martes, agosto 27, 2013

“Borges y su concepción del mundo”, de Enrique Anderson Imbert








Borges ha negado muchas veces ser filósofo. «El filósofo -le dijo a Jean de Milleret-, al proponer una imagen ordenada de la realidad, tiende a trampear». Conmigo fue aun más lejos y me confesó que él no tenía la capacidad de pensar discursivamente: «Veo el problema -me dijo pero no sé cómo se pasa de una idea a otra hasta llegar a la raíz». Pero no es necesario que él nos lo diga. Basta leerlo para comprobar que no tenía aptitud filosófica. Sus ensayos de tema filosófico no intentan proyectar, mediante razonamientos, un pensamiento objetivo, sino ensimismarse en su subjetividad. En «Nueva refutación del tiempo» (Otras inquisiciones) nos avisa: «He... presentido una refutación del tiempo de la que yo mismo descreo». Las líneas curvas de sus ensayos lo encierran en una arquitectura, no de catedral, sino de caracol.

Borges, como cualquier otro escritor, se ha planteado las cuestiones que han intrigado a hombres de todos los tiempos; y en las respuestas a esas cuestiones reconocemos lo que aprendió de los libros. Mencioné el diccionario de Mauthner. Pude haber mencionado también a Berkeley, Hume, Kant, Croce, Bradley, Bergson... y a su amigo y mentor Macedonio Fernández, que tanta influencia tuvo sobre él. Todos ellos, idealistas. Según Borges, su pensar se cifra en el título de un libro: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Si nos metemos en su biblioteca para reconstruir el mapa de sus fuentes terminaremos por encontrar lo que buscábamos, esto es, una síntesis más o menos personal de las ideas que le impresionaron. Pero esa síntesis sería superficial: una mera yuxtaposición de semejanzas. Lo profundo sería instalarnos dentro del pensamiento de Borges.

Su obra, construida con gran variedad de temas y perspectivas, parece compleja, pero si nos instalamos en ella vemos cómo las partes van encajando unas en otras y todo se reduce a una intuición poética. Es un punto tan simple, tan esencial, que el escritor jamás consigue expresarlo. Borges, en su poema «Mateo XXV, 30», imagina una voz interior que le recuerda todo lo que, a lo largo de una laboriosa vida, ha tratado de decir; y esa voz le dice:

Has gastado los años y te han gastado,
y todavía no has escrito el poema.

Borges ha escrito miles y miles de páginas precisamente porque nunca pudo formular lo que llevaba en su espíritu. Y no pudo porque, al escribir, se sentía insatisfecho y tenía que corregirse y corregir su corrección. Rectificándose constantemente, intentando siempre nuevos modos de decir lo mismo, complicó su pensamiento. En esa complicación hay investigadores que prefieren observar materiales librescos; por suerte hay también investigadores que prefieren observar que ese material es transparente y Borges lo atraviesa con su mirada. Más importante que el material es su transparencia, más importante que esa transparencia es la mirada de Borges. Una cosa es la intuición simple de Borges, y otra los medios de que se valió para expresarla. ¿Cuál es esa intuición?

Si Borges no logró formularla tampoco el crítico lo va a lograr. Pero -como ha dicho Bergson de la «intuición filosófica»- quizás alcancemos a asir y a fijar una imagen que sigue al escritor como si fuera su propia sombra, y esa sombra nos permite adivinar el movimiento del cuerpo que la proyecta. Porque esa imagen-sombra se caracteriza por el poder de negación que conlleva. ¿No es evidente -se pregunta Bergson (y lo que él dice de la intuición filosófica vale para la intuición poética)-, no es evidente que el primer paso del escritor es rechazar definitivamente ciertas cosas? «Más tarde podrá variar en lo que afirme, pero no variará en lo que niega». Pues bien: en mi deseo de comprender la concepción del mundo de Borges yo quisiera, primero, señalar lo que niega, y después adivinar lo que afirma.

Lo que niega es la posibilidad del conocimiento. Borges es un escéptico. ¿Qué clase de escepticismo?: ¿nominalista, empírico, relativista, agnóstico, psicologista, pragmático? De todo un poco. Y si tomáramos en serio algunos de sus sofismas nos sentiríamos tentados a clasificar a Borges como solipsista. El solipsismo es la teoría de que el «yo» está solo -solus ipse- y nada existe fuera de la conciencia: el universo sería un espejo, un sueño, una invención. Pero Borges admite una realidad exterior. Las últimas palabras de su libro Otras inquisiciones son estas: «El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». No es un solipsista sino un idealista subjetivo. Las cosas de la naturaleza y los hechos de la historia que él celebra en sus poemas son contenidos de su conciencia, sí, pero esta conciencia está comunicada con las de otros hombres. Es la conciencia, no solo de un «yo», sino también de un «nosotros».

