Necesitaba una chispa: la produjo. Necesitaba una vena abierta: la abrió. Sabía que bastaría el cabrillear de la llama y el dulce y espeso olor de la sangre, para que la horda no necesitara el aliciente de sus órdenes. Bajo los cráneos estrechos y en las empedernidas entrañas de los hombres sin imaginación ni palabra, se desentumecería la antigua bestia: de sus fauces babosas surgiría otra vez el bramido en que el terror se convierte en cólera y de nuevo el colmillo y la zarpa encontrarían el camino de la sangre. Para que la obra fuese constante y perdurable, para que la violencia no se cansase ni se mellase el odio, contaba con el miedo que engendra el crimen en el criminal y en sus cómplices. Sabía por experiencia propia que no hay mejor abono para la crueldad que la cobardía; que cuanto mayor fuese el miedo por el propio crimen, tanto más grande sería la saña empleada en exterminar a cualquier posible justiciero; que el río desangre vertida establecería una frontera infranqueable para los hombres de la paz y la justicia. No temía que desfalleciesen los ejecutores, pues el vicio de la crueldad no conoce la saciedad ni el hastío; temía que vacilasen los capitanes, los que ordenan el incendio y la muerte desde sus oficinas, sin chamuscarse los cabellos ni recibir en el rostro las salpicaduras de un cráneo que estalla o de un vientre que se desgarra y vacía. Para curarles de sus posibles vacilaciones, bastaba que supiesen que la paz sería su condena y la justicia su muerte. Bastaba que tuviesen la certidumbre de que los propios criminales a su mando serían sus verdugos en cuanto intentasen dar la orden de cesar el exterminio.
1952
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