—Ahora que habláis de vampirismo, me viene a la mente una
historia cruel que hace tiempo leí o escuché. Creo que más bien lo último, pues
ahora que recuerdo, el narrador insistió mucho en que el relato era verdadero y
nombró la familia condal, y el solar donde ocurrió el suceso. Si la historia se
ha publicado y la conocéis, interrumpidme, pues no hay nada más fastidioso y
aburrido que escuchar cosas conocidas de antiguo.
—Me parece notar que nos vas a ofrecer algo horroroso y
tremendo; así es que, por lo menos, piensa en San Serapio y procura ser lo más
breve posible, para que Vincenzo tenga la palabra, pues, según veo, está
impaciente por referirnos el cuento que nos prometió.
—¡Calma, calma! —exclamó Vincenzo—. Nada mejor deseo para mí
que Cipriano tienda un tapiz negro que sirva de fondo a la representación
mímico-plástica de mis alegres, pintorescas y saltarinas figuras. Empieza,
Cipriano amigo, muéstrate seco, terrorífico, incluso espeluznante, más que el
vampírico lord Byron, al que por cierto no he leído.
—El conde Hipólito —comenzó Cipriano— había regresado ya de
sus largos viajes, para hacerse cargo de la rica herencia de su padre,
fallecido tiempo ha. El palacio solariego estaba situado en una de las regiones
más bellas y agradables del país, y las rentas que le proporcionaban sus
posesiones bastaban para el costoso embellecimiento del mismo.
»Todo lo que el conde había visto a lo largo de sus viajes
de más bello y atractivo y suntuoso quería verlo de nuevo levantarse ante sus
ojos. Cortesanos y artistas reuníanse en torno a él y acudían a su llamada, de
modo que pronto comenzaron las obras del palacio, y el diseño de un amplio
parque de gran estilo, en el que se hallarían incluidas iglesia, cementerio y
parroquia, formando parte del artístico jardín. El conde dirigía todos los
trabajos, pues tenía conocimientos suficientes para ello. Se entregó en cuerpo
y alma a estas ocupaciones, de modo que transcurrió un año sin que se le
ocurriese (según le aconsejó su anciano tío) dejarse ver a los ojos de las
jóvenes, para escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble.
»Una mañana que se encontraba precisamente sentado ante la
mesa de dibujo, haciendo el proyecto de un nuevo edificio, se hizo anunciar una
vieja baronesa, lejana pariente de su padre. Hipólito recordó al oír el nombre
de la baronesa, que su padre sentía una indignación intensísima contra esta
mujer, e incluso que hablaba de ella con repugnancia, y a todas cuantas
personas trataban de acercarse a ella les aconsejaba que se alejasen, aunque
sin explicar jamás los motivos del peligro. Cuando se le preguntaba al conde,
solía decir que había ciertas cosas sobre las que más valía callar que hablar.
Con más razón, cuanto que en la residencia corrían turbios rumores de un
extraño e insólito proceso criminal, en el que estaba implicada la baronesa,
que separada de su marido y expulsada de su alejado lugar de residencia, sólo
gracias a la intervención del príncipe se veía libre de encarcelamiento.
»Muy molesto se sintió Hipólito por la proximidad de una
persona a la que su padre aborrecía, aunque los motivos del aborrecimiento le
fuesen desconocidos. La ley de la hospitalidad, que era privativa de toda esta
región, le obligaba a recibir la desagradable visita. Jamás una persona había
causado al conde una impresión tan antipática en su apariencia —aunque en
realidad no fuese odiosa— como la baronesa.
»Nada más entrar, traspasó al conde con una mirada de fuego,
luego entornó los párpados y se disculpó de su visita, casi con expresión
humilde. Se quejó de que el padre del conde, poseído por extraños prejuicios, a
los que le habían inducido sus enemigos maliciosamente, la había odiado hasta
la muerte, de modo que, aunque languidecía en la mayor pobreza, y se avergonzaba
de su estado, nunca había recibido la menor ayuda. Al fin, como inesperadamente
se hubiera visto en posesión de una pequeña suma de dinero, le había sido
posible abandonar su residencia y huir hacia un pueblo muy alejado de aquella
región. Antes de emprender el viaje no había podido resistir el impulso de
conocer al hijo del hombre que le había profesado un odio tan injusto e
irreconciliable, aunque a su pesar le reverenciase.
»Fue el conmovedor tono de verdad con que habló la baronesa,
lo que emocionó al conde, cuanto más que lejos de mirar el desagradable
semblante de la vieja, hallábase absorta su mirada en la contemplación de la
adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba.
