Borges ha negado muchas veces ser filósofo. «El
filósofo -le dijo a Jean de Milleret-, al proponer una imagen ordenada de la
realidad, tiende a trampear». Conmigo fue aun más lejos y me confesó que él no
tenía la capacidad de pensar discursivamente: «Veo el problema -me dijo pero no
sé cómo se pasa de una idea a otra hasta llegar a la raíz». Pero no es
necesario que él nos lo diga. Basta leerlo para comprobar que no tenía aptitud
filosófica. Sus ensayos de tema filosófico no intentan proyectar, mediante
razonamientos, un pensamiento objetivo, sino ensimismarse en su subjetividad.
En «Nueva refutación del tiempo» (Otras
inquisiciones) nos avisa: «He... presentido una refutación del tiempo de la
que yo mismo descreo». Las líneas curvas de sus ensayos lo encierran en una
arquitectura, no de catedral, sino de caracol.
Borges, como cualquier otro escritor, se ha planteado
las cuestiones que han intrigado a hombres de todos los tiempos; y en las respuestas a
esas cuestiones reconocemos lo que aprendió de los libros. Mencioné el
diccionario de Mauthner. Pude haber mencionado también a Berkeley, Hume, Kant,
Croce, Bradley, Bergson... y a su amigo y mentor Macedonio Fernández, que tanta
influencia tuvo sobre él. Todos ellos, idealistas. Según Borges, su pensar se
cifra en el título de un libro: El mundo como voluntad y representación, de
Schopenhauer. Si nos metemos en su biblioteca para reconstruir el mapa de sus
fuentes terminaremos por encontrar lo que buscábamos, esto es, una síntesis más
o menos personal de las ideas que le impresionaron. Pero esa síntesis sería
superficial: una mera yuxtaposición de semejanzas. Lo profundo sería instalarnos
dentro del pensamiento de Borges.
Su obra, construida con gran variedad de temas y
perspectivas, parece compleja, pero si nos instalamos en ella vemos cómo las
partes van encajando unas en otras y todo se reduce a una intuición poética. Es
un punto tan simple, tan esencial, que el escritor jamás consigue expresarlo. Borges,
en su poema «Mateo XXV, 30», imagina una voz interior que le recuerda todo lo
que, a lo largo de una laboriosa vida, ha tratado de decir; y esa voz le dice:
Has
gastado los años y te han gastado,
y
todavía no has escrito el poema.
Borges ha escrito miles y miles de páginas precisamente
porque nunca pudo formular lo que llevaba en su espíritu. Y no pudo porque, al
escribir, se sentía insatisfecho y tenía que corregirse y corregir su
corrección. Rectificándose constantemente, intentando siempre nuevos modos de
decir lo mismo, complicó su pensamiento. En esa complicación hay investigadores
que prefieren observar materiales librescos; por suerte hay también
investigadores que prefieren observar que ese material es transparente y Borges
lo atraviesa con su mirada. Más importante que el material es su transparencia,
más importante que esa transparencia es la mirada de Borges. Una cosa es la
intuición simple de Borges, y otra los medios de que se valió para expresarla. ¿Cuál
es esa intuición?
Si Borges no logró formularla tampoco el crítico lo va
a lograr. Pero -como ha dicho Bergson de la «intuición filosófica»- quizás
alcancemos a asir y a fijar una imagen que sigue al escritor como si fuera su
propia sombra, y esa sombra nos permite adivinar el movimiento del cuerpo que
la proyecta. Porque esa imagen-sombra se caracteriza por el poder de negación
que conlleva. ¿No es evidente -se pregunta Bergson (y lo que él dice de la
intuición filosófica vale para la intuición poética)-, no es evidente que el
primer paso del escritor es rechazar definitivamente ciertas cosas? «Más tarde
podrá variar en lo que afirme, pero no variará en lo que niega». Pues bien: en
mi deseo de comprender la concepción del mundo de Borges yo quisiera, primero,
señalar lo que niega, y después adivinar lo que afirma.
Lo que niega es la posibilidad del conocimiento. Borges
es un escéptico. ¿Qué clase de escepticismo?: ¿nominalista, empírico,
relativista, agnóstico, psicologista, pragmático? De todo un poco. Y si tomáramos
en serio algunos de sus sofismas nos sentiríamos tentados a clasificar a Borges
como solipsista. El solipsismo es la teoría de que el «yo» está solo -solus ipse- y nada existe fuera de la
conciencia: el universo sería un espejo, un sueño, una invención. Pero Borges admite
una realidad exterior. Las últimas palabras de su libro Otras inquisiciones son estas: «El mundo, desgraciadamente, es
real; yo, desgraciadamente, soy Borges». No es un solipsista sino un idealista
subjetivo. Las cosas de la naturaleza y los hechos de la historia que él celebra
en sus poemas son contenidos de su conciencia, sí, pero esta conciencia está
comunicada con las de otros hombres. Es la conciencia, no solo de un «yo», sino
también de un «nosotros».
