miércoles, enero 22, 2014

“La confesión de Johnny”, de Carlos María Domínguez





A Ramón Báez, que nadó con Tarzán y me contó esta historia


Es fácil ahora, reírse de Tarzán. Recordar al hombre que con una mona a la espalda y tomado de las ramas, le cepillaba los dientes a los cocodrilos. Lo conocimos en los libros, en las revistas, en el cine, junto a la sorprendida Jane y al elefante Tantor. Y cómo no admirarlo cuando desde lo alto de las matiné de cualquier sala de barrio, se arrojaba con los brazos abiertos, el pecho de león, y después acercaba las manos, giraba el torso y se clavaba en el río como una aguja en un vestido de seda. Ninguno dejó de imitar el llamado del hombre perdido en la selva, un grito que convertía en triunfo su soledad. Pero yo no puedo reírme de Tarzán y apenas soporto lo que dicen los diarios.

Él sabía que ese grito estaba más allá de lo que había sido imaginado sobre la tierra, para bien o para mal. Sé que lo intentó y casi lo puedo oír debajo de las risas de los muchachos de la barra, que festejan el absurdo y me piden que lo imite, como en los viejos tiempos. Porque yo nadé con Tarzán y ninguno de estos tipos, que son buenos hombres de trabajo y no le harían mal a nadie, volverán a escuchar ese grito de mi boca. Tenía diecinueve años y trabajaba en la estiba del puerto de Montevideo cuando me enteré que había llegado a entrenar nadadores en Rosario de Santa Fe, invitado por el General Perón. Me lo dijo un compadre de Carmelo, con el que cargábamos bolsas en los barcos como años atrás los camalotes de la orilla del río. Julio era veinte años más grande que yo en aquel tiempo, cuando el que no se animaba a cruzar al Delta era un mariquita. Los había visto irse con la corriente del Uruguay hacia la franja verde y extendida de la orilla argentina, montados arriba de los camalotes. Y los había visto regresar con la corriente de la tarde, en medio de alborotos y bromas. Pasaban el día en la isla de Doña Julia, comían frutos de los árboles y llegaban llenos de historias que el sol les tatuaba en las espaldas. Se burlaban, claro, de mi temor, y me lo tenía merecido. Porque hasta el día en que cumplí los cinco años nunca había querido acompañarlos. Desde entonces no conocí mayor felicidad que dejarme llevar por el agua corriente abajo, el cuerpo semihundido, atento al horizonte verde que se acercaba sin esfuerzo, como si lo fuera tirando de un piolín. Me hice nadador primero por orgullo y después por fidelidad a aquella barra de muchachos que Julio lideraba desde una ventaja que se redujo, luego de mi primer cruce, a los únicos dos años que se harían irreductibles. Años después competí en las doce millas del Palmar, y en las veinte de Carmelo, y en las treinta del Uruguay, convencido de ser el mejor fondista de la zona gracias a las medallas que gané y luego extravié no sé dónde. Me acuerdo del aliento de la gente, derramada por la orilla del río con sus fogones, reposeras y viandas, mientras yo pasaba sumergido, meta brazo y pierna y brazo, con la gorra calada y las gafas empañadas, la cabeza adentro y la cabeza afuera, como si le tomara fotografías con cada brazada. Había aprendido a escuchar los músculos dentro del agua, a buscar las corrientes más fuertes, a detener los calambres con un alfiler de gancho que nunca olvidaba. Cuando sentía el cimbronazo del ácido láctico en la pantorrilla me clavaba el alfiler con fuerza y durante los segundos que demoraba el ácido en mezclarse con el agua pensaba en Julio, o en la madre de Julio, porque la puteada era fenomenal, y agradecido por el secreto y el alivio, seguía río abajo con la destreza de un pez.

