Hay en Madrid
infinidad de muchachos llamados Paco, diminutivo de Francisco. A propósito, un
chiste de sabor madrileño dice que cierto padre fue a la capital y publicó el
siguiente anuncio en las columnas personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME
AL HOTEL MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS PERDONADO, PAPÁ; después de lo
cual fue menester llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a
los ochocientos jóvenes que se habían creído aludidos. Pero este Paco, que
trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía padre que le perdonase ni
ningún motivo para ser perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran
camareras en la misma casa. Habían conseguido ese empleo simplemente por haber
nacido en la misma aldea que otra ex camarera de la pensión, que con su
asiduidad y honradez llenó de prestigio a su tierra natal y preparó buena
acogida para la gente que de allí llegase. Dichas hermanas le habían costeado
el viaje en ómnibus hasta Madrid y obtenido su actual ocupación de aprendiz de
mozo. En la aldea de donde provenía, situada en alguna parte de Extremadura,
imperaban condiciones de vida increíblemente primitivas, los alimentos
escaseaban y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que trabajar mucho desde
muy pequeño.
Se trataba de un
muchacho bien formado, con cabellos muy negros y más bien crespos, dientes
blancos y un cutis envidiado por sus hermanas. Además, poseía una sonrisa
cordial y sencilla. Su salud era excelente, cumplía a las mil maravillas con su
trabajo y amaba a sus hermanas, que parecían hermosas y avezadas al mundo. Le
gustaba Madrid, que todavía era un lugar inverosímil, y también su trabajo, que
llevaba a cabo entre luces resplandecientes y con camisas limpias, trajes de
etiqueta y abundante comida en la cocina, todo lo cual le parecía excesivamente
romántico.
Entre ocho y una
docena eran las personas que vivían en la Pensión Luarca y comían en el
comedor, pero Paco, el más joven de los tres mozos que atendían las mesas, sólo
tenía en cuenta a los toreros, los únicos que existían para él.
También vivían en
la pensión toreros de segunda clase, porque su situación en la calle San
Jerónimo les convenía, además de que la comida era excelente y el alojamiento y
la pensión resultaban baratos. El torero necesita la apariencia, si no de
prosperidad, por lo menos de crédito, ya que el decoro y el grado de dignidad,
aparte del valor, son las virtudes más apreciadas en España, y los toreros
permanecían allí hasta gastar sus últimas pesetas. No existen antecedentes de
que alguno de ellos hubiera abandonado la Pensión Luarca por un hotel mejor o
más caro; los de segunda clase no mejoraban nunca su situación; pero la salida
del Luarca se producía con rapidez ante la aplicación automática de la norma
según la cual nadie que no hiciese nada podía permanecer allí ya que la mujer a
cargo de la pensión únicamente presentaba la cuenta sin que se la pidieran
cuando sabía que se trataba de un caso perdido.
Por entonces eran
huéspedes de la pensión tres diestros, dos picadores muy buenos y un excelente
banderillero. El Luarca constituía un verdadero lujo para los picadores y
banderilleros, que, como tenían sus familias en Sevilla, necesitaban
alojamiento en Madrid durante la estación primaveral. Pero les pagaban bien y tenían
trabajo seguro, pues tal clase de subalternos escaseaban mucho aquella
temporada. Por lo tanto, era probable que esos tres subalternos ganasen más que
cualquiera de los tres matadores. De éstos, uno estaba enfermo y trataba de
ocultarlo; otro ya había perdido la preferencia que el público le otorgó como
novedad; y el tercero era un cobarde.
En cierta época,
hasta que recibió una atroz cornada en la parte baja del abdomen, en su primera
temporada como torero, el cobarde poseía coraje excepcional y habilidad notable
y todavía conservaba muchas de las sinceras admiraciones de sus días de éxito.
Era excesivamente jovial y reía constantemente, con o sin motivo. En la época
de sus triunfos fue muy aficionado a las chanzas, pero ahora había perdido ésa
costumbre. Estaban seguros de que ya no la conservaba. Este matador tenía un
rostro inteligente y franco, y se comportaba en forma muy correcta.
El matador enfermo
tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era minucioso en lo de
comer un poco de todos los platos que servían en la mesa. Tenía gran cantidad
de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus
trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero, antes de Navidad, y otro
en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre fueron bien
conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse enfermo fue un torero
muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía leer, tenía recortes
según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su debut en Madrid. Comía
siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba la vista del plato.
