Al enfilar la
cincuentena, no me sentí, como les pasa a muchos alumnos, frustrado por el
hecho de que mi escritura no fuera «creativa»*.
Nunca he entendido
por qué a Homero se le considera un escritor creativo y a Platón no. ¿Por qué
un mal poeta es un escritor creativo y un buen ensayista científico no lo es?
En francés existe
una distinción entre un écrivain
—alguien que produce textos «creativos», como, por ejemplo, un novelista o un
poeta— y un écrivant: alguien que
registra datos, como un empleado de banco o un policía que prepara el informe
de un caso criminal. Pero ¿qué tipo de escritor es un filósofo? Podría decirse
que un filósofo es un escritor profesional cuyos textos son susceptibles de ser
resumidos o traducidos a otras palabras sin perder todo su significado,
mientras que los textos de los escritores creativos no pueden ser completamente
traducidos o parafraseados. Pero, aunque es ciertamente difícil traducir poesía
y novelas, el noventa por ciento de los lectores del mundo ha leído Guerra y paz o el Quijote en traducción, y pienso que un Tolstói traducido es más
fiel al original que cualquier traducción inglesa de Heidegger o Lacan. ¿Es
Lacan más «creativo» que Cervantes?
La diferencia no
puede expresarse ni siquiera en términos de la función social de un texto
determinado. Los textos de Galileo poseen ciertamente un calado filosófico y
científico de primer orden, pero en las universidades italianas se estudian
como muestras de refinada escritura creativa, como obras maestras de estilo.
Imagine que es
usted un bibliotecario y decide colocar los llamados textos creativos en la
Sala A y los llamados textos científicos en la Sala B. ¿Pondría los ensayos de
Einstein junto con las cartas de Edison a sus mecenas, y «Oh, Susanna!» con Hamlet?
Se ha sugerido que
los escritores «no creativos» como Linneo y Darwin quisieron transmitir
información verdadera sobre ballenas o monos. En cambio, cuando Melville
escribe sobre una ballena blanca, o cuando Burroughs habla de Tarzán de los
Monos, solo fingen manifestar la verdad, porque en realidad inventaron ballenas
y monos inexistentes sin tener ningún interés por los de verdad. ¿Podemos
afirmar sin asomo de duda que Melville, al contar la historia de una ballena
inexistente, no tenía intención de decir nada verdadero sobre la vida y la
muerte, o sobre el orgullo humano y la obstinación?
Resulta
problemático definir como «creativo» a un escritor que simplemente nos cuenta
cosas que contradicen hechos objetivos. Ptomoleo dijo una cosa falsa sobre el
movimiento de la Tierra. ¿Deberíamos considerarle pues más creativo que Kepler?
La diferencia
reside más bien en las formas opuestas en que los escritores pueden reaccionar
a interpretaciones de sus textos. Si yo le digo a un filósofo, a un científico,
a un crítico de arte: «Has escrito esto y aquello», el autor siempre puede
replicar: «No has entendido mi texto. Decía exactamente lo contrario». Pero si
un crítico ofrece una interpretación marxista de En busca del tiempo perdido, diciendo que en el cénit de la crisis
de la burguesía decadente, la entrega total al reino de la memoria aisló
necesariamente al artista de la sociedad, Proust seguramente estaría
descontento con esa interpretación, pero tendría dificultades para refutarla.
Como veremos más
adelante en otra clase, los escritores creativos —como lectores razonables de
su propia obra— tienen ciertamente el derecho a desafiar una interpretación
descabellada. Pero en general, tienen que respetar a sus lectores, ya que, por
decirlo así, han lanzado su texto al mundo como un mensaje en una botella.
Después de publicar
un texto sobre semiótica, me dedico o bien a reconocer que me he equivocado, o
bien a demostrar que quienes no lo han entendido de la manera que yo pretendía
lo han leído mal. En cambio, después de publicar una novela, siento en
principio un deber moral de no desafiar las interpretaciones que hace de ella
la gente (y de no alentar ninguna interpretación).
Esto sucede —y aquí
podemos identificar la verdadera diferencia entre la escritura creativa y la
científica— porque en un ensayo teórico, normalmente uno pretende demostrar una
tesis determinada o dar una respuesta a un problema concreto, mientras que en
un poema o en una novela, lo que uno pretende es representar la vida con todas
sus contradicciones. Poner en escena una serie de contradicciones, haciéndolas
evidentes y conmovedoras. Los escritores creativos piden a sus lectores que
traten de encontrar una solución; no ofrecen una fórmula precisa (excepto en el
caso de los escritores cursis y sentimentales, que lo que pretenden ofrecer son
consuelos vulgares). Por este motivo, en las charlas que ofrecí sobre mi recién
publicada primera novela, decía que, a veces, un novelista puede decir cosas
que no puede decir un filósofo.
Así que, hasta
1978, me sentí completamente realizado como filósofo y semiótico. Una vez
escribí incluso —con un toque de arrogancia platónica— que veía a los poetas, y
a los artistas en general, como prisioneros de sus propias mentiras, imitadores
de imitaciones, mientras que como filósofo, yo tenía acceso al verdadero mundo
platónico de las ideas.
Podría decirse que,
creatividad aparte, muchos eruditos han sentido el impulso de contar historias
y han lamentado ser incapaces de lograrlo, y que por eso los cajones de
escritorio de muchos profesores universitarios están llenos de novelas malas
inéditas. Pero con el paso de los años, yo pude satisfacer mi pasión secreta
por la narrativa de dos formas distintas: primero, recurriendo a la narrativa
oral, contando cuentos a mis hijos (de forma que me quedé desorientado cuando
crecieron y pasaron de los cuentos de hadas a la música rock) y en segundo
lugar, dando un tono narrativo a cada ensayo crítico.
Cuando presenté mi
tesis doctoral sobre la estética de Tomás de Aquino —un tema muy controvertido,
ya que en esa época los estudiosos creían que no había reflexiones estéticas en
el inmenso corpus de su obra—, uno de los examinadores me acusó de una especie
de «falacia narrativa». Dijo que un estudioso maduro, cuando se pone a
investigar algo, avanza a base de pruebas y errores, proponiendo y rechazando
diferentes hipótesis, pero que al final de ese proceso, se suponía que estas
dudas estarían resueltas y el estudioso debería presentar solamente las
conclusiones. Por el contrario —dijo—, yo presentaba la historia de mis
indagaciones como si fuera una novela de detectives. La objeción llegó de forma
amable, y el examinador me sugirió la idea fundamental de que todo hallazgo en
el transcurso de la investigación debe ser «narrado» de esta forma. Todo libro
científico debe ser una especie de historia policíaca, el relato de la búsqueda
de algún Santo Grial. Y creo que eso es lo que he hecho desde entonces en todas
mis obras académicas.
* A finales de los
años cincuenta y principios de los sesenta, escribí varias parodias y otras
obras en prosa —ahora recogidas en el volumen Diario mínimo, Barcelona, Edicions 62, 1988. Pero las consideré más
bien divertissements.
en Confesiones de un joven novelista, 2011
1 comentario:
gracias por el texto. Umberto Eco siempre es muy agudo.
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