambiarlos, te lo confieso, me
parecería un sacrilegio, como destruir una tumba. A ti, al contrario, te gusta
Gropios —¿está bien escrito así el nombre?, discúlpame si me equivoco, ya sabes
que sólo llegué a tercero de secundaria—, te gustan los divanes, los sillones, las
lámparas diseñadas por arquitectos famosos. Todo brillante, eficiente,
esencial, ortopédico (¿se dice así?). En medio de tanto vejestorio —lo entiendo
hasta yo—, no puedo pretender un excelente gusto, y tú ¿cómo te sentirás? Basta
pensar en el olor que emana de esta estancia, a humedad, a polvo, a campo, a
insignificancia solitaria que tanto amo, perdóname. Imagínate, sentirás cómo te
cubres de moho. Te sentirás una extranjera. Te encerrarás en ti misma como un
erizo. Pero ven, ven, alma mía. ¿Y el temperamento? Yo, bonachón, expansivo,
alegre, a veces excesivo, me doy cuenta, pero es más fuerte que yo. Tú, educada
con las hermanas francesas de San Etiènne, de familia aristocrática aunque venida
a menos, al menos económicamente (dirás que soy un palurdo por escribirte tan
brutalmente estas cosas, pero, créeme, es mejor así), habituada a una sociedad
de gente culta, refinada, donde se dicen elevados discursos de arte,
literatura, política (e incluso las habladurías tienen su especial elegancia).
Yo, campesino, que ha leído sí a Manzoni, Tolstoi y Sinkiewicz, pero que
reconoce su propia inferioridad cultural. Tú, llena de escrúpulos, de recato,
desdeñosa, no quisiera decir altanera (pero qué piel tan estupenda tienes,
apenas te toco y me vienen unos escalofríos, ¿no te lo han dicho nunca?, qué
ingenuo soy, quién sabe cuántos no te lo habrán dicho ya), arrugas tu deliciosa
naricita ante una palabra equivocada.
Por mí, ¿cuántas veces no
lo habrás hecho? ¿No es extraordinario todo esto? Dame un besito, criatura, haz
tus pucheros
Otra cosa. Estás
acostumbrada a la gran ciudad. Una vez me dijiste que el estruendo de los
autos, los camiones, las sirenas de las ambulancias, el chirrido delos tranvías
eran para ti como drogas que te hacían más fácil el trabajo de día y, en compensación,
por la noche, te ayudaban a conciliar el sueño. Eres, en suma, un temperamento
metropolitano lleno de electricidad, por así decirlo. Aquí, al contrario, hay
una quietud absoluta, que a veces me desespera hasta a mí (te lo aseguro).
¡Además, está la noche! Solamente las voces de los árboles, cuando hay viento, el repiqueteo de las gotas sobre el
techo cuando cae la lluvia, el lejano ladrido de los perros cuando hay luna. No,
no, tú nunca podrás acostumbrarte. Y entonces, preveo ya los nervios, los
reclamos, la irritabilidad, el no soportarnos. ¿Te imaginas qué hermoso? Mira
que las amonestaciones ya están hechas desde hace rato. El párroco está
dispuesto a casarnos incluso el lunes por la mañana, sólo basta que llegues a
tiempo.
Pero hay más. Amo el
futbol, cosa aborrecida por ti. Soy un viejo fanático del Juventus y el domingo
por la tarde, si las cosas van mal, pierdo hasta el apetito. Con los amigos se
platica mucho de estas cosas, también durante la semana. A ti, supongo,
simplemente te dará náuseas. En la tarde me mirarás como se mira a un gusano
que se arrastra por la tierra. Por la noche, terminaremos peleando, preveo que
también de tu querida boquita saldrá alguna fea palabra.
A propósito: a la boda,
se entiende, puedes invitar a quien quieras, podrán dormir en el Hotel de las
Termas, aquí cerca, que tiene buen servicio. A mi costa, naturalmente. Mis
parientes, te aviso desde ahora, estarán, como mínimo, unos cuarenta días. Ven
aquí, mimosa, deja que te estreche contra mí, casi muero cuando haces tus
berrinches.
Es verdad, en la gran
ciudad las costumbres son distintas. Cuando no vas al cine (a propósito, ¿has
visto Waterloo ?, a mí me gustó muchísimo), te encuentras con alguna amiga,
¿verdad?, discuten los problemas de la escuela, los programas, hacen lo que se
dice “un trabajo de equipo”, se sienten cerebros superiores, ¿no es así? La
tarde, me parece que ya te lo dije, me gusta pasármela delante de la televisión,
una espantosa costumbre, ¿no es cierto?
Entendámonos. Estoy
dispuesto, de tanto en tanto, a acompañarte alguna tarde a la ciudad, tesoro
mío. Mira, sin embargo, que la televisión es peor de cuanto imaginas (que
siempre te has rehusado a verla porque también la ve tu portera).
Por la tarde, ¿por qué
ocultártelo?, alguna vez también verás el partido. Maldecirás, me imagino. Te
acurrucarás en el sillón, en el rincón, bajo una pequeña lámpara, leyendo a
Teilhard du Chardin (¿me equivoqué al escribir el nombre?).
¡Vamos!, amor mío, toma
el avión, toma el cohete interplanetario, la alfombra mágica. No veo la hora de
que estés aquí. No puedo más. Ven, tesoro, te lo juro, seremos infelices.
en
Sesenta relatos, 1958
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