Por aquellos años, las Navidades se parecían tanto unas a otras en aquel remoto pueblo pesquero, Navidades carentes de todo sonido excepto del murmullo de voces distantes que sigo oyendo algunas veces antes de dormir, que nunca consigo recordar si estuvo nevando durante seis días con sus noches cuando yo tenía doce años, o si nevó durante doce noches y doce días cuando tenía seis.
Las Navidades fluyen como una luna fría e inquietante que avanzara por el cielo que aboveda nuestra calle de camino al traicionero mar; y se detienen en el borde de las olas de aristas glaciales —verdaderos congeladores de peces—, y yo hundo las manos en la nieve y desentierro cualquier cosa que pueda encontrar. Me veo sepultando la mano en ese festivo montón, blanco como la lana y con forma de campana con lengua, que descansa al borde de un mar que entona villancicos, y me vienen a la mente la Sra. Prothero y los bomberos.
Todo sucedió una tarde de Nochebuena; me encontraba en el jardín de la Sra. Prothero con su hijo Jim esperando a que aparecieran los gatos. Estaba nevando. Siempre nevaba en Navidad. Diciembre, en mis recuerdos, era blanco como Laponia aunque sin renos. Pero sí había gatos. Con las manos envueltas en calcetines, pacientes, heladas y con callos, esperábamos a los felinos para tirarles bolas de nieve. Lustrosos y grandes como jaguares, con unos bigotes horribles, salivando y gruñendo, se deslizarían sobre los blancos muros del jardín trasero avanzando furtivamente, mientras Jim y yo, cazadores de ojos de lince, tramperos vestidos con gorro de piel y zapatos mocasines procedentes de la bahía del Hudson, allende Mumbles Road, apuntaríamos al verde de sus ojos y les tiraríamos las bolas.
Los gatos eran muy listos y no aparecían nunca. Nosotros, cual tiradores árticos calzados como esquimales, estábamos tan quietos en el silencio amortiguado de las nieves eternas —eternas del miércoles anterior— que ni siquiera oímos el primer grito de la Sra. Prothero, que surgió de su iglú al fondo del jardín. O, si lo oímos lo confundimos con la lejana provocación de nuestro enemigo y presa, el gato polar del vecino. Sin embargo, el tono de voz aumentó rápidamente.
—¡Fuego! —gritó la Sra. Prothero mientras golpeaba el gong que se usaba para avisar cuando la cena estaba lista.
Salimos corriendo hacia la casa atravesando el jardín con las bolas de nieve en los brazos; efectivamente, salía humo del comedor. La Sra. Prothero anunciaba la ruina como los pregoneros de Pompeya y el gong seguía resonando. Esto era mejor que todos los gatos de Gales dispuestos en fila sobre el muro. De un salto, entramos en la casa cargados con las bolas de nieve y nos paramos ante la puerta de la habitación, que permanecía abierta; el cuarto estaba lleno de humo.
Verdaderamente, algo se estaba quemando; quizá fuera el Sr. Prothero, que tenía la costumbre de echarse allí una cabezada con un periódico sobre la cara después de comer. Pero no; él estaba en medio de la habitación exclamando «¡Qué Navidades tan buenas!» mientras aventaba el humo con una zapatilla.
—Llamen a los bomberos —gritaba la Sra. Prothero mientras golpeaba el gong.
—No van a estar —decía el Sr. Prothero—. Es Navidad.
Las llamas no se veían; sólo había nubes de humo, y en medio de éstas se encontraba el Sr. Prothero de pie agitando su zapatilla como si fuera el director de la orquesta.
—Hagan algo —dijo. En ese mismo instante, lanzamos todas las bolas de nieve hacia el humo —yo creo que no le acertamos al Sr. Prothero— y salimos corriendo de la casa en dirección a la cabina de teléfono.
—Vamos a llamar también a la policía —dijo Jim.
—Y a la ambulancia.
—Y a Ernie Jenkins; a él le gustan los fuegos.
Pero sólo llamamos a los bomberos, que llegaron poco después en su camión. Aparecieron tres hombres altos con sus cascos puestos y metieron una manguera en la casa. El Sr. Prothero salió justo a tiempo, antes de que abrieran el grifo. Posiblemente nadie haya vivido una Nochebuena con tantos avatares.
Y después de que los bomberos, que aún permanecían en la habitación mojada y humeante, cerraran la manguera, la tía de Jim, la Srta. Prothero, bajó las escaleras y les miró fijamente; Jim y yo esperábamos entretanto, muy quietos, para oír qué les decía. Ella siempre tenía la frase adecuada. Se quedó mirando a los tres bomberos, que estaban ahí de pie tan altos y con sus cascos brillantes en medio del humo y de las cenizas, y de las bolas de nieve que empezaban a derretirse, y dijo:
—¿Les gustaría leer algo?
Hace muchos, muchos años, cuando yo era un crío, cuando había lobos en Gales y los pájaros del color de las enaguas de franela roja se marchaban a toda prisa sobrevolando las colinas con forma de arpa, cuando cantábamos y nos revolcábamos toda la noche y todo el día en cuevas que olían como las tardes de los domingos en los fríos y húmedos salones de las casas de campo, y perseguíamos con las quijadas de los diáconos a los ingleses y a los osos, antes del motor de explosión, antes de la rueda, de las yeguas con cara de duquesa, cuando montábamos a caballo sin silla por las suaves y alegres colinas, entonces nevaba sin cesar. Pero aquí aparece un niño que va diciendo: «El año pasado también nevó. Hice un muñeco de nieve y mi hermano lo tiró y yo tiré a mi hermano, y después nos dieron la comida».
—Ahora bien, aquélla no era la misma nieve, creo yo. Nuestra nieve no sólo caía a cubos del cielo, sino que cubría el suelo como con un chal y flotaba, y se acumulaba en los brazos, las manos y el cuerpo de los árboles; la nieve crecía de la noche a la mañana sobre los tejados de las casas como un musgo puro y viejo; cubría minuciosamente los muros como hace la hiedra, y se depositaba como una muda y entumecida tormenta de blancos pedazos de postales navideñas sobre el cartero que abría la verja.
—¿Había también carteros?
—Con los ojos lacrimosos, las narices como cerezas a causa del viento, y unos mitones puestos, caminaban hasta las puertas sobre sus anchos y congelados pies. Y la nieve crujía a su paso. Entonces, llamaban con unos modos muy varoniles. Pero todo lo que los niños oían era el sonido de las campanas.
—¿Quieres decir que cuando el cartero llamaba a la puerta, toc-toc, sonaban las campanas?
—Quiero decir que las campanas que los niños oían sonaban en su interior.
—Yo sólo oía truenos algunas veces, pero nunca campanas.
—También sonaban las campanas de la iglesia.
—¿En su interior?
—No, no, no; me refiero al campanario, que, aunque era negro como un murciélago, estaba teñido de blanco por la nieve, y en él repicaban obispos y cigüeñas. Y anunciaban sus noticias por el vendado pueblo, por la congelada espuma de las colinas de polvo y de helado, por el crepitante mar. Era como si en Navidad todas las iglesias retumbaran de júbilo bajo mi ventana, como si las veletas con forma de gallo cacarearan sobre nuestra valla.
—Pero, vuelve a los carteros.
—No eran más que simples carteros, encantados con sus caminatas, con los perros, con las Navidades, con la nieve. Llamaban a las puertas con los nudillos morados…
—La nuestra tiene una aldaba negra.
—Y después se quedaban sobre la alfombra blanca que daba la bienvenida en los diminutos porches; respiraban con fuerza y resoplaban, formando fantasmas con su aliento, y pasaban de un pie a otro dando saltitos, como los niños que quieren salir.
—¿Y entonces, los regalos?
—Y entonces, los regalos, llegaban después del aguinaldo. Y el cartero, aterido, con la nariz colorada y en forma de botón, bajaba haciendo eses por el camino de la congelada y rutilante colina por el que nosotros nos deslizábamos encima de una bandeja de té. Iba con las botas llenas de hielo, como un hombre con zuecos de pescadero. Sacudía su bolso como si fuera la joroba de un camello congelado, vertiginosamente doblaba en la esquina sobre un pie con gran rapidez, y cuando te dabas cuenta —¡Dios mío!— había desaparecido.
—Vuelve a los regalos.
