Quería hablar de Frida, mi amiga, mi amada, mi buena Frida […].
Frida sólo pintaba su vida: sus cuadros son una biografía, la mejor de las biografías posibles –más de cincuenta autorretratos han contado–. Y puesto que su vida no fue más que dolor y amor, sus cuadros lo son también. “Mi pintura lleva en sí el mensaje del dolor” […].
No, creo que aún no tenía los veinticinco años. Me ocupaba de vivir y trataba de hacerme un hueco en el mundo de la música. ¿Para qué vine a México? Yo quería cantar como los mexicanos. Me invitaron a una fiesta.
–En casa del pintor, de Diego Rivera. En su casa se reúnen los pintores, y los músicos… Ven.
Y fui. Era la casa de Coyoacán. La casa de Frida. La Casa Azul. Tiene su significado: la hizo pintar de ese color en recuerdo de los ritos sagrados indígenas, zapotecas y mixtecas. Ahora es la Casa Museo Frida Kahlo, en Londres con Allende, cerca de los Viveros.
–¿Quién es esa niña? –preguntó Frida–. La de la camisa blanca, ¿quién es?
–Es Chavela Vargas –le dijeron–. Anda en la cosa artística. Le gusta artistear.
Así se hablaba entonces. Y por lo que a mí respecta, así era: andaba artisteando, tratando de cantar “como los mexicanos” […].
Frida me hizo llamar y me sentó a su lado. La señora estaba con el pelo amarrado con sus cordones y sus collares… He visto fotografías donde aparece con el mismo vestido. Le gustaba llevar el pelo recogido, o con trenzas, con esos pendientes de motivos indígenas, con azules, y oro. Diego la hizo vestir como una diosa para una foto, y a ella le gustaba. Su sangre era india y española, y tenía sus raíces en Oaxaca, o Huaxyácac, que es el nombre náhuatl o azteca. Algunos dicen que significa “junto al bosque de las acacias” y otros dicen que significa otra cosa. Corre de boca en boca que las mujeres de Oaxaca son muy bellas, y con razón.
Ella estaba recostada en la cama; la cargaron desde el cuarto hasta el patio, donde se celebraba la fiesta, y yo me senté a su lado.
–¡Qué linda es! ¡Qué bella es!
Sí, creo que ésas fueron mis palabras […].
Durante toda la noche estuve platicando con Frida. No me moví de su lado. Puede que viera en ella alguna cosa –¿no dicen que soy chamana?– o puede que, simplemente, me pareciera un ser maravilloso. También Diego estuvo con nosotras, y los tres hablamos y hablamos.
–¿Por qué no se queda a dormir usted? –me dijo cuando la fiesta tocaba a su fin, si es que aquellas fiestas acababan alguna vez–. ¡Oh, Chavela, vive usted en Condesa…! ¡Muy lejos! ¡Quédese! ¡Hay cuartos de sobra!
Lo mismo me daba dormir en un lugar que en otro; me quedé en la Casa Azul, y así comencé mi amistad con Frida.
Me dejaron en un cuarto pequeño (ahora está bastante cambiado, han cambiado algunas cosas), y me entregaron uno de aquellos perros de su colección, de aquellos perros mexicanos que se comían los aztecas… eso dicen, no me pidan cuentas a mí.
–Duerme, duerme con ellos –me decía Diego–: calientan y quitan el reumatismo.
No sé. ¿Pensaría Diego Rivera que yo era una niña reumática? Así que dormí con los dichosos perros… A Frida le encantaban aquellas figurillas de barro pintado, los tenía en una repisa, como en un nicho. Y al día siguiente me levanté y desayuné con Frida. Ella, en la cama, y yo, en una mesita, me tomé mi café, y platicamos, y platicamos, y hablamos de muchas cosas, de arte, de… Me enseñó sus cuadros. Era la primera vez que visitaba aquella casa y, tal vez, era la primera vez que veía un cuadro de Frida Kahlo. Me enseñó también el estudio… Lo había mandado hacer Diego, creo, para que Frida se encontrara a gusto y no tuviera que dejar la casa. Me enseñó toda la estancia, y el estudio de Diego. Ahora Diego Rivera es toda una institución en México, pero entonces lo era aún más. Sus obras, aquí y en otros lugares del mundo, causaban sensación (…). Dicen que Diego era un despilfarrador, que no se ocupaba del dinero. Yo eso no lo sé –ni me importa–, pero lo comprendo bien: a mí me ha pasado otro tanto, y como nunca me he ocupado de las monedonas, tampoco las he tenido nunca. O las he gastado, o me las he bebido, o las he dado para que otros bebieran, o las he perdido, o las he regalado, o me las han robado. Que de todo ha habido. Pero, ustedes se lo saben: que hay personas que no dan con el dinero, qué le vamos a hacer. Los que se ocupan del dinero no se ocupan de otras cosas. Dicen que era despilfarrador porque gastaba mucho dinero en obras de arte, supongo. Lo que yo sé es que lo llamaban “viejo codo”: les hacía listas para comprar. A Frida le daba dos pesos por semana para el gasto. Y a Lupe –su mujer, con la que tuvo dos hijas–, uno cincuenta (…). Aquella casa era como un sueño, con tantos objetos, con figuras, cuadros, piezas de arte indígenas, los colores. Vivíamos como en un sueño. (André Breton sonreiría si pudiera leer esto, pero para Frida sus sueños eran la única posibilidad de vivir: los sueños eran su vida). Como fuera de la realidad se vivía con ellos. Y yo, que soy muy dada a vivir fuera de la dimensión en que vivo… Conocí muchas cosas, aprendí muchas cosas. Era un mundo diferente al mío; yo era una niña que no conocía la cultura mexicana, y ellos me la enseñaron, me la enseñaron de verdad. Yo aprendí con Frida y con Diego. Hasta el fondo. De los labios de los más grandes. Conocí el arte de labios de los pintores, del alma de los pintores. No estoy segura de cómo describirlo… el alma de Diego, el alma de Frida. Era como una revelación, como si colocasen una luz en mi pecho. Fui feliz. Fui feliz un verano.
