El 10 de enero de 1961, moría casi secretamente en un
hospital neoyorquino Samuel Dashiell Hammett, autor de El halcón maltés y de un puñado de novelas y relatos que en su
momento, finales del primer tercio del siglo pasado, cambiaron la narrativa
criminal para bien y para siempre.
Más allá del hoy consolidado mito “progre” que rodea al
autor y a algunos de sus afortunados personajes –Sam Spade pasado por Bogart,
sobre todo–, la obra narrativa pura y dura de Hammett trasciende largamente el
género que eligió para revolucionar desde adentro en lo formal, y desde los
bordes, en su modo de circulación. Quiero decir: es más que el fundador de la
escuela “hard boiled” y de la llamada, por los franceses, novela negra.
Hammett es simplemente un notable escritor, a secas; y
en ciertos aspectos un caso excepcional, ya que produjo una obra de inusitada
calidad durante un breve y prolífico período –de 1927 hasta 1934–, pero que
antes de cumplir cuarenta años, cuando concluyó laboriosamente El hombre delgado, en medio del éxito y
del mucho dinero, estaba acabado. No lo advirtió en el momento, pero viviría
casi treinta años más sin poder volver a escribir.
Así, aquel último invierno del ’61 el flaco y siempre
elegante Dash tenía 65 años y venía de una larga década mala. Hacía tiempo que,
enfermo y sin recursos, vivía de prestado y de la ayuda de su amiga Lilian
Hellmann, compañera con la que compartió treinta años de pareja intermitente y
solidaria: de los años locos de Hollywood-Nueva York, con dinero, fiestas y
borracheras, a la serena melancolía de los últimos tiempos.
El mito de su entereza y lealtad a códigos que nunca
negoció tiene con qué sustentarse. Él, que se había alistado para combatir al
fascismo con 48 años y sirvió en las Aleutianas, fue perseguido y acusado
durante la Guerra Fría por el tristemente célebre senador McCarty & Co,
debido a su negativa a dar los nombres de los aportantes de fondos para pagar
las fianzas de los militantes comunistas detenidos durante la caza de brujas.
El texto taquigráfico de sus respuestas a la Comisión es un ejemplo de
coherencia y seca ironía. Declarado culpable, Hammett fue digna y coherentemente
a la cárcel por seis meses, a comienzos de los cincuenta.
Al salir, mientras intentaba volver infructuosamente a
la escritura por última vez, le embargaron –por impuestos impagos– los derechos
de autor de sus antiguas obras que aún se reeditaban, adaptaban al cine o a la
radio; además, y por razones ideológicas, lo ralearon de las bibliotecas.
Cuando murió, en aquel invierno a comienzos del ’61, ni El halcón maltés ni Cosecha
roja ni La llave de cristal ni La maldición de los Dain ni El hombre delgado estaban en las
librerías. Lo enterraron en Arlington y fue poca gente.
Escritor de medios populares, Hammett no fue un
narrador parejo ni excesivamente riguroso a la hora de publicar. Sin embargo,
algunos de sus textos, como La llave de
cristal y El halcón maltés, son
obras maestras absolutas que pertenecen a la mejor literatura del siglo.
Hammett –al decir de Raymond Chandler en ensayo famoso– no sólo sacó el crimen
del salón y lo puso en la calle sino que encontró un registro seco, referencial
y conductista con el que dio la palabra y describió los actos de personajes
reales en situaciones reales. Un laborioso trabajo de estilo que jamás mostró
sus costuras.
El efecto –dice Chandler– es que Hammett describió
escenas convencionales que “parecen escritas por primera vez”. El peso de los
hechos, la sequedad de los diálogos y la reticencia en cuanto a explicitar las
motivaciones dan a sus mejores textos cierto efecto de realidad del que decanta
la ambigüedad moral, cierto estoico escepticismo que no dice su nombre. Ni él
ni sus personajes juzgan ni predican. Exponen lo que ven y lo que hacen.
Hammett hablaba poco, pero siempre –desde que irrumpió en la literatura para
contar sus experiencias como ex detective de la agencia Pinkerton– pareció que
sabía de lo que hablaba. Y uno le cree.
