Fue el rector que encabezó con los estudiantes la reforma de la Universidad Católica.
El actual Alcalde de La Reina, Premio Nacional de Arquitectura y ex Intendente de Santiago hace el balance de un tiempo de audacia e imaginación, en un recorrido por la memoria de hace tres décadas que en el Chile de hoy parece ayer.
En la reflexión sobre sus casi ochenta años de vida, Fernando Castillo Velasco nunca duda. Ante la pregunta de cuál ha sido la etapa más apasionante de su vida, la respuesta siempre es la misma: aquella que en agosto de 1967 lo ubicó frente a la puerta de la Casa Central de la Universidad Católica, tomada por los estudiantes que exigían cambios y mayor participación. Mientras abría el candado que ponía fin a la toma, el entonces exitoso arquitecto y flamante alcalde de La Reina, entraba a la historia secundado por el desparpajo de una vanguardia de la generación de los sesenta que un año después revolucionaría el rígido sistema universitario de los principales países del mundo occidental.
Tiempos de pasión, de vértigo, de debate y conflictos, rememora hoy, cruzado por el activismo que le demanda su cargo de Alcalde por cuarta vez, y la pasividad que le exige su rol de protagonista de un momento clave de la historia social y cultural del Chile de este siglo.
Tiempos de cambios, de iras y desvelos, que evoca y convoca con la furia de la nostalgia. Por algo fue el rector de la reforma, padre de miristas, conductor y protector de iconoclastas.
A estas alturas, quizás de los pocos que mantienen el espíritu de esa época. Porque a la hora de confrontar la historia habría que añadir que gran parte de sus muchachos de entonces, a diferencia del maestro, hoy ya no son los mismos.
¿Qué significa asumirse como rector de una reforma tan importante como aquella que partió hace treinta años atrás?
Por humilde que seamos creo que tenemos que valorar como algo importante la reforma, porque treinta años después, generalmente en Chile no quedan vestigios de recuerdos de nada. Así que estoy contento de haber sobrevivido treinta años más para ser partícipe hoy de los recuerdos, los comentarios y los antagonismos que pueden haber provocado ese proceso. Siento que todavía este pueblo chileno está vivo y puede debatir intelectualmente, como lo hacíamos hace treinta años. Vivimos algo importante que partió el 11 de agosto de 1967, cuando se produjo la toma de la Casa Central, y que siguió durante los siete años de reforma que vivió la Universidad Católica.
¿Y por qué hoy día defendería lo que ocurrió hace treinta años atrás en la Universidad Católica?
Lo defendería por una sola cosa: por el entusiasmo, la vocación, el espíritu esperanzado de crear un mundo nuevo que los estudiantes de la época tenían. Ese valor, esa trascendencia de una juventud participativa y alentadora es lo que cuenta. ¡Cuántos errores cometimos no importan mucho comparativamente con lo que movilizó las conciencias, el espíritu, la vocación de servicio, la solidaridad, en un período en el cual los estudiantes fueron capaces de pensar y abrir sus espacios y actuar en la política chilena!
Después de la reforma todos dicen que la universidad ya no fue la misma. ¿Qué es lo que rescata de ese proceso de cambio?
La dictadura hizo cuanto fue posible por aniquilar el espíritu de la reforma, para ello destrozó todo el sistema universitario chileno, a excepción un poco de la Universidad Católica, que ha perdurado en su espíritu, en el sentido que la universidad es una comunidad en trabajo, es solidaria entre estudiantes, profesores y administrativos. Y todos en una actitud creadora están tratando de hacer universidad. Yo diría que las estrategias, las políticas del gobierno de la dictadura lesionaron gravemente al sistema universitario, pero lesionaron más que nada a toda la cultura chilena, lesionaron al espíritu de los chilenos. El individualismo que provocó la dictadura es un agente que se infiltró al interior de la universidad, pero lo importante es que estamos saliendo de eso.
A propósito de debate, treinta años después también se revive el clima de ese tiempo, cuando hoy desde la derecha se reivindica el surgimiento del gremialismo, que nace con el “caos” de la reforma en la Universidad Católica.