»Calló ésta y el conde pareció no darse cuenta: permanecía
abstraído. La baronesa pidió que la disculpase, pues al entrar sintióse
desconcertada, y se le olvidó presentar a su hija Aurelia. Sólo al oír esto
recuperó el conde la palabra, y juró, enrojeciendo totalmente, lo que sumió en
la mayor confusión a la adorable joven, que le concediesen enderezar lo que su
padre había ejecutado por error, y les suplicó que, conducidas por su propia
mano, entrasen en el palacio.
»Para confirmar estas palabras tomó la mano de la baronesa,
pero la respiración y el habla se le cortaron, al tiempo que un frío enorme le
recorría el cuerpo. Sintió que su mano era apresada por unos dedos rígidos,
helados como la muerte, y le pareció como si la enorme y huesuda figura de la
baronesa —que le contemplaba con ojos sin visión— estuviese envuelta en la
espantosa vestimenta de un cadáver.
»—¡Oh, Dios mío, qué desgracia está sucediendo en este
momento! —gritó Aurelia, y empezó a gemir con una voz tan quejumbrosa, que su
pobre madre repentinamente fue presa de un ataque convulsivo, de cuyo estado,
como de costumbre, solía salir unos instantes después, sin necesidad de valerse
de ningún medio. Con gran trabajo se desprendió el conde de la baronesa, y como
tomase la mano de Aurelia y depositase en ella un ardiente beso, sintió que el
dulce deleite del amor y el fuego de la vida retornaban a invadir su ser.
»Próximo a la edad madura, sintió el conde, por primera vez,
todo el poder de la pasión, de tal modo que le resultó muy difícil esconder sus
sentimientos, y como Aurelia le manifestase su agrado de manera ingenua, se
encendió en él la esperanza. Apenas pasaron unos cuantos minutos cuando la
baronesa despertó de su desmayo e, ignorante de lo que había sucedido, aseguró
al conde que estimaba la invitación de permanecer algún tiempo en el palacio, y
que olvidaba para siempre todo el mal que su padre le había causado. Así fue
como, repentinamente, cambió el hogar del conde, hasta el punto que llegó a
pensar que, por un especial favor, el destino le había llevado hasta allí a la
persona más ardientemente adorada de todo el universo, para concederle la mayor
felicidad de que puede gozar un ser humano.
»La conducta de la baronesa fue idéntica, permaneció
silenciosa, seria, incluso reservada, y mostró siempre que había ocasión
favorable, un dulce talante y hasta una inocente alegría en el fondo de su
corazón.
»El conde, que ya se había habituado al extraño semblante
cadavérico y a su figura fantasmal, atribuyó todo esto a su enfermedad, así
como la tendencia a una intensa exaltación, de la que daba muestras —según le
había dicho su gente— durante los paseos nocturnos que efectuaba por el parque,
en dirección al cementerio.
»El conde se avergonzó de que los prejuicios de su padre le
hubiesen prevenido tanto contra ella y trató de vencer el sentimiento que le
sobrecogía, siguiendo los consejos de su buen tío que le indicaba librarse de
una relación que tarde o temprano le perjudicaría.
»Convencido del intenso amor de Aurelia, pidió su mano y
figuraos con qué alegría la baronesa aceptó, viéndose transportada de la mayor
indigencia al seno de la felicidad. La palidez y aquel aspecto que denotaba un
interior extremadamente desasosegado, fue desapareciendo del semblante de
Aurelia. La felicidad del amor resplandecía en su mirada y daba a sus mejillas
un tono rosado.
»La mañana del día que se iba a celebrar la boda, un
acontecimiento sobrecogedor vino a contrariar los deseos del conde. Encontraron
a la baronesa inerte en el parque, caída en el suelo, con el rostro en tierra,
no lejos del camposanto, y la transportaron al palacio, precisamente cuando el
conde se levantaba dominado por el sentimiento de su felicidad inminente. Pensó
que la baronesa había sido atacada por su acostumbrado mal; sin embargo, fueron
vanos todos los medios de que se sirvieron para volverla a la vida. Estaba
muerta.