El matador que en
una ocasión fue una novedad en el ambiente era muy bajo, muy moreno y muy
serio. También comía solo en una mesa separada. Sonreía rara vez y nunca reía
con estruendo. Era de Valladolid, donde la gente es demasiado seria, y lo
consideraban un torero hábil; pero su estilo había pasado de moda antes de que
hubiese podido ganar el afecto del público con sus virtudes: coraje y serena
inteligencia. Por lo tanto, su nombre en un cartel no atraía público a la
plaza, La novedad consistía en su baja estatura, que apenas le permitía ver más
arriba de las cruces del toro, pero no era el único con esa particularidad y
jamás logró conquistar el afecto del público.
De los picadores,
uno tenía cara de gavilán y era canoso, delgado, pero con piernas y brazos
fuertes como el acero. Siempre usaba botas de ganadero debajo de los
pantalones; por las noches bebía demasiado, y en cualquier momento se detenía
en la contemplación amorosa de todas las mujeres de la pensión. El otro era
alto, corpulento, de cara trigueña, buen mozo, con el cabello negro como el de
un indio y manos enormes. Ambos eran grandes picadores, aunque del primero se
decía que había perdido gran parte de su destreza por entregarse a la bebida y
a la disipación; y del segundo, que era demasiado terco y pendenciero para
poder trabajar más de una temporada con cualquier matador.
El banderillero era
de edad madura, canoso, ágil como un gato a pesar de sus años y, al verle
sentado a la mesa, se diría estar en presencia de un próspero hombre de
negocios. Sus piernas estaban todavía en buenas condiciones para aquella
temporada y, mientras pudieran moverse, tenía bastante inteligencia y
experiencia como para conservar el trabajo por largo tiempo. La diferencia
estaría en que, cuando perdiera la rapidez de sus pies, siempre tendría miedo
en los aspectos que ahora no lo inquietaban, tanto en la arena como fuera de
ella.
Aquella noche,
todos habían salido del comedor, excepto el picador de cara de gavilán que
bebía demasiado, el subastador de relojes en las exposiciones regionales y
fiestas de España, que también era muy aficionado a empinar el codo, y dos
sacerdotes gallegos que estaban sentados en un rincón y bebían, si no
demasiado, por lo menos bastante. En aquella época, el vino estaba incluido en
el precio del alojamiento y la pensión, y los mozos acababan de traer frescas
botellas de Valdepeñas a las mesas del subastador de rostro estigmatizado,
luego a la del picador y, finalmente, a la de los dos curas.
Los tres camareros
estaban ahora en un extremo del salón. Según el reglamento de la casa, tenían
que permanecer allí hasta que abandonaran el comedor los comensales cuyas mesas
atendían, pero el que tenía a su cargo la mesa de los dos sacerdotes tenía que
asistir a una reunión de carácter anarcosindicalista, y Paco había aceptado
reemplazarlo en sus tareas habituales.
Arriba, el matador
enfermo estaba acostado boca abajo en la cama, solo. El diestro que había dejado
de ser una novedad miraba por la ventana mientras se preparaba para ir al café,
y el torero cobarde tenía en su cuarto a la hermana mayor de Paco y trataba de
lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre carcajadas, se negaba.
-Ven, salvajilla.
-No -dijo la mujer.
-Por favor.
-Matador -dijo
ella, cerrando la puerta-. Mi matador...
Dentro de la
habitación, él se sentó en la cama. Su rostro presentaba todavía la contorsión
que, en la arena, transformaba en una constante sonrisa, asustando a los espectadores
de las primeras filas que sabían de qué se trataba.
-Y esto -estaba
diciendo en voz alta-. Toma. Y esto. Y esto.
Recordaba
perfectamente la época de su plenitud, apenas hacía tres años. Recordaba el
peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella
cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como
en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar
en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos,
encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que
estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la
espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la
palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia
abajo, el hombro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo
quedaba sobre la pierna izquierda... pero, en seguida, el peso de su cuerpo no
descansó sobre la pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el
toro levantaba la cabeza él perdió de vista los cuernos y dio dos vueltas
encima de ellos antes de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a
matar, lo cual ocurría muy rara vez, no podía mirar los cuernos sin perder la
serenidad.
Abajo, en el
comedor, el picador miraba a los curas desde su asiento. Si hubiese mujeres en
el salón, a ellas hubiera dirigido su mirada. Cuando no había mujeres,
observaba con placer a un extranjero, a un inglés, pero, como no había ni
mujeres ni extranjeros, ahora miraba con placer e insolencia a los dos
sacerdotes. Entretanto, el subastador de cara estigmatizada se puso de pie y
salió después de doblar su servilleta, dejando llena hasta la mitad la botella
de vino que había pedido. No terminó toda la botella porque tenía varias
cuentas sin pagar en el Luarca.