Y más allá de la subjetividad humana presentimos una realidad en sí -Kant la llamaba «noúmeno»- de la que no sabemos nada, como no sea que nos hace y deshace. La única «verdad» a nuestro alcance es la concordancia del pensamiento consigo mismo. A lo más, sospechamos que la realidad trans-subjetiva es tan incongruente como nuestros delirios. Tanto da hablar de realidad como de irrealidad. De esa realidad -o irrealidad- surgió la vida, una de cuyas especies, la especie humana, ha desarrollado un sistema nervioso que nos ayuda a sobrevivir. Función del sistema nervioso es la conciencia, y con la conciencia interrogamos el misterio. Ah, pero las respuestas que nos damos valen solo para nuestra especie. Cada hombre tiene una conciencia parecida a la del prójimo: todos transformamos la realidad en símbolos, y el lenguaje es una de las actividades más enérgicas en esa transformación simbólica. A pesar de que el hombre toma posesión de sí mismo y de sus circunstancias mediante símbolos, el lenguaje es inepto para la comprensión del universo. No hay relación verificable entre las palabras y las cosas. El lenguaje crea nuestra imagen de la realidad, y esta imagen es un muro que nos intercepta el acceso a la realidad. La indagación filosófica es una mera crítica del lenguaje: analiza palabras que llevan a palabras, y estas a otras, en un regreso al infinito. La filosofía -como todas las empresas de la conciencia humana- es fútil. Hasta aquí hemos visto el poder de negación de Borges. O sea, la sombra que arroja el cuerpo de su intuición. Y esta intuición ¿qué afirma?

Bueno: si el lenguaje, arbitraria combinación de símbolos, es inepto para la filosofía, lo mejor será renunciar a toda aspiración a la verdad y entregarnos al juego de la  literatura. Por lo pronto, la literatura se beneficia de la arbitrariedad lingüística. El carácter metafórico del habla armoniza con el carácter onírico de los procesos mentales más primitivos y profundos. En esa zona de la personalidad donde cada hombre es la suma de todos los hombres porque, como en una vasta memoria colectiva, compartimos los mismos sueños, la literatura es creadora. Aun la literatura que quiere ser realista no puede menos que crear. Traduce la realidad, que no es verbal, en objetos verbales. Pero más creadora es la literatura que se despega de la realidad y, desde dentro de las palabras, fabrica un mundo autónomo. Es la literatura fantástica. El universo es un laberinto; la conciencia es un laberinto. Inventemos, pues, laberintos, como en «El jardín de senderos que se bifurcan». Inventemos hombres, como en «Las ruinas circulares». Inventemos planetas que reemplacen a nuestro planeta, como en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Ya que no podemos responder al problema del Ser con la verdad, que nuestra respuesta sea poética. La literatura no nos dará la verdad, pero nos depara placer, y el placer es un alto valor vital. Por fútil que sea -todo trabajo intelectual lo es- la literatura es un modo hedónico de vivir. Un placer es sumergirse en la tradición literaria y reconocer que estamos recreando viejas creaciones. Otro placer es imponer formas rigurosas a la incoherencia de nuestro pensar. Pero el mayor placer es llenar el vacío de la realidad con un poderoso ímpetu de libertad. Porque la realidad, puesto que no la conocemos, es nada; y seríamos nadie sin el acto de la creación, cuando la temporalidad de nuestra conciencia se intensifica hasta irradiar belleza. El instante se expande y nos adueñamos del Tiempo. Es lo que le pasa al poeta Hladík en «El milagro secreto». La intuición de Borges, constante en toda su obra, parecería ser esta: vivimos apresados en un laberinto de infinitas complicaciones, pero el punto de salida es muy simple: consiste en la lucha del espíritu contra los obstáculos hasta lograr la plena expresión de la singularidad de nuestra vida personal. Y la singularidad de Borges consiste en haber visto que la literatura es siempre ficción y que la realidad misma es ficticia. Precisamente porque presiente que la realidad es una maraña y que la literatura tiende también a enmarañarse, Borges procura imponerse un orden; de ahí su preferencia por el cuento de formas nítidas, con principio, medio y fin, uno de cuyos géneros más humildes es el «cuento de detectives». Este borrar las fronteras entre la fantasía y la razón, entre el sueño y la vigilia, entre el juego y la angustia, entre el «yo» y el «no yo», entre la energía nerviosa del hombre y la naturaleza física es lo que ha asegurado el éxito a la obra de Borges: éxito evidente en la influencia que ha ejercido sobre los narradores de las últimas generaciones.