Un filósofo brasilero que trabajó con nosotros mucho tiempo hablaba de que la universidad era un bello caos. Así que cuando me hablan de caos yo me sonrío, porque creo que la humanidad militarizada no produce grandes ilusiones y esperanzas que movilizan al pueblo. Los gremialistas fueron quienes provocaron la movilización política en contra de un gobierno socialista que no tuvo la debida moderación para haber logrado un proceso de transformación en Chile. Y fueron los gremialistas los que se aprovecharon de la falta de paciencia de una generación llevando gente a su molino y, como lo dice el señor Leturia, provocando una adhesión que existió al interior de la universidad, y que posteriormente se propagó a lo largo de todo el país. No cabe duda que los gremialistas, políticos por excelencia, generaron este movimiento en que se decían apolíticos. Fue lo que provocó la caída de Allende, y la detención del proceso de reforma de la universidad.
Y lo acusaron de político.
Ellos decían que yo era político, pero la reforma fue plural y fue política, porque la política no desaparece de los claustros universitarios. El Consejo Superior de la Universidad los acogía a todos en plenitud: a los marxistas y cristianos, y todos juntos determinamos hacer de la Universidad Católica una universidad católica. Los estatutos que aprobamos después de siete años de labor fue decir que esta Universidad Católica responde al mensaje del evangelio y, por tanto, nuestra filosofía, nuestro punto de partida para la reflexión científica, teológica y filosófica surge de los valores del cristianismo. Nunca la Universidad Católica fue más católica y nunca tuvo mayor participación plural que la que hubo en ese tiempo. Posteriormente, ningún rector dejó de sentir la responsabilidad de que hay ciertos valores básicos fundamentales en la Universidad Católica que no pueden ser destruidos, y que hay que acogerse a ellos para gobernar la universidad. Han habido pocas revoluciones en una estructura de la dimensión de la Universidad Católica, donde se haya hecho tantas transformaciones revolucionarias en una plenitud de tranquilidad y de respeto entre las personas.
Uno de los puntos centrales de esa transformación fue el rol que asumieron los estudiantes, quienes exigían participación, en una reivindicación que treinta años después sigue vigente si la confrontamos con los estudiantes de las distintas universidades del país que piden lo mismo. ¿Cómo observa ese paralelo?
Lo trascendente que tiene la situación actual de los estudiantes en las calles es que podemos apreciar que la tiranía fue un paréntesis en la historia de Chile, porque los estudiantes de ayer, del año 67, son exactamente los mismos estudiantes de hoy. Las cosas que ha planteado el presidente de la FECH, son las mismas que plantearon los estudiantes en el año 67: la democratización del poder, la participación comprometida de los estudiantes. Un gobierno colegiado donde participen todos sus estamentos, y un sentido misional que es interpretar la cultura de nuestro pueblo, y desarrollarla. Pero tres décadas después se plantea lo mismo, con una diferencia : la sociedad no se compromete en el problema. Este proceso actual podía haber sido más violento si no es por la sensibilidad social del Presidente de la FECH, que entendió que no podía exacerbarlo, pero logró avances a través de un proceso ordenado. Por otra parte, el Ministro de Educación tuvo mejor criterio que los ministros de la época, y entendió los postulados de los estudiantes.
Pero, esa reforma universitaria que surge el ’67, tiene que ver con los anhelos de toda una generación que estaba en distintos lados, y hoy pareciera que Roco y los estudiantes son una isla en medio de una sociedad complaciente y de una generación aparentemente poco impugnadora.
Este país tuvo casi veinte años de tiranía y retrocedió culturalmente, socialmente, y en todo sentido varios años hacia atrás que 1973. Recién ahora estamos recuperando terreno de un bache de muchos años, que lesionó la cultura chilena. Sin embargo, cuando en el año ’67, los estudiantes pidieron participación, y los profesores de la Universidad Católica acogieron en su gran mayoría esta petición, la verdad es que la sociedad chilena estaba menos capacitada para aceptar una reivindicación de esta naturaleza. Costó mucho en esa época hacer entender los valores que encerraba la participación estudiantil. Se decía que los estudiantes no tenían desarrolladas sus inteligencias para asumir esa responsabilidad; que eran transeúntes en la universidad y que, entonces, no podían estar responsablemente participando en los gobiernos. Hoy, se acepta este derecho, no ha habido grandes trastornos como antes los hubo. No reclamo que la sociedad de entonces era peor que la de ahora, todo lo contrario. Esa sociedad de entonces estaba preocupada, era lúcida para juzgar las cosas, se generaban polémicas, y había disputas intelectuales sobre todos los temas. Hoy, existe una sociedad pasiva que acepta las cosas sin preocuparse de nada, sin interés ante procesos que van a ser de enorme trascendencia.