Entonces yo veía todas las películas de Tarzán y le estudiaba el estilo, la elegancia con la que se desplazaba por los ríos del África para enfrentar al enemigo o huir de muchas bestias salvajes, entre las que no faltaba el hombre. No las elegía por el argumento sino por la cantidad de veces que nadaba o se clavaba desde un acantilado, y más de una vez me hallé en medio de la sala iluminada, intentando retener sobre la pantalla en blanco los movimientos de Tarzán en el agua, mientras el viejo Lucanor barría los papeles de las golosinas regados por el cine. En aquel tiempo yo era joven, mi padre era una vago recuerdo en los ojos vencidos de mi madre y aprendía que un hombre no puede realizar todo lo que desea. La necesidad de trabajar era mi lección número uno. Pero cuando Julio, debajo de una bolsa de trigo, me dijo que Tarzán estaba en Rosario, se me cortó la respiración y el guinche de una grúa casi me atropella la cabeza. Hacer un bollito con el dinero, juntar una ropa y tomarme el ómnibus a Rosario fue una sola y nocturna decisión. Había que pagar para entrar en un curso de muchos aspirantes, en su mayoría nadadores argentinos y socios de un club pituco, con piletas y vestuarios que yo no había visto nunca. Pero hacían prácticas en el río Paraná y decidí esperar mi oportunidad. Una mañana lo vi aparecer rodeado de jóvenes, con un short de baño de color negro y una toalla roja sobre los hombros. En las películas, se sabe, todo se ve más grande, pero de cerca, Tarzán era impresionante. De estatura mediana, tirando a alto, sus espaldas medían el ancho de una puerta y sus brazos y piernas parecían remos de un barco que nunca había encallado. Me asombró verle las bolsas de los ojos hinchadas y varias canas mezcladas en el cabello, pero conservaba ese rulo negro y rebelde que volcado sobre la frente, anuncia la raza de los héroes. Apenas me miró por encima de las cabezas que lo rodeaban, me arrojé al agua y comencé a nadar. Fui hasta la mitad del río, volví, me tiré de nuevo y regresé mientras él daba instrucciones, ayudado por un asistente que le traducía las órdenes. Cuando por quinta vez llegué a la orilla me lo topé de frente, metido con las piernas en el agua. Me miraba de un modo extraño que no lograba descifrar y me decía algo en inglés. Lo que fuera que me dijera no lo podía entender porque de inglés yo sólo sabía decir “good morning”, pero me acerqué y él me puso una mano en el hombro antes de repetir aquello con sus labios grandes y duros. Debí quedar paralizado porque me zamarreó un poco y me señaló a los demás alumnos del grupo. Asentí y encogí los hombros porque a Tarzán no le iba a decir otra cosa que sí, y él dio media vuelta para regresar con su asistente, un petiso de vientre hinchado que se desconcertó al principio y después, de mala manera, me dijo que a Johnny le había gustado mi estilo y me invitaba a participar del entrenamiento, como su invitado especial.

Me temblaron las piernas y con un gesto que le vería repetir en los días siguientes, revolvió mis cabellos en todas direcciones, igual que un viento la cabellera de la jungla. Así pasé a formar parte del equipo, entre argentinos de modales y gustos que yo desconocía, alojado en las instalaciones del club durante los diez días que duró su visita. A la mañana siguiente, durante los ejercicios, explicó que el secreto de la largada estaba en mantenerse bajo el agua el mayor tiempo posible porque el cuerpo va más rápido sumergido que sobre la superficie, y puso a todo el mundo a trabajar en el río, a ensayar el envión de salida desde un pequeño muelle. Después me hizo un seña con la cabeza, desafiándome a nadar afuera, y nos fuimos río abajo por el centro del Paraná con un pamperito suave que daba de costado, algo retrasado yo, mientras intentaba dominar el ritmo de las brazadas y negar al cuerpo la emoción de nadar con Tarzán por un río marrón que mezclaba sus aguas en otros ríos y luego con el mar, donde yo iba a seguir nadando junto al rey de la jungla lejana y muda, de ese modo colmado en que llegan los silencios debajo del agua: el sonido del corazón, los pulmones, la respiración de todo lo que fue creado desde el origen de la naturaleza rota por el paso de dos cuerpos en la superficie ondulada y blanda, con un rumbo fijo e insondable. De pronto lo vi a la par, elegante como un delfín, desplazando una ola que abría un surco triangular y volvía a desaparecer. Comenzó a hacerme señas con la mano y a fuerza de insistir adiviné que me señalaba la orilla derecha, donde varias personas nos seguían con la mirada y otras corrían por la ribera. Al principio no entendí, o no quise entenderlo. Lo miré a los ojos y comprendí que me pedía que no lo pasara delante de la gente, que disminuyera el ritmo y me mantuviera un poco retrasado. En ese instante tuve ganas de seguir, de imaginar el momento en que contaría, orgulloso, que había derrotado a Tarzán. Pero había algo más en sus ojos, la resignación de un sueño enfrentado a una derrota más honda, y con más temor que piedad, lo dejé ir. Cuando llegamos a la playa me abrazó contra su pecho, me revolvió los cabellos y se quedó pensativo unos instantes. Supe que se le iban los ojos a otro tiempo, como si recordara algo y se descubriera en otro mundo que para él, estoy seguro, nombraba algo precioso de su juventud. Me di cuenta porque su mirada se volvió dulce, como la de un chiquilín. No fue fácil para mí aceptar que Tarzán era alemán y se llamaba con el impronunciable nombre de Johnny Weissmuller. Atento a lo que hablaban los demás, se me armó una tormenta en la cabeza.

