domingo, agosto 11, 2013

“El mar”, de Miguel Serrano








He aquí el mar. Posibilidad de todos los caminos. Sangre y linfa de la tierra. Divinas máscaras de proa lo surcaron, lo hirieron, efímeras. Divinidades solares imagináronse triunfantes sobre el mar. Fue un día, un solo día; luego las olas extendieron manos y dedos, garras de espuma y hundieron montañas y templos. Al fondo de las aguas, entre el peso infinito y la sombría luz, crecen aún los viejos sueños, los orgullos invencibles de otro Adán. Viven ahí, donde la masa líquida apenas se mueve y los seres fríos no saben del aire que se prolonga encima del dorso de las olas y que, después de todo, tal vez sea la respiración del mar, el hálito y el vapor desprendidos de su cuerpo anciano, de su pesado trabajo.

Y vienen las olas, las olas, las olas. Unas tras de otras, alzan sus blancas espumas, sus yodos y sus sales, hacia la luz; guardan el sol en su repliegues de agua, lo envuelven, lo refrescan, lo proyectan en miríadas de reflejos en la soledad, en la vastedad de su desierto. Así también es la vida en el océano del tiempo. Puede que una ola recuerde a un bello navío, o a un náufrago solitario, y que por ellos piense durar eternamente, para narrar su historia a las algas y a las rocas de una playa imprecisa. Pero la ola solo dura un minuto y no sabe si traspasa su experiencia, ni el reflejo de su sol, ni el recuerdo de su historia, a su hermana inmediata, para enriquecer la gran memoria del mar. El ruido y el canto son el lamento y el martirio de las olas. También la vida del hombre, de los animales, de los dioses, debe producir un ruido hondo sobre las playas del infinito, y sus alas se quebrarán y morirán sobre la roca en la que alguna ilusión más grande nos contempla.

(Yo me sostengo con dedos de espuma y me resisto en la resaca. Mi ola quiere curvar su espalda, hacer inmensa su forma, hundir un continente, transformar la tierra entrevista, no perderse otra vez en la amplitud inconsciente del mar. Mi yo es el reflejo diminuto del sol, guardado en los pliegues del agua instantánea. Si mi ola fuera capaz de desprenderse y sentarse sobre una roca, !ah, entonces, podría contemplar el mar como ese solitario de ojos oscuros, participando de su enorme memoria y de sus recuerdos! O bien, retornar, ampliando la luz del sol bajo las aguas, iluminando los recuerdos, los naufragios, las ciudades perdidas, las herencias olvidadas, y ser ya la luz de todas las olas, el sol fijo a través de sus muertes y retornos. La luz del mar, la luz verde, azul y blanca, que desciende y luego sube, desde las profundidades).

El mar existe aún para que lo contemplemos en profundidad. Hasta ahora la aventura en él ha sido externa. Guerras, conquistas, descubrimientos, corsarios. Se enfilaban las proas hacia playas distantes, se descubrían islas y continentes. Sobre el dorso del mar se transportaban el oro, los esclavos y la muerte. Pero nadie lo ha mirado hacia dentro, nadie lo ha buscado en su esencia y su razón. Por eso no saben que hay un río que desciende al fondo y que se interna en el centro del mundo; se dobla, vuelve sobre sí mismo y en seguida sube, rescatando su corriente hacia las alturas, desde los abismos del mar. Algunas ballenas enloquecidas quisieron surcarlo, pereciendo en el intento. Sólo tritones y sirenas remontan su sombrío curso, y también una barca con un anciano tripulante de barbas de agua. Pues este río es el río de los muertos, que se extiende más allá de la Selva Oscura, bajo la primera superficie del mar. Recorre al fondo las ciudades de la Atlántida, visita sus palacios sumergidos y los huesos distintos del antiguo Adán. Es allí donde penan grandes pecados, perversos sueños, fatídicas reminiscencias y donde arboles de coral pulposo se mecen sobre un caballo de auricalco. En el centro del mar, donde el río todavía no alcanza, caminan dos seres desnudos cogidos de la mano; son dos suicidas, son dos amigos. Sus cabellos sueltos flotan en la atmosfera líquida. Observan el vacío contorno y van como volando, mueven las piernas y miran con el cuerpo, en la espera de un advenimiento. Buscan a alguien, en la imprecisa distancia de las aguas, en la soledad oscura, a alguien que debe llegar, a alguien que les dio una cita en el fondo del mar, y que tal vez navegue ya por el río de los muertos. Pero ellos están lejos de este río y ni siquiera lo conocen. Ellos existen entre la vida y la muerte.