Y más allá de la subjetividad humana presentimos una
realidad en sí -Kant la llamaba «noúmeno»- de la que no sabemos nada, como no
sea que nos hace y deshace. La única «verdad» a nuestro alcance es la
concordancia del pensamiento consigo mismo. A lo más, sospechamos que la
realidad trans-subjetiva es tan incongruente como nuestros delirios. Tanto da hablar
de realidad como de irrealidad. De esa realidad -o irrealidad- surgió la vida,
una de cuyas especies, la especie humana, ha desarrollado un sistema nervioso
que nos ayuda a sobrevivir. Función del sistema nervioso es la conciencia, y
con la conciencia interrogamos el misterio. Ah, pero las respuestas que nos
damos valen solo para nuestra especie. Cada hombre tiene una conciencia
parecida a la del prójimo: todos transformamos la realidad en símbolos, y el
lenguaje es una de las actividades más enérgicas en esa transformación
simbólica. A pesar de que el hombre toma posesión de sí mismo y de sus
circunstancias mediante símbolos, el lenguaje es inepto para la comprensión del
universo. No hay relación verificable entre las palabras y las cosas. El
lenguaje crea nuestra imagen de la realidad, y esta imagen es un muro que nos intercepta
el acceso a la realidad. La indagación filosófica es una mera crítica del lenguaje:
analiza palabras que llevan a palabras, y estas a otras, en un regreso al
infinito. La filosofía -como todas las empresas de la conciencia humana- es
fútil. Hasta aquí hemos visto el poder de negación de Borges. O sea, la sombra
que arroja el cuerpo de su intuición. Y esta intuición ¿qué afirma?
Bueno: si el lenguaje, arbitraria combinación de
símbolos, es inepto para la filosofía, lo mejor será renunciar a toda
aspiración a la verdad y entregarnos al juego de la literatura. Por lo pronto, la literatura se
beneficia de la arbitrariedad lingüística. El carácter metafórico del habla armoniza
con el carácter onírico de los procesos mentales más primitivos y profundos. En
esa zona de la personalidad donde cada hombre es la suma de todos los hombres porque,
como en una vasta memoria colectiva, compartimos los mismos sueños, la
literatura es creadora. Aun la literatura que quiere ser realista no puede
menos que crear. Traduce la realidad, que no es verbal, en objetos verbales.
Pero más creadora es la literatura que se despega de la realidad y, desde dentro
de las palabras, fabrica un mundo autónomo. Es la literatura fantástica. El
universo es un laberinto; la conciencia es un laberinto. Inventemos, pues,
laberintos, como en «El jardín de senderos que se bifurcan». Inventemos
hombres, como en «Las ruinas circulares». Inventemos planetas que reemplacen a
nuestro planeta, como en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Ya que no podemos
responder al problema del Ser con la verdad, que nuestra respuesta sea poética.
La literatura no nos dará la verdad, pero nos depara placer, y el placer es un
alto valor vital. Por fútil que sea -todo trabajo intelectual lo es- la
literatura es un modo hedónico de vivir. Un placer es sumergirse en la
tradición literaria y reconocer que estamos recreando viejas creaciones. Otro placer
es imponer formas rigurosas a la incoherencia de nuestro pensar. Pero el mayor
placer es llenar el vacío de la realidad con un poderoso ímpetu de libertad.
Porque la realidad, puesto que no la conocemos, es nada; y seríamos nadie sin
el acto de la creación, cuando la temporalidad de nuestra conciencia se
intensifica hasta irradiar belleza. El instante se expande y nos adueñamos del
Tiempo. Es lo que le pasa al poeta Hladík en «El milagro secreto». La intuición
de Borges, constante en toda su obra, parecería ser esta: vivimos apresados en
un laberinto de infinitas complicaciones, pero el punto de salida es muy
simple: consiste en la lucha del espíritu contra los obstáculos hasta lograr la
plena expresión de la singularidad de nuestra vida personal. Y la singularidad
de Borges consiste en haber visto que la literatura es siempre ficción y que la
realidad misma es ficticia. Precisamente porque presiente que la realidad es
una maraña y que la literatura tiende también a enmarañarse, Borges procura
imponerse un orden; de ahí su preferencia por el cuento de formas nítidas, con
principio, medio y fin, uno de cuyos géneros más humildes es el «cuento de
detectives». Este borrar las fronteras entre la fantasía y la razón, entre el
sueño y la vigilia, entre el juego y la angustia, entre el «yo» y el «no yo»,
entre la energía nerviosa del hombre y la naturaleza física es lo que ha asegurado
el éxito a la obra de Borges: éxito evidente en la influencia que ha ejercido
sobre los narradores de las últimas generaciones.