«Aurelia no se entregó a los desahogos propios de un intenso
dolor, y muda, sin derramar una lágrima, parecía haberse quedado como
paralizada después del golpe recibido. El conde, que temía por su amada, con
gran cuidado y suavidad se atrevió a recordarle su situación de criatura sola,
de modo que ahora más que nunca era necesario aceptar el destino y proceder
convenientemente acelerando la ceremonia de la boda que se había diferido a
causa de la muerte de la madre. A esto, Aurelia, echándose en los brazos del
conde, gritó, al tiempo que derramaba un torrente de lágrimas, con una voz que
desgarraba el corazón: "Sí, sí, por todos los Santos, por mi bien,
sí!". El conde pensó que este vehemente desahogo era debido a la consideración
bien amarga de que se encontrase sola, sin patria, y no supiese adonde ir, e
incluso a las consideraciones sociales que le impedían permanecer en el
palacio.
»El conde se ocupó de que una dama honorable le hiciese
compañía hasta que el matrimonio se celebró, sin que ningún suceso desgraciado
interrumpiese la ceremonia, e Hipólito y Aurelia alcanzaron la cumbre de su
felicidad. Mientras todo esto sucedía, Aurelia se había mostrado siempre en un
estado de gran excitación. No era el dolor por la pérdida de su madre lo que la
desasosegaba, sino una sensación de miedo mortal que parecía atenazarla
continuamente.
»En mitad de los más dulces transportes amorosos, sentíase
sobrecogida de terror, palidecía como una muerta y abrazaba al conde, derramando
lágrimas, como si quisiera asegurarse bien de que un poder invisible y enemigo
no la llevase a la perdición. Entonces gritaba: "¡No, nunca, nunca!".
»Una vez que se encontró casada con el conde pareció que el
estado de excitación cesaba y que se veía libre del miedo que la sobrecogía.
Esto no impidió que el conde adivinase que algún secreto fatídico se escondía
en el seno de Aurelia, pero, ciertamente, le pareció inoportuno preguntarle
acerca de ello, en tanto que persistiese la excitación, y ella misma se
mantuviese callada. Hasta que un día se atrevió a insinuarle la pregunta de
cuál era la causa de su desasosiego. Entonces Aurelia afirmó que suponía un
inmenso bien para ella desahogar por entero su corazón en su amado esposo. No
poco se sorprendió el conde cuando se enteró de que únicamente la fatal
conducta de la madre era el motivo del malestar de Aurelia. "¿Hay algo más
espantoso —gritó Aurelia— que odiar a la propia madre y tener que
aborrecerla?" De aquí se deduce que tanto el padre como el tío no estaban
dominados por falsos prejuicios y que la baronesa había engañado al conde con
una premeditada hipocresía.
»Como un signo muy favorable, el conde consideró que la
malvada madre se hubiese muerto el mismo día que se iba a celebrar su boda, y
no tenía ningún reparo en decirlo. Aurelia, en cambio, dijo que precisamente
desde el día de la muerte de su madre se sentía dominada por los más lúgubres y
sombríos presentimientos, que no podía evitar sentir un miedo espantoso a que
los muertos saliesen de sus tumbas y la arrancasen de los brazos de su amado
para llevarla al abismo.
«Aurelia recordaba (según refería), confusamente, los
tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa de despertarse, oyó un
tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y cerraban, se oían voces
extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la doncella tomó a Aurelia de la
mano y la llevó a una gran estancia donde estaban muchos hombres reunidos, y en
el centro de la habitación sobre una gran mesa yacía un hombre que jugaba a
menudo con Aurelia, que le daba golosinas, y al que solía llamar papá. Extendió
las manos hacia él y quiso besarle. Los labios que en otro tiempo estaban
cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por qué, prorrumpió en
sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida, donde estuvo durante
mucho tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un coche. Era su
madre que la trasladó a la Corte. Aurelia debía tener ya dieciséis años cuando
apareció un hombre en casa de la baronesa, al que ésta recibió con alegría,
denotando la confianza e intimidad de un amigo querido desde hace tiempo. Cada
vez venía más a menudo, y cada vez era más evidente que su casa se transformaba
y ponía en mejores condiciones. En lugar de vivir como en una cabaña y vestirse
con pobres vestidos y alimentarse mal, ahora vivían en la parte más bella de la
ciudad, ostentaban lujosos vestidos y comían y bebían con el desconocido, que
diariamente se sentaba a la mesa y participaba en todas las diversiones públicas
que se ofrecían en la Corte. Únicamente Aurelia permanecía ajena a las mejoras
de su madre, que, evidentemente, se debían al extranjero. Se encerraba en su
cuarto cuando la baronesa departía con el desconocido y permanecía tan
insensible como antes.