Supe que Johnny había sido poliomielítico, y que los tratamientos lo condujeron al agua, donde la caja torácica, los brazos y los bíceps, cobraron una proporción que triunfó sobre la debilidad de sus piernas, hasta que también ellas se sumaron al orgullo de sobrevivir al miedo. Esa dificultad lo había convertido en Campeón Olímpico en los cien metros y acababa de filmar su última película como “Jim de la selva”. Después de años de hacer una película tras otra, Hollywood lo había echo a un lado y desde entonces hacía giras como entrenador para sobrevivir y pagarse el trago. Porque Tarzán le daba al whisky desde la mañana temprano y no hacía falta más que verlo por la noche tantear las paredes que lo llevaban a su casilla, algo apartada del resto de los pabellones donde nos alojábamos, con la mirada extraviada y las piernas mezcladas en una danza turca. Pero mi mayor sorpresa fue saber que le tenía alergia a los monos y nada odiaba más en la vida que a la mona “Chita”. Un bicho sarnoso, dijo en plena rueda de conversación, traducido por el asistente de vientre hinchado.

Sarnoso en el alma, agregó, responsable de metros y metros de celuloide tirados a la basura por sus caprichos insufribles, y de un sin fin de escenas riesgosas que le obligaba a repetir, en las que más de una vez estuvo por partirse el cráneo. También Jane repetía en la pantalla la mentira idílica de esa realidad bochornosa. Maureen O’ Sullivan odiaba a la mona. Y la mona los odiaba a los dos tomándose toda clase de venganzas. Desde los primeros días de entrenamiento, todos le pedían que repitiera el grito de Tarzán. Pero Johnny sonreía y callaba mientras negaba con la cabeza, acostumbrado a escuchar el insistente reclamo de un club a otro, a lo largo y ancho del mundo. Pedía a los alumnos que trataran de imitarlo y comenzaban los alaridos impotentes y las risas, en una cascada de fracasos que le hacían mucha gracia. Desde luego, yo lo había practicado no una vez sino cientos de veces y estaba orgulloso de mis resultados. Alentado por los demás, una noche colmé los pulmones de aire con la garganta apretada para dilatar y contraer el cuello, pero raspando el viento contra una sensación de angustia que entonces no identificaba y con los años aprendí a intuir, luego a temer, y por fin a respetar más allá de lo conocible. Algo nunca dicho más que por el rumor del agua contra el cuerpo del nadador sumergido, librado a la soledad de avanzar en medio de la marea y las olas, con un deseo irrenunciable. Cuando terminé los demás repitieron las burlas, pero Johnny no sonrió. Clavó sus ojos en mí y dijo que el grito de Tarzán no era humano, era una mezcla de gritos de animales, muy acústicos, fundidos con una voz humana en un estudio de grabación. Se hizo un silencio raro y comprendí o me pareció adivinar que la confesión de Tarzán, dicha así, como un servicio a la comunidad de los hombres, nos sacaba un peso de encima pero lo dejaba expuesto contra los ojos, como si tratara de escapar a una humillación que no merecía. Esa noche se fue a dormir temprano. Lo vimos cargar su botella de whisky de un modo lánguido que provocó las primeras burlas de los nadadores. Porque hasta entonces nadie se había atrevido a pronunciar lo que estaba en la cabeza de todos y necesitaba esa última confesión para derramarse: que Perón había traído a un borracho en plena decadencia alcohólica, cuando ya no valía nada, y no sólo era capaz de renegar de la ilusión que había creado en el público, abrazado a su mona Chita; ni siquiera era capaz de hacer el grito de Tarzán. “Yo no digo que lo saque igual”, dijo uno mientras nos acostábamos en el dormitorio. “Pero se forró de guita durante años, ¿me vas a decir que no podía aprender a imitarlo, viejo? ¿que alguna vez no lo intentó, aunque fuera para ver cómo le salía?” “Siempre pasa igual”, contestó otro. “Vienen a la Argentina cuando están en la ruina y doblaron la curva. Antes ni existíamos, éramos los negritos del sur, y después vienen a comer al pie, igual que éste. Con tal de morfarse un churrasco se bajan hasta el apellido. ¿A vos te parece que un deportista puede dar ese ejemplo, abrazado a una botella?” “¿Sabés qué pasa?” se metió un rubio de flequillo corto mientras se calzaba un pijama amarillo. “Tarzán no era El Rey de los Monos. Era el Rey de la Mona. De la mamúa.” Fue ahí, con la sangre en los ojos y la cabeza revuelta por un tifón de papelitos de caramelos y pantallas, que me levanté de un salto.