Cuántas cosas.

Mar del Sur. Mar Pacifico. Sus olas son más grandes que los montes, más grandes que las esfinges de la Lemuria, que los templos de Mu, que los desiertos helados de Godwana, que las barreras de hielo de la Antártida. En medio de este océano crece una isla; en ciertas estaciones sube como una roca hacia los cielos y, en otros tiempos, se sumerge, siendo cubierta por el mar. En sus playas, por el borde de sus acantilados húmedos, hay una figura humana que se aleja, pero que vuelve su rostro hacia el mar y lo contempla con sus cuencas vacías y espantables. El Océano es el alma oscura, infinita, que la aprisiona, y ella es la forma efímera, una ola rebelde, el yo, un nuevo continente, otra vida, otra angustia: un intento de vencer al mar. Sin embargo, !cómo añora el seno profundo, el espanto, el horror, la noche del Océano! !Las tormentas del caos sobre la divina Memoria! Ya no puede dar un paso más… Por eso la isla volverá a hundirse.

Mirado desde aquí, el mar solitario guarda viejos recuerdos. La luna sobre sus calmas, las noches de tormentas, los barcos que lo surcan en todas las edades, y los bellos meses del sol. Su sal, su yodo, las espumas de sus distancias y los colores de sus intensos crepúsculos. En los lejanos tiempos, en sus azules días, hubo alas sobre las olas. Fueron los veleros de los tiempos clásicos. Vistos desde las colinas de la isla del oro, parecían seres con alas: alas de las olas; gigantes alados del cielo y del mar. Y entonces la música de todo cuanto un día pereció y de cuanto aún no viene y es ya una promesa en el azul del cielo, los acompañaba en su rielar dulce sobre las suaves olas. Semidioses quietos reflejaban en sus pupilas claras la visión amable, contemplada desde los palacios y los templos en las colinas de los antiguos continentes.

Hoy el mar es igual; el mar no ha cambiado. El humo de los navíos cruza su horizonte con una estela blanca. Y el sol de la tarde desciende rojo sobre el perfil de las olas lejanas. En las playas el viento curva los espinos y los grandes cardos, esparciendo los pétalos de una flor blanca. Pájaros negros se detienen sobre los esqueletos calcinados de las ballenas y en las rocas batidas por la resaca se oye un gemido prolongado y doloroso. Un frío lento desciende sobre el mar, mientras poco a poco se encienden las estrellas en el cielo.

Nada nuevo hay en esto. Y siempre sería hermoso, si no supiéramos que sobre el Océano, entre el cielo y el agua, se yergue el gigantesco dorso de un ser sombrío. Intensamente mira y maldice. Sus pies se hunden más abajo del mar, en el centro de la tierra, y su rostro contempla por encima del desierto de las aguas, hasta más allá de los últimos montes. Maldice a las estrellas, porque Él es una estrella. Se entretiene con las olas. Y así juega con nosotros, porque es el Espíritu de la Tierra. Nos coge en una mano, nos aprieta y nos destruye. Luego lava su mano en el mar. Sin embargo, sus ojos están sombríos, porque sabe que algún día, en alguna parte, sobre este mismo Océano, el hombre lo vencerá.



en Quién llama en los hielos, 1957




El Mapa de Waldseemüller. Primera carta impresa en que apareció el diseño del continente americano (¿año 1507?)









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