»El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años, tenía
un aspecto fresco y juvenil, poseía una gran figura y su semblante podía
considerarse varonil. No obstante, le resultaba desagradable a Aurelia porque,
a menudo, su conducta —aunque trataba de comportarse educadamente— le parecía
vulgar, torpe y plebeya.
»Las miradas que empezó a dirigir a Aurelia le causaron
inquietud y espanto, incluso un temor que ella misma no sabía explicar. Hasta
el momento, la baronesa no se había molestado en dar alguna explicación a
Aurelia acerca del desconocido. Ahora mencionó su nombre a Aurelia, añadiendo
que el barón era muy rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y
terminó preguntando a Aurelia que qué le parecía. Aurelia no ocultó el
aborrecimiento que sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada
que le produjo un terror indecible y luego la regañó acusándola de ser necia.
Poco después, la baronesa se conducía más amablemente que nunca con Aurelia. Le
regaló hermosos vestidos y ricos adornos que estaban de moda, y la dejó
participar en las diversiones públicas. El desconocido trataba de ganarse el
favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más odioso. Fue fatal para
su tierno espíritu juvenil que la casualidad le deparase ser testigo de todo
esto, lo que motivó que sintiese un odio tremendo hacia el desconocido y la
corrompida madre. Como pocos días después el desconocido, medio embriagado, la
estrechase en sus brazos, de modo que no dejase lugar a dudas de sus aviesas
intenciones, la desesperación diole fuerzas varoniles, de forma que le propinó
tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo que huir y se encerró
en su cuarto.
»La baronesa explicó a Aurelia fríamente y con firmeza que
el desconocido mantenía la casa y que no tenía el menor deseo de volver a la
antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran vanos e inútiles los
melindres. Aurelia debía ceder a los deseos del desconocido, que amenazaba
abandonarlas. En vez de compadecerse de las súplicas desgarradoras de Aurelia,
de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a burlarse de
ella, agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor placer de la
vida, así como toda clase de comodidades, y dio muestras de un desaforado
aborrecimiento hacia los sentimientos virtuosos, por lo que Aurelia quedó
aterrada. Viose perdida, de modo que la única salvación posible le pareció una
rápida huida.
«Aurelia se había hecho con una llave de la casa, y
envolviendo algunas cosas indispensables para su fuga, se deslizó a medianoche,
cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta el vestíbulo iluminado
débilmente. Con sumo cuidado trataba de salir, cuando la puerta de la casa
chocó violentamente y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo,
haciendo frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata sucia y
vieja, con el pecho y los brazos descubiertos, el pelo gris despeinado,
moviéndose airada. Y detrás de ella el desconocido, que gritaba y chillaba:
"¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me las vas a
pagar!", y arrastrándola por los pelos, empezó a golpearla de un modo
brutal en mitad del cuerpo, envuelto como estaba en su gruesa bata.
»La baronesa empezó a proferir gritos de terror. Aurelia,
casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la ventana abierta. Dio la
casualidad que precisamente pasaba por allí una patrulla de guardias, que
entraron al instante en la casa: "¡Cogedle! —gritaba la baronesa a los
guardias, retorciéndose de rabia y de dolor—. ¡Cogedle y agarradle bien!
¡Miradle la espalda!".
»En cuanto la baronesa pronunció su nombre, el jefe de la
patrulla exclamó jubilosamente: "¡Aja! ¡Al fin te cogimos, Urian!", y
con esto le agarraron y le llevaron consigo, no obstante resistirse. A pesar de
todo lo sucedido, la baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia.
De momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al
interior de su cuarto y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana
siguiente, la baronesa salió y regresó muy tarde por la noche, mientras Aurelia
permanecía en su cuarto encerrada como en una prisión, sin ver ni oír a nadie,
de modo que pasó el día sin que tomase comida ni bebida. Así transcurrieron
varios días. A menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y
parecía como si quisiera tomar una decisión, hasta que un día encontró una
carta, cuyo contenido pareció llenarla de alegría: "Odiosa criatura —dijo
la baronesa a Aurelia—, eres culpable de todo, aunque te perdono, y lo único
que deseo es que no te alcance la espantosa maldición que este malvado ha
descargado sobre ti". Luego de decir esto se mostró muy amable, y Aurelia,
ahora que ya aquel hombre se había alejado, no volvió a pensar más en la huida,
por lo que le fue concedida mayor libertad.
»Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba sentada
sola en su cuarto, oyó un gran tumulto en la calle. La doncella salió y volvió
diciendo que era el hijo del verdugo que iba detenido, después de ser marcado
por robo y asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se había escapado de
entre las manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la ventana,
dominada por temerosos presentimientos; no se había engañado, era el
desconocido que, rodeado de numerosos guardianes, iba aherrojado subido en una
carreta. Le conducían camino de la ejecución de la condena y de la expiación de
sus faltas. Casi estuvo a punto de desmayarse en su sillón, cuando la espantosa
y salvaje mirada del hombre se cruzó con la suya, al tiempo que con gestos
amenazadores levantaba el puño cerrado hacia su ventana.
»Era costumbre de la baronesa estar siempre fuera de casa,
aunque regresaba para hablar con Aurelia y hacer consideraciones acerca de su
destino y de las amenazas que se cernían sobre ella, presagiando una vida muy triste.
Por medio de la doncella que había entrado a su servicio el día después del
suceso de aquella noche, y a la que habían tenido al corriente de las
relaciones de la baronesa con aquel pícaro, se enteró Aurelia de que todos los
de la casa compadecían a la baronesa por haber sido engañada tan vilmente por
un delincuente tan despreciable.
»Bien sabía Aurelia que la cosa era de otro modo, y le
parecía imposible que los guardias que poco antes habían detenido a este hombre
en casa de la baronesa no supieran de sobra la buena amistad de la baronesa con
el hijo del verdugo, ya que al apresarle, la baronesa había proferido su nombre
y había hecho alusión a la marca de su espalda, que era la señal de su crimen.
De aquí que, incluso, la misma doncella a veces expresase con ambigüedad lo que
se decía por todas partes, y que insinuase que los jueces estaban haciendo
averiguaciones, de forma que hasta la honorable baronesa estuviese a punto de
sufrir arresto, debido a las extrañas declaraciones del malvado hijo del verdugo.
»De nuevo se dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan
lamentable en que se hallaba su madre, y no comprendió cómo podría después de
aquel horroroso acontecimiento permanecer un instante más en la residencia.
«Finalmente, viose obligada a abandonar el lugar, donde se
sentía rodeada de un justificado desprecio, y a dirigirse a una región alejada
de allí. El viaje la condujo al palacio del conde, donde sucedió lo que ya
hemos referido.
»Aurelia se sintió extremadamente feliz, libre de las tremendas
preocupaciones que tenía, pero he aquí que quedó aterrada cuando al expresarle
su madre el favor divino que le concedía este sentimiento de bienaventuranza,
ésta, echando llamas por los ojos, gritó con voz destemplada: "¡Tú eres la
causa de mi desgracia, desventurada criatura, pero ya verás, toda tu soñada
felicidad será destruida por el espíritu vengador, cuando me sobrecoja la
muerte. En medio de las convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de
Satanás...", y aquí se detuvo Aurelia, se apoyó en el pecho del conde y le
suplicó que le permitiese callar lo que la baronesa había proferido en su furor
demencial. Hallábase destrozada, pues creía firmemente que se cumplirían las
amenazas de los malos espíritus que poseían a su madre.
»El conde consoló a su esposa lo mejor que supo, no obstante
sentir él mismo escalofríos que le recorrían el cuerpo. Hubo de confesarse a sí
mismo, cuando estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa,
aunque hubiese fallecido, arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había
parecido tan clara.
«Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia.
Como la palidez mortal de su semblante y la mirada extenuada denotase
enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un nuevo secreto en el interior de
su ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía incluso hasta de su
marido, se encerraba en su cuarto, buscaba los lugares más apartados del
parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su
semblante denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba
por conocer los motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el
que finalmente se sumió, la sacó un famoso médico, al insinuar que la gran
irritabilidad de la condesa, a juzgar por los síntomas, posiblemente denotaba
un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio. Este mismo médico se
permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda clase de
alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa.
»La condesa parecía indiferente a todo lo que escuchaba,
aunque de pronto prestó gran atención, cuando el médico comenzó a hablar de los
caprichos tan raros que a veces tenían las mujeres que estaban en estado, y a
los que se entregaban sin tener en consideración la salud y la conveniencia del
niño.
»La condesa abrumó al médico con preguntas, y éste no se
cansó de responder a todas ellas, refiriendo casos asombrosamente curiosos y
divertidos de su propia experiencia: "También —repuso— hay ejemplos de
caprichos anormales, que llevan a las mujeres a realizar hechos espantosos. Así
la mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su marido, que no paró
hasta que un día que éste llegó embriagado, se abalanzó sobre él con un
cuchillo grande y le acuchilló de manera tan cruel que pocas horas después
entregaba el espíritu".