Lectores adictos a la llamada «nueva narrativa» suelen asombrarse cuando se enteran de que Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y otros autores del «boom» hispanoamericano admiten su deuda con Borges. «¡Cómo puede ser -exclaman- si ellos experimentan con las formas, y Borges, en cambio, se aferra a formas tradicionales!». Ah, es que los narradores experimentalistas admiraron, no sus técnicas narrativas, sino su concepción del mundo. En sus cuentos Borges ofrece soluciones sorprendentes a los problemas del Ser, el Tiempo, el Yo, el Conocimiento, el Valor, el Lenguaje, la Estética, pero lo hace con procedimientos poco sorprendentes.

Su Teoría del Ser postula que la realidad es un caos, pero sus cuentos no son caóticos.

Su Teoría del Tiempo refuta relojes y calendarios, pero en sus cuentos la acción avanza linealmente.

Su Teoría del Yo desintegra la persona, pero en sus cuentos aun los personajes que pierden la identidad son reconocibles.

Su Teoría del Conocimiento es radicalmente escéptica e iguala la razón con la sinrazón, pero sus cuentos están construidos con rigurosa lógica.

Su Teoría de los Valores es relativista, pero sus cuentos proponen un heroísmo absoluto: el de la conciencia libre.

Su Teoría del Lenguaje es idealista y por tanto sabe que las palabras son arbitrarios usos individuales dentro de un sistema en perpetuo cambio, pero sus cuentos se dejan regular por una impecable gramática.

Su Teoría de la Estética se funda en el asombro ante una revelación que nunca alcanza a formularse, pero sus cuentos prefieren comentar revelaciones ya formuladas en la historia de la cultura.

Y así podríamos seguir enumerando los contrastes entre la subversiva concepción del mundo de Borges y sus técnicas conservadoras. El caso de Borges es opuesto al de esos experimentalistas que, en la superficie, rompen las convenciones lingüísticas del género cuento pero, en el fondo, son convencionales en su filosofía. Borges, aunque escribe y compone con una prosa normal, nos envía un mensaje revolucionariamente anti-dogmático y anti-sectario. La revolución de Borges se produce en su espíritu, y su espíritu revolucionario es la razón de su éxito. Y termino. «Éxito», en latín, significa el resultado de una actividad y la salida de un lugar. Resultado y salida. El éxito de Borges es su fama como resultado de su actividad de escritor pero, más que eso, es el haber encontrado una salida a su laberinto mental. La feliz salida de la imaginación a un mundo libre.



en El realismo mágico y otros ensayos, 1992













1 comentario:

delfus dijo...

Como en la eternidad sobra tiempo para no hacer nada que mejor que desperdiciar las horas en los secretos y complejos laberintos de las preguntas sin respuestas.

"Qué dios detrás de Dios la trama empieza?"
Si al al fin y al cabo tuvimos la terrible idea de crearlo que nos impide crear otros dioses; unos que estén sobre él, por él o para él. Por qué en nuestra estupidez le dimos ese atributo de único que no es más que nuestro egoísmo disfrazado de poder? El mismo infantil deseo que nos obliga a no compartir. La insolente perfección jamas alcanzada.
Quizás nunca sabremos que mano señalada rige nuestro destino pero podemos tener la fría venganza de imaginar alguien guiando su suerte y la suerte de aquellos, y otros la de estos, en círculos concéntricos infinitos de superioridad en el que cada círculo superior es causa y dominio del anterior. Así ad infinitum, hasta que sin saber por que lo que parecía estar arriba se encuentre abajo y no sea más que un universo subordinado a nuestras ideas.
Somos prisioneros de este laberinto que creamos; dios se nos escapo de las manos y nos quiere gobernar.
Solo nos queda revelarnos, dándole la humillación de no ser más que alguien que obedece superiores designios.
Los míos.


Nota al pie de página:

La cita entre comillas, la pregunta inmortal, es de Borges. Sorprende el uso de aquel dios con minúscula y aquel-el otro- con mayúsculas. Otros grandes han decidido que todos sean con mayúsculas y otros más que todas sean minúsculas.
La alegre sospecha de que todos aun están sin poder salir de estos laberintos eternos.
O no?