El rasgo dominante en el carácter nacional de los italianos
es una desvergüenza absoluta, que procede de que no se consideran inferiores ni
superiores a nada. Es decir, que son alternativamente arrogantes y descarados,
o viles y bajos. Por el contrario, cualquiera que tiene pudor es para ciertas
cosas demasiado tímido y para otras demasiado altivo. El italiano no es ni lo
uno ni lo otro, sino, según las circunstancias, unas veces cobarde, otras
insolente.
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El carácter propio del norteamericano es la vulgaridad bajo
todas sus formas: moral, intelectual, estética y social. Y no sólo en la vida
privada, sino también en la vida pública: haga lo que quiera, no deja de ser
yanqui. Puede decir de esto lo que Cicerón dice de la ciencia: Nobiscum peregrinatur.
Esta vulgaridad es el extremo opuesto del inglés. Éste,
por el contrario, se esfuerza siempre por ser noble en todas las cosas, y por
eso le parecen tan ridículos y antipáticos los yanquis. Son, propiamente hablando,
los plebeyos del mundo entero. Eso puede en parte depender de la constitución
republicana de su Estado, y en parte de que tienen su origen en una colonia
penitenciaria, o porque descienden de ciertas gentes que tenían razones para
huir de Europa.
El clima puede influir también en algo.
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Los judíos son, según dicen ellos, el pueblo elegido de
Dios. Es muy posible, pero difieren los gustos, pues no son mi pueblo elegido. Los
judíos son el pueblo elegido de su Dios, y su Dios es como pintiparado para tal
pueblo. Váyase lo uno por lo otro.
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Dios misericordioso, previendo en su omnisciencia que
su pueblo elegido sería disperso por el mundo entero, dio a todos sus miembros
un olor especial que les permitiera reconocerse y encontrarse en todas partes;
es el foetus judaicus.
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Las otras partes del mundo tienen monos.
Europa tiene franceses.
Esto nos compensa.
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Se ha echado en cara a los alemanes que tan pronto
imitan a los franceses como a los ingleses. Precisamente esto es lo más cuerdo
que podían hacer, porque reducidos a sus propios recursos, no tienen nada
sensato que ofrecernos.
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Ninguna prosa se lee con tanta facilidad y tan agradablemente
como la prosa francesa... El escritor francés encadena sus pensamientos con el
orden más lógico, y en general más natural, y los somete así sucesivamente a su
lector, quien puede apreciarlos con comodidad y consagrar a cada uno su
atención sin dividirla. El alemán, por el contrario, los entrelaza en un
período embrollado y archiembrollado, porque quiere decir seis cosas a la vez,
en lugar de presentar una después de otra.
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Los alemanes se distinguen de las demás naciones por su
negligencia en el estilo como en el vestir. El carácter nacional es responsable
de este doble desorden. Así como el abandono en el vestir manifiesta el poco
aprecio en que se tiene a la sociedad donde se acude, un mal estilo,
abandonado, descuidado, atestigua un desprecio ofensivo para el lector, que se
venga, con justo derecho, no leyéndolos.
Lo más regocijado de todo es ver a los críticos juzgar
las obras de otro, con su estilo desaseado de escritores a jornal. Esto produce
el efecto de un juez que se sentara en el tribunal con bata y chinelas.
El verdadero carácter nacional de los alemanes es la
pesadez. Salta a la vista en su paso, en su modo de ser y obrar, en su lengua,
relatos, discursos y escritos, en su manera de comprender y de pensar, pero
sobre todo en su estilo. Se conoce en el gusto que tienen de construir largos
períodos, pesados, confusos. La memoria se ve obligada a trabajar sola, con
paciencia, durante cinco minutos, para retener maquinalmente las palabras como
una lección que se le impone, hasta el momento en que al final del período se
aclara el sentido, toma impulso el entendimiento y se resuelve el enigma.
Sobresalen en este juego, y cuando pueden añadir preciosismo,
énfasis y un aire grave, lleno de afectación, entonces nadan en la alegría;
pero que el cielo dé paciencia al lector. Hacen especialísimo estudio para
hallar siempre las expresiones más indecisas y más impropias, de suerte que
todo aparece como entre brumas. Su objetivo parece ser el de colocar en cada
frase una puertecilla de escape, y luego darse aires de aparentar decir más de
lo que en realidad han pensado. En fin, son estúpidos y aburridos como gorros
de dormir. Y precisamente esto es lo que hace odiosa la manera de escribir de
los alemanes a todos los extranjeros, quienes no gustan de andar a tientas en
la obscuridad. Esto es, por lo contrario, entre nosotros, un gusto nacional.
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Lichtenberg cuenta más de cien expresiones alemanas que
sirven para indicar la embriaguez. No hay que asombrarse: desde los tiempos más
remotos, ¿no han sido famosos los alemanes por su borrachera? Pero lo
extraordinario es que en la lengua de esta nación alemana, renombrada en todos
por su honradez, se encuentran más expresiones que en ningún otro idioma para
indicar el engaño. Y la mayoría de ellas tienen un aire de triunfo, acaso
porque se considera la cosa como muy difícil.
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En previsión de mi muerte, hago esta confesión. Desprecio
a la nación alemana a causa de su necedad infinita, y me avergüenzo de
pertenecer a ella.
en El amor, las mujeres y la muerte, 1981
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