—Estaban los regalos útiles: tapabocas de los antiguos tiempos de los carruajes, mitones hechos para perezosos gigantes; bufandas de cebra fabricadas con un material como la goma sedosa que se estiraban hasta las polainas, deslumbrantes boinas escocesas hechas de varias telas como las fundas de las teteras, y gorros de disfraz de conejo y pasamontañas para las víctimas de las tribus reductoras de cabezas; las tías, que siempre usaban prendas de punto en contacto directo con la piel, dejaban ásperos chalecos de lana con pelo; y entonces te preguntabas cómo les podía quedar a ellas piel alguna; y una vez me encontré un morral de los de los caballos hecho a crochet por una de mis tías, la cual, desafortunadamente, no volvió a relinchar entre nosotros. Y libros sin dibujos sobre los que los pequeños, a pesar de estar avisados con «eso no se hace», patinarían en el estanque del granjero Giles; de hecho un día lo hicieron y terminaron hundiéndose; y libros que contaban todo sobre la avispa, excepto el porqué.
—Sigue ahora con los regalos inútiles.
—Bolsas con muñequitos de gomita húmeda de muchos colores y una bandera doblada y una nariz falsa y una capucha de conductor de tranvía y una máquina que picaba billetes y tocaba una campana; nunca una honda; una vez, debido a un error que nadie pudo explicar, un hacha pequeña; y un pato de goma que, cuando lo apretabas, emitía un sonido que no parecía el de un pato, sino más bien un «muu» que más se asimilaba al maullido que podría emitir un gato ambicioso, deseoso de convertirse en vaca; y un cuaderno de dibujo en el que podía pintar la hierba o los árboles o el mar o los animales del color que se me antojara; y las ovejas azul cielo brillante siguen rumiando inalterables en un campo bermellón bajo unos pájaros amarillentos que tienen el pico de los colores del arcoíris. Caramelos duros y blandos de toffee, de dulce de leche y variados, caramelos crujientes, de menta, galletitas, helados, mazapán y dulce de café con leche galés para los galeses. Y tropas de brillantes soldados de lata que, si bien no podían luchar, podían correr perfectamente. Y juegos de mesa. Y sencillos mecanos para ingenieros en potencia, con todas las instrucciones. ¡Sí! ¡Serían sencillos para Leonardo! Y un silbato para que ladren los perros y despierten al anciano de la puerta de al lado, que entonces comienza a golpear con el bastón en su pared y termina tirando el cuadro de la nuestra. Y una cajetilla de cigarros: te ponías uno en la boca y te quedabas en una esquina de la calle esperando en vano, durante horas, a que una anciana te regañara por fumar, momento en el cual le dabas un bocado con una sonrisita. Y después venía el desayuno bajo los globos.
—¿Y venían tus tíos, como pasa en casa?
—En Navidades siempre venían algunos tíos. Siempre los mismos. Y todas las mañanas, por Navidad, con el silbato de molestar a los perros y los cigarros de azúcar, yo escudriñaba la tapizada ciudad buscando las noticias del mundo en miniatura, y siempre encontraba algún pájaro muerto al lado de la oficina de Correos o junto a los columpios abandonados y teñidos de blanco; quizá un petirrojo con todos sus brillos apagados menos uno. Hombres y mujeres volvían de misa abriéndose camino con palas entre la nieve, con las narices coloradas como si hubieran salido de la taberna y con las mejillas curtidas por el viento; se apiñaban, todos albinos, juntando sus compactas y discordantes plumas negras para hacer frente a la nieve hostil. El muérdago colgaba de las abrazaderas del gas en todos los salones; junto a las cucharillas de postre había jerez y nueces y botellas de cerveza y galletas crujientes; y los gatos, con sus abrigos de piel, observaban el fuego; y el rescoldo, acumulado en un gran montón, lanzaba chispas; todo estaba listo para las castañas y los atizadores calientes. Algunos de los hombres, los más obesos, tíos míos casi sin ninguna duda, se sentaban en los salones, se quitaban los cuellos de las camisas y saboreaban sus nuevos puros sujetándolos pensativos con el brazo estirado, se los llevaban de nuevo a la boca, tosían un poco, y volvían a sujetarlos otra vez como esperando a que explotaran; y algunas de las tías, las más enjutas, a quienes echaban de la cocina o de cualquier sitio que tuviera que ver con la comida, se sentaban en el mismo borde de la silla, muy dignas y tiesas, con miedo a romperse, como las copas y las salseras desgastadas.
