Fragmento
Al
quedarse solo, recobró algo la calma. Apartó un poco de lodo con la mano y
consiguió alcanzar su reloj, lo secó y lo introdujo en un bolsillo superior;
después, quiso salvar su cartera, recordando los dos mil escudos y papeles de
importancia que con tenía; era una cartera repleta que quiso sostener con la
mano en alto, para que fuese la última en hundirse y quizás arrojarla en los
últimos momentos a terreno seco. Alguien la descubriría. Era el arrendamiento
de las peñas y los jornales de todos los trabajadores, pendientes todavía de
pago.
Inescrutables son los designios del
destino: Aquella misma mañana, había saltado de su camarote, jocundo y cantando
alegremente, y ahora era un condenado a muerte, a dos pasos nada más de tierra
firme. Es
cierto que él podía haber parlamentado prudentemente con Ana María, en lugar de
apostrofarla; hubiera podido ofrecerle un montón de dinero a cambio de que ella
le arrojase un par de troncos que le sirvieran de apoyo en el barro. En efecto,
podía haberlo intentado, pero ni un solo destello de tales pensamientos iluminó
su mente, ni se arrepentía de ello. Era tal la repulsión que experimentaba
hacia aquella bestia humana, y tan intensa su cólera, que se cerró este camino
salvador.
Transcurrieron las horas, volvieron a
repercutir en el espacio sus gritos en demanda de socorro, y nadie, sino el
eco, respondía; reinaba un profundo silencio; ya hacía rato que había cesado el
resonar de las esquilas de las vacas, síntoma delator del alejamiento del
rebaño; también el viento soplaba con menos fuerza, a la par que el sol
trasponía la hora meridiana. Dieron las dos, las tres después; lo veía
en su reloj que extrajo y sostuvo en la mano. El lodo le llegaba a la altura
del pecho. ¡Ah! Ya no le sostenía el valor. Las lágrimas inundaban sus mejillas
por momentos; comprendía que iba a morir. Tenía expeditos los brazos, pero no
podía mover las piernas, como si sendas glebas de plomo las inmovilizasen de
arriba abajo. Si era cierto que la gente se había encaminado a la iglesia, como
había afirmado Ana María, debieran ya estar de regreso en sus casas. El camino
era largo, y tal vez, en la colina donde estaba asentada la iglesia, se habrían
entretenido curioseando noticias; pero ahora ya era tardé. ¿Sería posible que
no hubiera salvación para él? Gritaba, rugía en demanda de socorro; callaba un
instante, escuchaba, volvía a rugir y a gritar; lloraba y golpeaba el lodo con
las manos. Poco a poco sus desesperadas llamadas fueron haciéndose más débiles,
vencido su coraje.
Lo sucedido llegó al conocimiento
público mucho tiempo después, tras la revelación de Ana María. Ella no
había ido en persecución de su rebaño; había presenciado y oído todo cuanto él
dijera en voz alta. Algunos de los gestos del hombre parecieron incomprensibles
a Ana María: de pronto, él se puso a escribir en un papel encima de la cartera.
Ella pensó: ahora, escribe que soy culpable de su muerte. Su actitud varió luego
por momentos; enmudecía, lloraba desconsoladamente, tembloroso. Cogió el papel
escrito, lo rasgó en pequeños trozos y lo hundió en el lodo, junto a sí.
Parecía abatido y contrito. La ciénaga fue sorbiendo sus brazos; casi nada
sobre salía en la superficie. Ana María percibió una opresión en el pecho; se
alejó de allí, huyó, corrió al caserío, gritó…
El último gesto de Skaaro fue arrojar
el reloj y la cartera a tierra firme. Nada había escrito. Como carecía de
familia y allegados, no hubo de legar a nadie su último adiós.
en
Vagabundos, 1927
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