Fui hasta el rubio y lo acosté de una trompada. Se me echaron encima cuatro o cinco. “¡Qué hacés, Yoruba! ¡Todavía que te damos de comer venís a pegar! ¡Cabecita de mierda!” Se armó una gresca de mil demonios y quedé sepultado bajo una montaña de piñas, brazos y piernas, ardido hasta las orejas. Todavía forcejeábamos cuando se abrió la puerta y entró Tarzán con el rulo revuelto sobre la frente y una expresión que nos paralizó a todos. Tenía puesto el pantalón y el torso desnudo, la cara desacomodada por el whisky y la confusión, pero preparado para lanzarse sobre su presa. Aproveché la distracción para devolverle un trompazo al que me había mordido la oreja y apenas me di la vuelta sentí la mano de Johnny en el hombro, y después en el cuello, a punto de ahorcarme. Me sacudió con fuerza y me dijo que juntara mis cosas y me fuera, que no me había traído para que le causara problemas. Lo dijo en inglés, pero uno lo tradujo y me bastó mirarle la cara para saber que era cierto. Me sequé la sangre de la oreja y la nariz con la sábana, me vestí y junté mis cosas, mientras Tarzán me vigilaba, al lado, y los demás se callaban la boca. Cuando salimos volvió a gritarme que me rajara, mientras regresaba de nuevo a la casilla, eructaba y cerraba la puerta. Revolví el bolsito junto a la piscina, demorado en decidir lo que haría. Pero cómo iba a decirle nada si el gringo sólo hablaba inglés o alemán. Caminé hacia la puerta y después me volví, y dudé de nuevo. Yo no quería irme por nada del mundo, ahora que el mundo se perdía para mí y quizás, también para él. Me senté en la galería de su dormitorio, junto a la puerta, y me quedé hundido en la oscuridad, mientras oía la radio que Johnny tenía encendida. Pasé una hora así, en un limbo, entre tangos de Gardel, la Tita Merello, y después la puerta se abrió y Johnny se recostó sobre el marco con la botella en la mano, iluminado de atrás por la luz del velador. Una luz mortecina que le agrandaba la mandíbula alcanzaba con un rayo amarillo su ojo derecho, un ojo hecho para mirar la noche, una noche hecha para los dos, si no fuera porque los argentinos lo habían arruinado todo. No demoró en descubrirme en la oscuridad, pero volvió a mirar las estrellas y luego la piscina iluminada por unos focos blancos que daban al agua una transparencia glacial. Después se sentó o se dejó caer a mi lado, y comenzó a hablar y a tomar de la botella los últimos restos de whisky que le quedaban.

No sé lo que dijo, pero habló un largo rato con una duda que nacía del fondo del pecho abierto y tenso como un tambor, mientras yo le miraba los ojos, los movimientos de los labios y de su cara cuadrada, con la sensación de que repetía la pregunta inútil de un hombre perdido en su pasado con más nitidez que cualquier sonido y cualquier palabra. En cierto momento se llevó las manos a la boca y creí entender o acaso imaginé que hablaba del grito fantasma que le habían inventado y nunca pudo dar fuera de la ilusión de la pantalla; un grito vigoroso y débil, que había quedado en la memoria de la gente después de años de escucharlo, también él, como el resto, pero ya no podía desmentir sin una insoportable sensación de derrota. Esa noche dormí en un sillón de su cuarto y a la mañana siguiente me condujo de nuevo al grupo, se preocupó de hacerles notar que era su protegido y que nadie debía decir ni pío. Por eso ahora, cuando los diarios dicen que Johnny Weissmuller murió loco en un hospital de México, intentando dar el grito de Tarzán, no puedo entretener a los muchachos del café, como no pude esa vez, en el río, atreverme a pasarlo. Porque ambos sabíamos que ese grito no era humano, que nacía del fondo del pecho de una bestia imposible contra la que el hombre había aprendido a pararse sobre dos pies, y después a ser más fuerte que su músculo, y después a soñarse otro, y esa lucha nunca había terminado.







1997