Los dos curas no se
fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de ellos decía:
-Hace diez días que
estoy aquí, esperando verlo. Me paso el día entero en la antesala y no quiere
recibirme.
-¿Qué hay que
hacer, entonces?
-Nada. ¿Qué puede
hacer uno? No se puede ir en contra de la autoridad.
-He estado aquí dos
semanas, y nada. Espero, pero no quieren verme.
-Venimos de la
tierra abandonada. Cuando se acabe el dinero podemos volver.
-A la tierra
abandonada. ¿Qué le importa a Madrid, Galicia? Somos una región pobre.
-En Madrid es donde
uno aprende a comprender las cosas. Madrid mata a España.
-Si por lo menos
atendieran a uno, aunque fuese para una respuesta negativa...
-No. Tiene que
esperar hasta cansarse y desfallecer.
-Pues bien, ya
veremos. Puedo esperar como lo hacen otros.
En este momento, el
picador se puso de pie, caminó hacia la mesa de los sacerdotes y se detuvo
cerca de ellos, con su pelo canoso y su cara de gavilán, mientras los miraba
con una sonrisa.
-Un torero -explicó
uno de los curas al otro.
-¡Y qué torero!
-dijo el picador, y de inmediato salió del comedor, con la chaqueta gris, el
talle ajustado, las piernas estevadas y los estrechos pantalones que cubrían
sus botas de ganadero de altos tacones, que sonaron con golpes secos cuando se
alejó fanfarroneando, mientras sonreía porque sí. Su mundo profesional pequeño
y estrecho, era un mundo de eficiencia personal, de nocturnos triunfos
alcohólicos y de insolencia. Encendió un cigarrillo y salió rumbo al café, no
sin antes inclinar bien su sombrero en el zaguán.
Los curas salieron
inmediatamente después del picador, dándose prisa al advertir que eran los
últimos en abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en el salón, excepto
Paco y el camarero de edad madura, que limpiaron las mesas y llevaron las
botellas a la cocina.
En la cocina estaba
el muchacho que lavaba los platos. Tenía tres años más que Paco y era muy
cínico y mordaz.
-Toma esto -dijo el
hombre mientras llenaba un vaso de Valdepeñas y se lo ofrecía.
-¿Y por qué no? -y
el joven tomó el vaso.
-¿Y tú, Paco?
-Gracias -dijo
éste, y los tres se pusieron a beber.
-Bueno, yo me voy
-dijo el mozo viejo.
-Buenas noches -le dijeron
los jóvenes.
Salió y ellos se
quedaron solos. Paco tomó la servilleta que había usado uno de los curas y,
erguido, con los tacones plantados, la bajó mientras seguía el movimiento con
la cabeza, y con los brazos efectuó una lenta y vasta verónica. Luego se dio
vuelta y, adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el segundo pase, ganó un
poco de terreno sobre el imaginario toro y realizó un tercer pase, lento, suave
y perfectamente medido. Después recogió la servilleta hasta la cintura y
balanceó las caderas, evitando la embestida del toro con una media verónica.
El muchacho que
lavaba los platos, que se llamaba Enrique, lo observaba con un gesto de
desprecio.
-¿Qué tal es el
toro? -preguntó.
-Muy bravo -dijo
Paco-. Mira.
Y, deteniéndose,
erguido y esbelto, hizo cuatro pases más, perfectos, suaves, elegantes y
graciosos.
-¿Y el toro?
-preguntó Enrique, apoyado en el fregadero. Tenía puesto el delantal y todavía
no había terminado su vaso de vino.
-Tiene gasolina
para rato -contestó el otro.
-Me das lástima
-dijo Enrique.
-¿Por qué? ¿Está
mal?
-Fíjate.
Enrique se quitó el
delantal y, mientras señalaba al toro imaginario, esculpió cuatro gigantescas
verónicas perfectas y lánguidas, y terminó con una rebolera que hizo girar el
delantal sobre el hocico del toro mientras se alejaba de él.
-¿Qué te parece?
-concluyó-. ¡Y pensar que tengo que ganarme la vida lavando platos!
-¿Por qué?
-Por el miedo. El
mismo miedo que tendrías tú al encontrarte en la arena frente a un toro.
-No -replicó Paco-.
Yo no tendría miedo.
-¡Bah! Todos tienen
miedo. Pero un torero puede dominar ese miedo y vencer al toro. Cierta vez
intervine en una lidia de aficionados y tuve tanto miedo que escapé corriendo.
Todos creían que sería algo muy divertido. Tú también te asustarías. Si no
fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Y tú, un
muchacho del campo, te asustarías más que yo..
