Gregory Corso, la flor de la Generación Beat, se ha ido. Fue arrancado para adornar el jardín de Papi y todos en el cielo están magníficamente entretenidos.
La primera vez que me encontré con Gregory fue hace mucho tiempo, enfrente del Hotel Chelsea. Tenía el sobretodo colgando y los pantalones caídos, y vociferaba palabrotas latinas.
Viendo mi cara de asombro, se río y dijo: “No te estoy mostrando el culo a ti, dulzura, estoy mostrándoselo al mundo.” Me acuerdo que pensé qué suerte tenía el mundo de poder contemplar a un verdadero poeta con el culo al aire.
Y él lo era. Todos los que recuerdan anécdotas, reales o embellecidas, acerca de las legendarias travesuras y las caóticas indiscreciones de Gregory, seguramente recordarán también su belleza, compasión y generosidad. Él se fijo amablemente en mí a principio de los 70, quizás porque el lugar donde yo vivía se parecía al suyo, terriblemente desordenado (pilas de papeles, libros, zapatos viejos, pis en tazas…).
Fuimos compañeros nocivos, cómplices en el crimen durante lecturas particularmente aburridas en St. Mark’s. A pesar de tener criterios similares, Gregory un día me aconsejó que focalizara más en mis irreverentes escritos y les exigiera más a esos que se sentaban delante nuestro autodenominándose poetas.
No hay duda de que Gregory era un poeta. La poesía era su ideología, los poetas sus santos. Una vez fue llamado y lo supo. Quizás su único dilema era a veces preguntar “¿Por qué? ¿Por qué él?”. Nació en New York el 26 de marzo de 1930. Su joven madre lo abandonó. De chico pasó de hogares adoptivos a reformatorios, y de allí, a prisión. Apenas tuvo educación, pero fue un autodidacta sin límites. Estudió a los griegos, a los románticos y fue acogido por los Beats, que pusieron hojas de laurel sobre sus cabellos negros revueltos. Bautizado por Kerouac como Raphael Urso, fue su motivo de orgullo, y a menudo su consciencia más provocativa.
Nos dejó dos legados: el corpus de una obra que trascenderá por su belleza, disciplina y energía; y sus cualidades humanas. Era mitad Pete Rose, mitad Percy Shelley. Podía ser explosivo, rebelde, peleador, desafiante, y de a ratos puro como un niño, humilde y compasivo. Estaba siempre disculpándose, deseando compartir sus conocimientos, abierto a aprender. Recuerdo haberlo visto sentado al lado de la cama mientras Ginsberg moría. “Allen está enseñándome a morir”, dijo.
El verano pasado, sus amigos se reunieron para despedirlo. Nos sentamos en silencio junto a su cama. La noche estaba cargada de extrañas coincidencias. Una hija que no conocía. Un padrino llegado de lejos. Un joven poeta a sus pies. La pantalla sin sonido proyectaba Pull my Daisy, la película de Robert Frank. Fotos instantáneas de Allen pegadas en la pared. El cuarto más modesto apropiado por Gregory y toda su gloria andrajosa. Tantos sueños marcados con quemaduras de cigarrillos. Se estaba muriendo. Todos dijimos adiós.
Pero Gregory, quizás percibiendo la devoción que lo rodeaba, fue partícipe de un verdadero milagro católico. Se levantó. Se alejó lo suficiente para que pudiéramos oír su voz, su carcajada y unas pocas obscenidades. Escribimos poemas para él, le cantamos, miramos fútbol, lo escuchamos recitar a Blake. Estuvo aquí lo suficiente como para viajar a Minneapolis, reunirse con su hija, ser un rey entre los niños, ver otro otoño, otro invierno, otro siglo. Allen le enseñó a morir. Gregory nos recordó como vivir y acarició la vida antes de dejarnos un segundo tiempo.
Al final de sus días, todavía sufría del tormento de un joven poeta: el deseo de alcanzar la perfección. En la muerte, como en el arte, la alcanzó.
La fresca luz estaba cayendo. Los muchachos del camino lo guiaron. Pero antes de ascender y convertirse en una especie de estampita luminosa sagrada, Gregory se arregla el sobretodo, deja caer sus pantalones y como aquella vez que mostró el culo, grita: “¡Hey, man, besa mi margarita!”
Ah, Gregory, los años y los pétalos vuelan…
Nos amó. No nos amó. Nos amó…
24 de enero, 2001
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