»Apenas hubo pronunciado el médico estas palabras, la
condesa se desmayaba en la silla donde estaba sentada, y con gran trabajo pudo
ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a continuación. El médico se
percató de que había sido muy imprudente al mencionar en presencia de una mujer
tan débil y nerviosa aquel terrible suceso.
»Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un
influjo bienhechor en el ánimo de la condesa, pues se tranquilizó, aunque como
de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en una extraña criatura
solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la palidez
mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del
estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún
alimento, y sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la
carne, que más de una vez se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de
aborrecimiento.
»El médico se sintió incapaz de curarla, pues ni las más
fuertes y cariñosas súplicas del conde, ni nada en el mundo podía hacer que la
condesa tomase ninguna medicina.
Como transcurriesen semanas y meses sin que la condesa
probase bocado, y pareciese que un insondable secreto consumía su vida, el
médico supuso que había algo raro, más allá de los límites de la ciencia
humana. Abandonó el palacio con un pretexto cualquiera, y el conde pudo darse
cuenta de que la enfermedad de la condesa parecía muy sospechosa al acreditado
médico, y denotaba que la enfermedad estaba muy arraigada, sin que hubiese
medio de curarla. Hay que suponerse en qué estado de ánimo quedó el conde, no
satisfecho con esta explicación.
«Justamente por esta época un viejo y fiel servidor tuvo
ocasión de descubrir al conde que la condesa abandonaba el palacio todas las
noches y regresaba al romper el alba. El conde se quedó helado. Ahora es cuando
se dio cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la medianoche, le
sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la condesa
le administraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que compartía
con él.
»Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó
en la diabólica madre, cuyo espíritu quizá revivía ahora en la hija, en alguna
relación ilícita y adulterina, y hasta en el malvado hijo del verdugo. A la
noche siguiente iba a desvelársele el espantoso secreto, único motivo del
estado misterioso en que se hallaba su esposa.
»La condesa acostumbraba ella misma a preparar el té que
tomaba el conde y luego se alejaba. Aquel día decidió el conde no probar una
gota, y como leyese en la cama, según tenía por costumbre, no sintió el sueño
que le sobrecogía a medianoche como otras veces. No obstante se acostó sobre
los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente, con gran cuidado, abandonó la
condesa el lecho, se aproximó a la cama del conde e iluminó su rostro,
deslizándose de la alcoba sin hacer ruido.
»El corazón le latía al conde violentamente, se levantó,
echóse un manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna clara, de modo que,
no obstante lo veloz de su paso, se podía ver perfectamente a la condesa
Aurelia, envuelta su figura en una túnica blanca. La condesa se dirigió a
través del parque hacia el cementerio y desapareció tras el muro.
«Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la puerta
del muro del cementerio, que halló abierta. Al resplandor clarísimo de la luna
vio un círculo de espantosas figuras fantasmales. Viejas mujeres semidesnudas,
con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo, y se
inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de lobo.
¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde salió
corriendo irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por el pavor del
infierno, y cruzó los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, al
amanecer encontróse ante la puerta del palacio. Instintivamente, sin meditar lo
que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las habitaciones hasta
llegar a la alcoba. La condesa yacía, al parecer entregada a un dulce y
tranquilo sueño. El conde trató de convencerse de que sólo había sido una
pesadilla o una visión engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor del
paseo nocturno, del cual daba trazas su manto, mojado por el rocío de la
mañana.
»Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó
en su caballo. La carrera que dio a lo largo de aquella hermosa mañana a través
de los arbustos aromáticos, de los que parecía saludarle el alegre canto de los
pájaros que despertaban al día, disipó las terribles imágenes nocturnas;
consolado y sereno regresó al palacio.
»Como ambos, el conde y la condesa, se sentasen solos a la
mesa, y como de costumbre ésta tratase de salir de la estancia a la vista de la
carne guisada, dando muestras del mayor asco, se le hizo evidente al conde, en
toda su crudeza, la verdad de lo que había contemplado la noche anterior.
Poseído del mayor furor se levantó de un salto y gritó con voz terrible:
"¡Maldito aborto del infierno, ya sé por qué aborreces el alimento de los
hombres, te cebas en las tumbas, mujer diabólica!". Apenas había proferido
estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él con la furia
de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un empujón a la rabiosa
mujer y la tiró al suelo, donde entregó su espíritu en medio de las
convulsiones más espantosas. El conde enloqueció.
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