-No -dijo Paco.
En su imaginación
lo había hecho muchísimas veces. Infinidad de veces vio los cuernos, el hocico
húmedo del toro, las orejas crispadas y luego cómo agachaba la cabeza para la
embestida. Oía el golpe seco de los cascos del animal. Lo veía pasar a su lado
mientras él balanceaba la capa. Vio la nueva embestida y volvió a balancear la
capa, y luego una y otra vez, para concluir mareando al animal con su gran
media verónica y alejándose con oscilaciones de las caderas, con pelos del toro
que se habían prendido de los adornos de oro de su chaqueta en los pases más
ajustados. El toro había quedado hipnotizado y la multitud aplaudía con
entusiasmo... No, no tendría miedo. Otros podían sentirlo, pero él no. Sabía
que iba a ser así. Aunque siempre hubiera tenido miedo, estaba seguro de que
podría hacerlo con toda calma. Tenía confianza.
-Yo no tendría
miedo -repitió.
-¡Bah! -volvió a
exclamar Enrique, y después de una pausa agregó-: ¿Y si hiciéramos la prueba?
-¿Cómo?
-Mira -explicó el
lavador de platos-. Tú piensas siempre en el toro, pero te olvidas de los
cuernos. El toro tiene tanta fuerza que los cuernos cortan como un cuchillo, se
clavan como una bayoneta y matan como un garrote. Mira -y al decir esto abrió
un cajón de la mesa y sacó dos cuchillas de cortar carne-. Las ataré a las
patas de una silla. Luego haré de toro poniéndola delante de mi cabeza. Imaginémonos
que las cuchillas son los cuernos. Si logras hacer esos pases, puedes ser
considerado una cosa seria.
-Préstame tu
delantal. Lo haremos en el comedor.
-No -dijo Enrique,
despojándose repentinamente de su amargura habitual-. No lo hagas, Paco.
-Sí. No tengo
miedo.
-Pero lo tendrás,
cuando veas cómo se acercan las cuchillas...
-Ya veremos
-concluyó Paco-. Dame el delantal.
Y Enrique empezó a
atar las dos cuchillas de hoja gruesa y afilada como la de una navaja a las
patas de la silla, utilizando dos servilletas sucias que arrollaba a la altura
de la mitad de cada cuchilla, apretándolas lo más fuerte que le era posible.
Entretanto, las dos
camareras, hermanas de Paco, se dirigían al cine para ver a Greta Garbo en
«Anna Christie». De los dos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su
breviario, y el otro rezaba el rosario. Todos los toreros de la pensión,
excepto el que se encontraba enfermo, habían hecho ya su aparición nocturna en
el café Fornos, donde el picador corpulento y de cabellos negros jugaba al
billar, y el matador bajo y respetuoso se hallaba delante de una taza de café
con leche en una mesa muy concurrida, al lado del banderillero y de unos
obreros serios.
El picador canoso
dado a la bebida, tenía un vaso de brandy cazalás y observaba con placer la
mesa ocupada por el matador que ya había perdido el coraje, otro que renunciaba
a la espada para ser de nuevo banderillero y dos viejas prostitutas.
Por su parte, el
subastador estaba charlando con varios amigos en la esquina; el camarero alto
estaba en la reunión anarco-sindicalista, esperando con ansiedad la ocasión de
hacer uso de la palabra, y el mayor de los camareros se encontraba sentado en
la terraza del Café Álvarez, bebiendo una copa de cerveza. En cuanto a la dueña
de la Pensión Luarca, dormía ya, boca arriba, con el almohadón entre las
piernas. Era una mujer alta, gorda, honrada, limpia, tranquila y muy religiosa.
Todavía añoraba a su marido y no dejaba de rezar por él todos los días, a pesar
de que hacia veinte años que había muerto. El matador enfermo continuaba en su
cuarto, solo, acostado boca abajo, con un pañuelo en la boca.
En el desierto
comedor, Enrique estaba haciendo el último nudo en las servilletas que ataban
las cuchillas a las patas de la silla. Después dirigió las patas hacia adelante
y sostuvo la silla sobre su cabeza, a cada lado de la cual apuntaba una de las
afiladas cuchillas.
-Pesa mucho -dijo-.
Mira, Paco, va a ser muy peligroso. No lo hagas.
Estaba sudando...
Frente a él, Paco
sostenía el delantal extendido, con un pliegue en cada mano, con los pulgares
arriba y los índices hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria bestia.
-Avanza en línea
recta -indicó-. Luego vuélvete como hace el toro. Y hazlo todas las veces que
quieras.
