miércoles, marzo 19, 2014

“Amargura para dos sonámbulos”, de Carlos Almonte y Alan Meller








Y ya no tendré manos para taparme los ojos y no verla. 
Tendré que oírla, hasta que su voz se apague con el día, 
hasta que se le muera su voz.
                                                                                 


Aquella noche supe, sentado en el patio, que no volvería a sonreír. Quizás me dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconada. Me dolía hondamente, como me dolía el día que la vi sentarse en el rincón donde ahora estaba, y le oí decir que no volvería a deambular por la casa. De eso hacía ya mucho tiempo y hasta me había acostumbrado a verla allí, sentada, con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente.

Sabía que no podía recordar ninguna oración. Supe después que había perdido la noción del tiempo, cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que estaba empujando desde afuera. Por eso sabía que no volvería a sonreír. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo, que la había absorbido totalmente, continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón, un miedo porque sí.

¿Y si muriera aquí mismo, ahora, esta noche? Sensibilizados de pronto, sus nervios vibraron a lo largo de su cuerpo, de modo que la ola de sangre que estalló en sus oídos inundó su ser adormecido, despertándola. ¿No sería ésa la solución de todo? La invadió una alegría salvaje al pensar que en ese instante, en el cuerpo que yacía abajo, se estaba extinguiendo ese remedo de vida y que entonces para ella terminarían todos los dolores.
           
Alguien me dijo, antes de que trajera sus cosas -su ropa olorosa a madera reciente y sus zapatos sin peso para el barro-, que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien me dijo que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creí entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptaba que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia y que soportó, siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.

Salí al patio sin hablar. Ella deseaba estar sola, sentada en el rincón sombrío.

Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi tumba. La mañana estuvo entristecida por este invierno taciturno y sobrecogedor que me ha puesto a recordar la colina donde la gente del pueblo abandona a sus muertos. Tal vez hoy hubiera podido hacerlo pero cuando me dirigí a la pieza, cuando volví a pasar frente a la puerta, me vi en el rincón donde está la silla. Debí pensar: "es otra vez el viento".

Estaba sola en la casa, esperando. Había aprendido a distinguir el rubor de la madera en descomposición, el aleteo del aire volviéndose viejo en las alcobas cerradas.

Un invisible sol tibio empezó a calentarme los hombros. Pero ni siquiera la presencia del sol me interesaba. Había perdido ya la noción de las distancias, de la hora, de las direcciones. Las voces desaparecieron y seguí sentada así, esperando a que, en aquel pasar de voces, en aquél de imágenes, pasara un olor o una voz conocida. El sol siguió calentado mi cabeza y una de las voces dijo: Vamos a descansar un rato, y lo dijo con voz fría, desapasionada, indiferente. Todavía no, dije. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la cara.

Tenía en el regazo un racimo de uvas doradas que volvían a retoñar tan pronto se las comía. Pero esta vez no las arrancaba una por una, sino que de dos en dos. Sin respirar, apenas por las ansias de ganarle al racimo hasta la última uva.

A los tres días dejó de comer en una explosión de rebeldía que agravó los indicios de la posesión. Entré a pleno día por la puerta de servicio y atravesé el jardín sin precaución alguna. Subí al segundo piso, atravesé un corredor solitario de techos muy bajos, y entré en su mundo silente y enrarecido. Me volví y vi una monja con la cara cubierta con el velo y un crucifijo alzado contra mí. Di un paso adelante, pero la monja me interpuso a Cristo: Vade retro, me gritó. Trató de disuadirme. Me dijo que el amor era un sentimiento contra natura, que condenaba a dos desconocidos a un dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa. Yo le respondí: Ustedes tienen una religión de la muerte que les infunde el valor y la dicha para enfrentarla. Yo no, creo que lo único esencial es estar vivo.

Fue el ritual de un condenado a muerte. La llevaron a rastras al abrevadero, la lavaron a baldazos, la despojaron a tirones de sus collares y le pusieron el camisón brutal de los herejes. La monja le cortó la cabellera hasta la altura de la nuca, con cuatro mordiscos de unas cizallas de podar, y la arrojó a la hoguera encendida en el patio. La encontré tiritando de fiebre dentro de la camisa de fuerza. Lo que más me indignó fue el escarnio del cráneo rapado. ¡Dios del cielo!, murmuré con una rabia sorda mientras la liberaba de las correas. ¡Cómo es posible que permitas este crimen! Tan pronto como quedó libre, saltó sobre mi cuello y permanecimos abrazados sin hablar; ella lloraba. Luego le levanté la cara y le dije: No más lágrimas, bastan las que por ti tengo lloradas.

- Lo que quiero es morirme, respondió.

Terminaron por llevarla a la fuerza, pataleando y tirando al aire dentelladas de perro, hasta la última habitación de la casa. Permaneció inmóvil mientras la puerta se cerraba y se oyeron los ruidos de la cadena y las dos vueltas de la llave en el candado. Se acostó boca arriba. Oyó el resuello del mar, el viento de agua, los primeros truenos de abril, cada vez más cerca.

Al amanecer del día siguiente, la monja que entró a prepararla para la sesión de exorcismos la encontró muerta sobre la cama, con los ojos radiantes y la piel de recién nacida. Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en el cráneo rapado y se les veía crecer.




Cuento creado a partir de textos pertenecientes

al boom latinoamericano







en Neoconceptualismo, el secuestro del origen, 2001



Fotografía: Miyako Ishiuchi









* El Neoconceptualismo es un movimiento literario surgido en Chile a fines del milenio pasado. Sus creadores, Carlos Almonte y Alan Meller, se conocieron en la Universidad de Chile, mientras estudiaban literatura hispanoamericana. Allí realizaron los primeros ejercicios en torno al plagio. La definición del arte, un ensayo compuesto exclusivamente de trozos extraídos de la obra de Umberto Eco, constituye el primer texto propiamente neoconceptual. Tras explorar la técnica durante cuatro años, el 2001 publican en India (Sarak Editions) el primer compendio literario neoconceptual, el cual incluye poesía, narrativa, drama y ensayo; textos elaborados exclusivamente a partir de una recombinación de literatura pre-existente.











No hay comentarios.: