“Cuarenta años no es nada…” , dice el tango. El recuerdo del 11 de septiembre de 1973 está para mí guardado en el primer cajón de la memoria. La Unidad Popular ha marcado mi vida. Esa influencia está aún viva, aunque casi no participé del gobierno de la Unidad Popular. Durante menos de un mes trabajé en la Editorial Quimantú.
En mi carácter de representante de un partido de la coalición, el Mapu, me vi mezclado en un arduo conflicto. Una discusión enfrentó a Joaquín Gutiérrez -un reconocido cuentista costarricense en el exilio, quien representaba al Partido Comunista-, con el ensayista Alejandro Chelén, quien representaba al Partido Socialista. El tema de la disputa fue la publicación por la editorial de la Historia de la revolución rusa, de León Trotsky. Chelén la patrocinaba con énfasis y Gutiérrez se oponía con rabia. El dirigente soviético asesinado seguía siendo, para algunos comunistas chilenos, un réprobo y una influencia peligrosa. Mi opinión fue favorable, aunque mi influencia era débil. Pero la dirección de la editorial decidió publicar el libro de la discordia.
En todo caso el Partido Comunista respetó la decisión. La célebre Historia del revolucionario díscolo fue publicada en dos gruesos tomos, que se vendieron como pan caliente. Esto último no era sorprendente. Entonces los libros publicados por la editorial del Estado se agotaban con rapidez. Pero en este caso, la velocidad fue mayor. Quizás porque la publicación representaba un signo.
Nunca tuve un contacto personal con Salvador Allende. Pero la admiración por la Unidad Popular estaba (y está) personificada en su figura, la cual miraba y escuchaba desde la distancia. Tanto es así que para escribir el libro Conversaciones con Allende, otra muestra de mi obsesión, debí inventar una serie de diálogos con el líder.
Allende nos hacía vibrar en los numerosos mítines de la época. Así ocurrió, por ejemplo, en la noche misma del triunfo electoral, cuando habla desde los balcones de la Fech: “Dije y debo repetirlo: si la victoria no era fácil, difícil será consolidar la nueva moral y la nueva patria”. Agrega más adelante, después de agradecer a diversos grupos sociales: “Para todos ellos, el compromiso que yo contraigo ante mi conciencia y ante el pueblo (…) es ser auténticamente leal en la gran tarea común y colectiva…”.
Como es fácil darse cuenta, en ese discurso hay una palabra que se repite. “A la lealtad de ustedes, responderé con la lealtad de un gobernante del pueblo, con la lealtad del compañero presidente”. Pero hay también una advertencia que se formula una y otra vez. Es aquella que resalta la dificultad de la tarea.
Admiración por la Unidad Popular. ¿Tiene sentido admirar algo que fracasa y que conduce a la catastrófica dictadura militar? Creo que sí, siempre que sea un juicio realista que contemple las virtudes del proceso pero también sus errores o dificultades.
Esa admiración por el gobierno de la Unidad Popular se debe tanto al significado de las medidas implementadas como a la proyección que alcanzan los actos del Presidente Allende y los valores que ellos expresan, incluyendo -por supuesto- el gesto final del suicidio. Un balance de aquellos mil días permite decir que el periodo de la Unidad Popular fue el más democrático de la historia de Chile contemporáneo, aquella sociedad que se prolonga entre 1933 y el 4 de septiembre de 1970, día de la elección presidencial.
El gobierno de Allende aparece en la memoria como tragedia, como fecha dolorosa, pero, sobre todo, se instala allí por las medidas que se llevaron a la práctica. Porque, sin la menor duda, el gobierno de Salvador Allende significa el intento de cambios estructurales más profundo de nuestra historia, y también representa la experiencia más participativa. Una democracia de los fines, pero también de los medios.
Una rápida enumeración de las medidas deja con la boca abierta: nacionalización del cobre, sin pago de indemnizaciones a las grandes compañías estadounidenses; estatización de la banca a través de la compra de acciones; expropiación o intervención de algunas de las principales empresas monopólicas, formando el área de propiedad social; término del latifundio improductivo a través de la reforma agraria; estímulo a la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas.
Cambios decisivos, centrados sobre todo en el intento de crear una democracia participativa. Se trataba de imitar las experiencias que se habían desarrollado en algunos países socialistas, como Yugoslavia y Argelia.