Yo me sentaba junto a Frida y la veía pintar.
–¿Por qué pinta la señora esas cosas tan raras?
–Es un estilo nuevo, Chavela… Tú no lo entiendes. Ve a ver a Diego.
–No; es verdad, no lo entiendo.
Y me iba a ver a Diego. En este caso, él era distinto. Le gustaba hablar, no le molestaba platicar mientras estaba trabajando.
–Ven, Chavela. ¿Quieres que te cuente una historia? Vieras que llegó un día una niña a la universidad, con las manitas atrás, así. Y llevaba un cuadrito. “Préstame para verlo”, le dije. “No, no, maestro. Yo no lo quiero enseñar”, me dijo. Y lo tapó así con el rebocito. Así que tuve que quitárselo. Quedé… asombrado. ¡Era una maravilla, Chavela, una maravilla! A esa edad: la niña Frida, mi Friducha (…).
Cuando digo que mi estancia en la Casa Azul fue como un sueño, no lo digo en tono metafórico. Lo digo porque realmente era como un sueño (…). En cierta ocasión estábamos los tres en el jardín: Frida, Diego y yo. Allí, como saben, había muchos animales: monos, tortugas, perros, pájaros… En fin, una de las tortugas estaba herida porque un perro le había mordido en la cabeza. Así que Diego me aconsejó que me subiera encima de la tortuga para poderle sacar la cabeza y sanarla.
–Eso es. Súbete encima, y desde arriba le jalas la cabeza… así.
Frida, mientras tanto, se había quitado el pie ortopédico y lo tenía a la altura de los ojos, y lo miraba, no sé por qué. Y Diego, con los pinceles en la mano, se había quedado con la mirada perdida. En esto llegó un periodista y quiso pasar la puerta del jardín. Era un periodista muy importante de Suramérica.
–¡Oh, perdón…! Me equivoqué…
Aquel hombre estaba aterrorizado: vio un cuadro espantoso.
–Sí, sí. Pase, pase –le dije, subida en mi tortuga–. Si está buscando la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera, ésta es.
–¿Y qué está usted haciendo subida en una tortuga? –me preguntó.
–¡Eh, no! ¡Usted no me pregunte a mí nada! ¡Si quiere entrevistar a la señora o al señor, ésta es su casa! ¡Pero a mí no me pregunte nada!
El hombre se echó un tanto para atrás, como acobardado, aterrado ante aquellos locos y, a pasitos, susurraba:
–No… si yo ya me iba…
Así era. Muy extraño, pero muy divertido. Para mí era una verdadera delicia. Surrealismo puro… Bueno, supongo que sí. Pero tal era la vida con ellos. Vida surrealista, vida intensa, intensa en todos los aspectos […].
Sin datos editoriales
Fragmento de entrevista con Chavela Vargas, de Eduardo Vázquez Martín:
Un día fui a una fiesta en casa de Diego Rivera. Estaban tocando los jóvenes pintores, y Diego les dijo: “Así me gusta verlos, de mariachis, porque de ahí no pasarán”.
¿En esa misma fiesta estaba Frida Kahlo?
Sí, ahí estaba. Esa misma noche la bajaron en su camilla; venía vestida de tehuana, muy hermosa. Presidió la fiesta y todo era en honor de Frida, todo: Diego mismo, todo giraba alrededor de ella, porque era una mujer excepcional. Como ser humano y como artista dejó de ser ella para engrandecer a Diego, a mí me consta, lo viví muy de cerca. Se negó su propia genialidad. Pero era una mujer excepcional como artista, como esposa, como compañera, como revolucionaria, como todo. Y a veces le inventan romances, como con Trotski. Yo me divertía mucho con Trotski, y, como no les creía nada, le preguntaba a Frida: “¿Ustedes son comunistas o no?”, y me decía: “Pues ya ni sé, es tanto el enredo que ya no sé si somos comunistas o qué somos”. Ésa era Frida Kahlo.
En Letras Libres, septiembre 2003
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