No había muchos que se atrevieran aquellas mañanas a caminar por las calles llenas de montones de nieve: había un anciano que, siempre con un sombrero hongo beige y guantes amarillos y, en esta época del año, con polainas para la nieve, daba siempre un paseo hasta el blanco campo de bolos a buen ritmo, ida y vuelta, y lo hacía tanto con lluvia como a pleno calor, fuera el día de Navidad o el del juicio final; alguna vez vi a dos jóvenes lozanos, con sendas pipas, grandes y candentes, sin abrigos y con las bufandas al viento, que paseaban despacio y sin hablar hasta el desamparado mar para abrir el apetito, para airear los malos humos, quién sabe, o con la intención de meterse en las olas hasta que no quedara nada de ellos salvo las dos espirales de humo de sus inextinguibles pipas. Entonces me marché a casa rápidamente, y los aromas a salsas de cenas ajenas, el olor a ave, a coñac, a pudín y a carne picada comenzaron a llegar serpenteantes hasta mis orificios nasales, cuando de un montón de nieve que había a un lado de la carretera salió un chico, que era mi viva imagen; llevaba un cigarro con la punta rosa y le quedaban restos de un ojo morado. Arrogante como un ave pequeña, me miró de reojo.
Me pareció tan odioso, tanto por su aspecto como por los sonidos que emitía, que estuve a punto de ponerme en la boca mi silbato para perros y borrarle de la faz de la Navidad, cuando de repente, guiñando su ojo amoratado, introdujo en la boca su silbato y sopló de una manera tan estridente, tan alto, tan exquisitamente alto, que sin duda a lo largo de toda la nevada calle por la que retumbó aquel sonido, las caras voraces se asomaron a las ventanas profusamente adornadas, pegándose contra los cristales con sus cachetes llenos de ganso.
Para cenar había pavo y pudín flambeado, y después de la cena los tíos se sentaron junto al fuego, se desabrocharon los botones, colocaron sus grandes y sudorosas manos sobre las cadenas de los relojes, refunfuñaron un rato y se quedaron dormidos. Madres, tías y hermanas correteaban de aquí para allá, llevando las soperas. La tía Bessie, a la que ya había asustado dos veces con un ratón de cuerda, gimoteaba junto al aparador mientras se bebía un vino de saúco. El perro estaba vomitando. La tía Dosie se tuvo que tomar tres aspirinas, y la tía Hannah, a la que le gustaba el oporto, permanecía en medio del patio trasero, inaccesible por la nieve, cantando como un zorzal de gran pechera. Yo inflaba los globos para comprobar lo grandes que podían llegar a ser; y cuando estallaban —cosa que hacían uno tras otro—, los tíos daban un bote y murmuraban. Aquella tarde, abundante y pesada, mientras los tíos resoplaban como ballenatos y la nieve seguía cayendo, yo me senté entre festones y lámparas chinas mordisqueando unos dátiles, tratando de hacer el prototipo de una fragata, siguiendo las instrucciones para ingenieros en potencia, pero terminé por construir algo que podía confundirse con un tranvía marino.
Otras veces salía rechinando con mis brillantes botas nuevas al mundo de las nieves. Continuaba hasta la colina que había junto al mar, buscaba a Jim y a Dan y a Jack, y caminábamos en silencio a través de las calles tranquilas, dejando unas grandes y profundas huellas sobre las ocultas aceras.
—Apuesto algo a que la gente cree que han pasado unos hipopótamos.
—¿Qué harías si vieras un hipopótamo bajando por nuestra calle?
—Haría esto: ¡pam! Le arrojaría sobre los rieles y le echaría rodando colina abajo para después hacerle cosquillas debajo de la oreja; él menearía la cola.
—¿Qué harías si vieras dos hipopótamos?
Cuando pasamos por la casa del Sr. Daniel vimos a los hipopótamos con los costados de hierro que se dirigían hacia nosotros bramando, golpeándose y rechinando por la nieve resbaladiza.
—Dejémosle al Sr. Daniel una bola de nieve en su buzón.
—Mejor escribamos algo en la nieve.
—Escribamos: «El Sr. Daniel se parece a un Spaniel corriendo por su pradera».
Otras veces, caminábamos por el litoral nevado.
—¿Los peces podrán ver que está nevando?