Lectores adictos a la llamada «nueva narrativa» suelen
asombrarse cuando se enteran de que Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario
Vargas Llosa y otros autores del «boom»
hispanoamericano admiten su deuda con Borges. «¡Cómo puede ser -exclaman- si
ellos experimentan con las formas, y Borges, en cambio, se aferra a formas
tradicionales!». Ah, es que los narradores experimentalistas admiraron, no sus
técnicas narrativas, sino su concepción del mundo. En sus cuentos Borges ofrece
soluciones sorprendentes a los problemas del Ser, el Tiempo, el Yo, el
Conocimiento, el Valor, el Lenguaje, la Estética, pero lo hace con procedimientos
poco sorprendentes.
Su Teoría del Ser postula que la realidad es un caos,
pero sus cuentos no son caóticos.
Su Teoría del Tiempo refuta relojes y calendarios, pero
en sus cuentos la acción avanza linealmente.
Su Teoría del Yo desintegra la persona, pero en sus
cuentos aun los personajes que pierden la identidad son reconocibles.
Su Teoría del Conocimiento es radicalmente escéptica e
iguala la razón con la sinrazón, pero sus cuentos están construidos con rigurosa
lógica.
Su Teoría de los Valores es relativista, pero sus
cuentos proponen un heroísmo absoluto: el de la conciencia libre.
Su Teoría del Lenguaje es idealista y por tanto sabe
que las palabras son arbitrarios usos individuales dentro de un sistema en perpetuo
cambio, pero sus cuentos se dejan regular por una impecable gramática.
Su Teoría de la Estética se funda en el asombro ante
una revelación que nunca alcanza a formularse, pero sus cuentos prefieren
comentar revelaciones ya formuladas en la historia de la cultura.
Y así podríamos seguir enumerando los contrastes entre
la subversiva concepción del mundo de Borges y sus técnicas conservadoras. El
caso de Borges es opuesto al de esos experimentalistas que, en la superficie,
rompen las convenciones lingüísticas del género cuento pero, en el fondo, son
convencionales en su filosofía. Borges, aunque escribe y compone con una prosa
normal, nos envía un mensaje revolucionariamente anti-dogmático y
anti-sectario. La revolución de Borges se produce en su espíritu, y su espíritu
revolucionario es la razón de su éxito. Y termino. «Éxito», en latín, significa
el resultado de una actividad y la salida de un lugar. Resultado y salida. El
éxito de Borges es su fama como resultado de su actividad de escritor pero, más
que eso, es el haber encontrado una salida a su laberinto mental. La feliz
salida de la imaginación a un mundo libre.
en El realismo mágico y otros ensayos, 1992
1 comentario:
Como en la eternidad sobra tiempo para no hacer nada que mejor que desperdiciar las horas en los secretos y complejos laberintos de las preguntas sin respuestas.
"Qué dios detrás de Dios la trama empieza?"
Si al al fin y al cabo tuvimos la terrible idea de crearlo que nos impide crear otros dioses; unos que estén sobre él, por él o para él. Por qué en nuestra estupidez le dimos ese atributo de único que no es más que nuestro egoísmo disfrazado de poder? El mismo infantil deseo que nos obliga a no compartir. La insolente perfección jamas alcanzada.
Quizás nunca sabremos que mano señalada rige nuestro destino pero podemos tener la fría venganza de imaginar alguien guiando su suerte y la suerte de aquellos, y otros la de estos, en círculos concéntricos infinitos de superioridad en el que cada círculo superior es causa y dominio del anterior. Así ad infinitum, hasta que sin saber por que lo que parecía estar arriba se encuentre abajo y no sea más que un universo subordinado a nuestras ideas.
Somos prisioneros de este laberinto que creamos; dios se nos escapo de las manos y nos quiere gobernar.
Solo nos queda revelarnos, dándole la humillación de no ser más que alguien que obedece superiores designios.
Los míos.
Nota al pie de página:
La cita entre comillas, la pregunta inmortal, es de Borges. Sorprende el uso de aquel dios con minúscula y aquel-el otro- con mayúsculas. Otros grandes han decidido que todos sean con mayúsculas y otros más que todas sean minúsculas.
La alegre sospecha de que todos aun están sin poder salir de estos laberintos eternos.
O no?
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