En el célebre documental de Patricio Guzmán sobre el gobierno de la Unidad Popular hay numerosas escenas significativas, que merecerían alguna reflexión. Comentaré solo una, relacionada con lo dicho. Se trata de aquella donde trabajadores de una industria, localizada en un Cordón Industrial, discuten con el enviado de la CUT sobre las condiciones de la defensa del gobierno de la Unidad Popular. La fuerza expresiva, la elocuencia con que desarrollan los planteamientos y el carácter convincente de los argumentos usados, muestran un importante desarrollo de la conciencia de clase entre aquellos trabajadores. Estos no necesitaban la ayuda de ningún asesor intelectual para plantear sus razones. Una sensación parecida surge de la lectura del libro Poder popular y cordones industriales, de Frank Gaudichaud, sobre la experiencia participativa en los cordones industriales, o del libro de Peter Winn, Tejedores de la revolución, sobre la expropiación de la industria Yarur.
Sin duda, entre aquellos trabajadores se estaban desarrollando nuevas capacidades y talentos. Se superaban de ese modo, aunque sólo fuera parcialmente, los procesos de alienación surgidos de tener que enfrentar todos los días rutinarias operaciones en las máquinas, sea como operadores, como alimentadores o como encargados del aseo del lugar de trabajo.
Pero además el 11 de septiembre trae a la memoria el gesto político realizado por Salvador Allende. Este pone en práctica una lección que involucra las dos éticas, de las cuales habla Max Weber. Desarrolla la ética de la convicción, puesto que murió por sus ideas, habiendo podido evitarlo. Varias veces se le ofrece un avión para salir al exilio. Lo rechaza, con dignidad y con rabia.
Pone en práctica también la ética de la responsabilidad. Desde el momento que sabe que el golpe ha sido desarrollado por la totalidad de las fuerzas armadas sin que existan sectores discrepantes movilizados, llama a sus seguidores a no involucrarse en una guerra perdida de antemano. Les habla de la necesidad de resignar el presente por el futuro: algún día se abrirán las grandes alamedas.
Dice Bolaño en una entrevista: “En su último discurso Allende se ennoblece, nos pide no arriesgar nuestras vidas y, a cambio, entrega la suya. Actúa como un héroe”.
A Allende lo llamaban -algunos con cariño, otros con sorna- el pije. Ello porque nunca descuidaba su vestimenta, ni siquiera en medio de las campañas más duras. Basándose en esas características y otras que le eran imputadas, Pinochet comenta, aludiendo a la amenaza de Allende de no salir vivo de La Moneda, “Qué va ser capaz de matarse… es un cobarde”. Ese argumento denigratorio lo pronuncia el hombre de los anteojos oscuros, en uno de esos grotescos intercambios de opiniones emitidas desde el puesto de mando. ¿Qué sabía de consecuencia ese general artero? ¿Creería que el Presidente de Chile era, como él, un hombre sin palabra? Pero tuvo que tragarse sus dichos.
Allende le advierte primero a los chilenos que no tiene pasta de héroe, que es sólo un ciudadano deseoso de sobrevivir. Pero agrega que no saldrá vivo de La Moneda. Organiza con precisión minuciosa las condiciones del acto final. Hace salir primero a las mujeres y a los hombres, quedando solo en el palacio semidestruido por los bombardeos de la Fach. Entonces procede sin vacilación. No iba a caer vivo en manos de militares insubordinados, encabezados por un gran traidor. No dejaría que esos militares sin honor le pusieran una mano encima. El gesto de Allende busca preservar la dignidad del cargo. Él no saldría al exilio, para mirar desde la distancia la agonía de sus partidarios.
Actúa como un héroe, pero uno que muchos preferirían que no hubiera existido. Hernán Valdés en la novela A partir del fin le hace decir a uno de sus personajes, quien reflexiona hundido hasta el cuello en una tina de agua caliente: “…Allende… por qué nos dejaste… por qué nos abandonaste… Qué haremos ahora sin ti…”. Puede leerse ese lamento como el presagio de una larga tragedia. Se instala en Chile una feroz dictadura de dieciséis años. Ella tiene dos características que la marcan: es una dictadura con proyecto y, en parte por ello, es una dictadura terrorista.
De la alegría y la pasión de los mil días a los largos, larguísimos, dieciséis años. Horror y tristeza, pero también comienzo de la neoliberalización de Chile, la cual continúa y continúa.
en Punto Final, Nº 789, 6 de septiembre, 2013
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