El cielo, silencioso y encapotado, se deslizaba suavemente hasta el mar.
Ahora nos habíamos convertido en unos viajeros cegados por el reflejo de la nieve, perdidos en medio de las colinas del norte, cuando vimos a unos perros inmensos con papada y un barril colgando del cuello que venían hacia nosotros despacio, en desorden, recitando «Excelsior»[1] entre ladridos. Volvimos a casa por unas calles solitarias en las que solo había algunos chicos manoseando con sus dedos rojos y desnudos la nieve repleta de rodaduras; nos silbaron pero, mientras caminábamos con esfuerzo colina arriba, sus voces fueron desapareciendo entre los graznidos de los pájaros del puerto y las sirenas de los barcos que estaban en medio de la erizada bahía. Y después, a la hora del té, los tíos se mostraban alegres; y en el centro de la mesa aparecía la tarta glaseada como una lápida de mármol. La tía Hannah echaba ron al té, por aquello de que una vez al año no hace daño.
Desempolvemos ahora las increíbles historias que contábamos junto al fuego mientras la luz de gas burbujeaba como un buceador. Los fantasmas ululaban como los búhos en aquellas largas noches en las que no me atrevía ni a mirar sobre mi hombro; los animales se ocultaban en los chiribitiles que había debajo de la escalera y el contador del gas avanzaba, tic-tic-tic. Y recuerdo una vez que fuimos a cantar villancicos, en la que no asomaba ni una rodajita de luna que alumbrara las calles vacías. Al final de una carretera muy larga, había un camino que llevaba a una casa enorme, y aquella noche nos tropezamos con la oscuridad del camino, todos aterrados, todos con una piedra en la mano por si acaso, todos demasiado orgullosos para decir ni una sola palabra. El viento soplaba a través de los árboles y hacía ruidos como los de los abominables hombres primitivos que resuellan en las cavernas, con sus patas posiblemente palmeadas. Alcanzamos la casa. Era una mole negra.
—¿Qué vamos a cantarles? ¿«Hark the Herald»?
—No —dijo Jack—. Mejor, «Good King Wenceslas». A las tres.
Una, dos y tres, y comenzamos a cantar; nuestras voces sonaban alto y aparentemente distantes en la oscuridad tapizada por la nieve, alrededor de aquella casa habitada por alguien a quien no conocíamos. Nos mantuvimos juntos, los unos pegados a los otros, cerca de la lóbrega puerta.
«Good King Wencelas looked out
On the Feast of Stephen…»[2]
Y después, una vocecita seca, como la de alguien que no ha hablado durante mucho tiempo, se unió a nosotros; una voz susurrante, áspera y discordante, que sonó desde el otro lado de la puerta; una voz baja y desapacible que surgió de la cerradura.
Y cuando paramos de correr estábamos ya enfrente de nuestra casa; el salón estaba precioso; los globos flotaban bajo las botellas de agua caliente de las lámparas de carburo; todo estaba en orden de nuevo y la ciudad relucía.
—A lo mejor era un fantasma —dijo Jim.
—A lo mejor era un trol —dijo Dan, que siempre estaba leyendo.
—Vamos adentro a comprobar si queda algo de gelatina —dijo Jack. Y eso fue lo que hicimos.
En la noche de Navidad siempre sonaba algo de música. Un tío tocaba el violín, un primo cantaba «Cherry Ripe», y otro tío «Drake's Drum». En nuestra pequeña casa hacía mucho calor. La tía Hannah, que se había pasado al vino de chirivías, cantó una canción sobre los corazones heridos y la muerte, y después otra en la que decía que su corazón era como el nido de un pájaro; y después todos volvieron a reír; y después yo me fui a la cama. Mirando a través de la ventana de mí dormitorio la luz de la luna y la nieve interminable del color del humo, pude ver las luces de las ventanas de las otras casas que había en nuestra colina, y escuchar la música que surgía de ellas en aquella noche larga y tranquila. Apagué la lámpara de gas y me metí en la cama. Dediqué algunas palabras a la cercana y santa oscuridad, y después me dormí.
1954
Traducción de María José Chuliá García
Notas de la traductora
[1] Poema de Walt Whitman.
[2] «El buen rey Wenceslao miraba hacia fuera / En la fiesta de San Esteban […]»
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