Muchos de los que lo admiramos hemos escrito largamente
sobre distintos aspectos de su vida y de su obra. Enfermo crónico de tuberculosis
y prácticamente desahuciado a los veinticinco, se puso a escribir a
contrarreloj. Lo hizo y muy bien. Ganó muchísimo dinero y lo gastó sin cuidado
ni control. Alcohólico hasta los cincuenta años, mujeriego, ocasionalmente
violento, Hammett nunca fue un tipo cómodo. Ni siquiera, o sobre todo, para él
mismo. Anómalo marxista sin partido, sirvió a su patria en dos guerras y nunca
salió de los EE.UU. Sabía mucho y de todo, era culto en serio, pero no
soportaba la impostura.
Pocos momentos de la narrativa contemporánea tienen la
riqueza significativa de la historia de Mr Flitcraft, el cuento o anécdota que
Sam Spade le cuenta a la bella Brigid, sin motivo aparente, en un recodo de El halcón maltés. El capítulo final que
le dedica la cuidadosa autobiografía Pentimento,
de Lilian Hellmann, o el prólogo que escribió ella misma al recopilar a
principios de los setenta algunas de sus novelas breves son textos, si no
enteramente veraces, ejemplares. Y en lo interpretativo, nada mejor que la
introducción de Steven Marcus a los cuentos del Continental Op para desmenuzar la poética y la ética que sostienen
y constituyen la grandeza de sus mejores relatos.
Además, dejó una ciudad escenario –San Francisco en los
alrededores del crac del ’29– y cuatro personajes inolvidables, cuatro hombres
duros que han quedado para siempre en la historia y la memoria del género. Ninguno
es policía. Primero, el innominado agente de la Continental, el gordo, eficaz,
imperturbable detective asalariado que cuenta sus aventuras en primera persona
y al final rinde cuentas al Viejo, su burocrático jefe. Es el protagonista
excluyente de las magistrales Cosecha
roja y La maldición de los Dain,
y de un puñado de cuentos y novelas cortas de la primera época en la revista
Black Mask.
Después está Ned Baumont, que sólo aparece en la
memorable La llave de cristal,
guardaespaldas y hombre de confianza del gánster Paul Madvig. Su investigación
del crimen –en medio de una disputa electoral en la que influye directamente el
delito organizado– es producto de la lealtad al jefe, al que debe salvar de
culpa y cargo. La Justicia es otra cosa. Nunca Hammett alcanzó tan alto grado
de perfección formal ni llevó tan lejos la técnica dialogada de presentación.
Ned Beaumont es el arquetipo del personaje que se mueve en ese ambiente de
ambigüedad moral que no excluye ni la lealtad ni el amor.
El celebérrimo Sam Spade sólo protagonizó El halcón maltés y un par de cuentos sin
demasiada importancia. Es el clásico detective privado que trabaja por su
cuenta, tiene de socio al efímero Archer y a Effie Perine de secretaria.
Hammett no lo idealizó, le dio carnadura, cinismo y reservada sabiduría.
Pragmático, escéptico, portador de un código personal que no le impide andar
con la mujer de su socio y acostarse con la misma cliente a la que finalmente
entregará, Spade es insensible y eficaz, el duro por antonomasia que sabe cómo
tratar a esa comparsa de malvados y desdichados. Sólo Effie lo conoce a fondo,
y le da miedo.
El último detective de Hammett, el atildado y mundano
Nick Charles, protagonista de El hombre
delgado, está recién retirado, en pareja con Nora y de paso por Nueva York
cuando el problema lo alcanza. Así, en tono de comedia de enredos, se pasa la
novela bebiendo cócteles y hablando por teléfono mientras resuelve el caso del
inhallable thin man al estilo del
detective amateur del policial clásico. Si Bogart fue Spade, el blando Dick
Powell fue Charles. El detective amateur, famoso y adinerado paseando por
Manhattan cierra la parábola abierta por el anónimo laburante a sueldo que se
revolcaba a los tiros en los arrabales de San Francisco.
Después del Gordo, Spade, Beaumont y Nick, sólo cabía
el silencio. Y así fue.
en Página 12, 10 de enero de 2011
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