-¿Y cómo sabrás
cuándo cortar el pase? -preguntó Enrique-. Es mejor hacer tres y después una
media.
-Entendido. Pero,
¿qué esperas? ¡Eh, torito! ¡Ven, torito!
Con la cabeza
gacha, Enrique corrió hacia él, y Paco balanceó el delantal junto a la afilada
cuchilla, que pasó muy cerca de su vientre, negro y liso, de puntas blancas, y
cuando Enrique se dio vuelta para volver a atropellar, vio la masa cubierta de
sangre del toro y oyó el golpe de los cascos que pasaban a su lado, y, ágil
como un gato, retiró la capa, dejando que aquél siguiera su carrera. Enrique
preparó entonces una nueva embestida y esta vez, mientras calculaba la
distancia, Paco adelantó demasiado su pie izquierdo -cosa de dos o tres
pulgadas- , y la cuchilla penetró en su cuerpo con la misma facilidad que si se
hubiese tratado de un odre. Entonces sintió un calor nauseabundo junto con la
fría rigidez del acero. Al mismo tiempo oyó que Enrique gritaba:
-¡Ayl ¡Ay! ¡Déjame
que lo saque! ¡Déjame sacártelo!
Paco cayó hacia
adelante, sobre la silla, sosteniendo todavía en sus manos el delantal
convertido en capa. Enrique, en su afán de separar al compañero, empujaba la
silla, y la cuchilla se hundía en él, en él, en Paco...
Por fin salió, y él
se sentó sobre el piso, en el charco caliente que se agrandaba cada vez más.
-Ponte la
servilleta encima. ¡Fuerte! -dijo Enrique-. Aprieta bien. Iré corriendo en
busca del médico. Debes contener la hemorragia.
-Haría falta una
ventosa de goma -respondió Paco, que había visto usar eso en la arena.
-Yo atropellé en
línea recta -balbuceó Enrique, sollozando-. Lo único que quería era mostrarte
el peligro...
-No te preocupes
-la voz de Paco parecía lejana-, pero trae el médico.
En la arena, cuando
alguien resulta herido, lo levantan y lo llevan corriendo a la sala de
operaciones. Si la arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al
sacerdote...
-Avisa a uno de los
curas -continuó Paco, que sostenía la servilleta con todas sus fuerzas contra
la parte baja del abdomen. No podía creer que le hubiera ocurrido aquello.
Pero Enrique ya estaba
en la calle San Jerónimo y se dirigía corriendo hacia el dispensario de
urgencia. Paco se quedó solo. Primero se levantó, pero el dolor lo hizo caer de
nuevo, y permaneció en el suelo hasta lanzar el último suspiro, sintiendo que
su vida se escapaba como el agua sucia sale de la bañera cuando uno levanta el
tapón. Estaba asustado, y, al sentirse desfallecer, trató de decir una frase de
contrición. Recordaba el comienzo, pero apenas pronunció, con la mayor rapidez
posible: «¡Oh, Dios mío! Me arrepiento sinceramente de haberte ofendido, a Ti,
que mereces todo mi amor, y resuelvo firmemente...»; se sintió ya demasiado
débil y cayó boca abajo sobre el piso, expirando en pocos segundos. Una arteria
femoral herida se vacía más pronto de lo que uno piensa.
Mientras el médico
del dispensario subía por la escalera acompañado por el agente de policía, que
llevaba del brazo a Enrique, las dos hermanas de Paco estaban en el monumental
cinematógrafo de la Gran Vía. La película de la Garbo les deparó una gran desilusión.
Nadie quedó conforme con el mísero papel de la gran estrella, pues estaban
acostumbrados a verla siempre rodeada de gran lujo y esplendor. Los
espectadores demostraban su desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros
habitantes del hotel estaban haciendo casi exactamente lo mismo que cuando
ocurrió el accidente, excepto los dos curas, que habían terminado sus
devociones y se preparaban para ir a dormir, y el canoso picador, que trasladó
su copa a la mesa ocupada por las dos viejas prostitutas. Un poco más tarde
salió del café con una de ellas: la que había acompañado en la borrachera al
matador que perdiera el coraje.
Y el joven Paco no
se enteró nunca de esto ni de lo que aquella gente iba a hacer al día
siguiente. Ni se imaginaba cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían sus
existencias. Murió, como dice la frase española, lleno de ilusiones. No había
tenido tiempo en su vida para perder ninguna de ellas, ni siquiera, al final,
para completar un acto de contrición.
Tampoco tuvo tiempo
para desilusionarse por la película de Greta Garbo, que defraudó a todo Madrid
durante una semana.
en Cuentos, 2007
No hay comentarios.:
Publicar un comentario