LA OPACIDAD DEL ESTADO
Acerca del rol de la universidad, usted ha señalado que hoy se ha roto la continuidad del pensamiento, en tanto la universidad debe penetrar realmente en la reflexión de todos los campos del saber, “una reflexión profunda para ser guía intelectual del país, en las ciencias abstractas, en las ciencias humanas, en todo.” ¿Hacia dónde apunta su crítica?
Creo que la incorporación de universidades al sistema privado, donde la posibilidad de la universidad es subsistir si hay alumnos que paguen matrículas y financien los estudios, impide que exista un compromiso con la comunidad nacional, y una investigación sobre el ser cultural de los chilenos, porque se limitan a la enseñanza profesional, a que cada alumno adquiera una destreza que lo acompañe en su vida profesional, pero se descuida mucho la formación conceptual, básica, del ser humano como tal. Los valores de la solidaridad, de la imaginación, de la intuición, de la relación con el pueblo, con la base de la estructura social, para sacar de allí las verdaderas aspiraciones de los chilenos, eso no cabe porque no es posible. Y, las universidades estatales que debieran cumplir esa misión porque tienen recursos extraordinarios sobre las otras universidades y debieran gastarlo en eso, también entran en este tipo de competencia. Las universidades son profesionalizantes, y no lugares de gran excelencia en la investigación. Eso lo digo respetando todo lo que pasa en la Universidad Católica, y en la Universidad de Chile, donde hay investigación, y hay compromiso, pero se trata de un clima general que hoy envuelve el concepto de universidad.
¿No cree que en ese diagnóstico influyen el mercantilismo de la sociedad actual, y el desdibujado rol del Estado frente a este tema?
Sí, pienso que la opacidad con que actúa el Estado en relación a la educación es tremendamente trágica. Creo que así como el transporte colectivo debe ser una función del Estado para que la ciudad funcione, el Estado debe participar en las políticas, en las definiciones de la educación, para hacer de ella un factor fundamental en su proyecto de gobierno. Si no, estamos perdidos. Hace poco firmé un convenio entre la Municipalidad de La Reina y la Universidad ARCIS, y dije en ese acto que el abismo que hay entre los que gozan de saber y del poder saber es inmenso. Se trata de niños que estudian en las escuelas públicas, y que ya saben al entrar al colegio que el término de su capacitación y de su formación está en el cuarto medio como máximo. Nuestro proyecto persigue que 100 niños entren a la universidad cuando egresen del cuarto año medio. Si nosotros abrimos las puertas de la universidad por las potencialidades que tienen los niños y no por lo que han cosechado porque vienen de hogares pudientes que tienen libros, televisión, y alimentación adecuada, eso va a alentar al sistema entero y va a darle optimismo a los profesores y directores de colegios. Esto puede ser el comienzo de un proceso en el cual los chilenos vayan conquistando poco a poco, entrando por sus ramales y variantes, a una mejor calidad en la educación.
Ésa es la utopía de Fernando Castillo Velasco, sólo que se confronta con un sistema que es implacable, y con un Estado que no se decide a asumir su rol en relación a la educación superior.
Es cierto que el Estado perdió su sentido misional en cuanto a la educación, y se ha abocado a una labor más de convivencia social, pero en la cual el individuo se rasca con sus uñas, y sus éxitos y fracasos dependen de la cuantía de sus remuneraciones. Yo espero una mayor presencia del Estado en la educación. El Estado debe participar más activamente como generador de una filosofía de vida y una filosofía en la formación y en la capacitación de los estudiantes. En esto, los gobiernos radicales fueron muy sensibles. Y creo que el presidente Frei Montalva también dio un paso enorme en el sentido de elevar los niveles de educación de los niños, y de hacer de la educación un instrumento de gobierno tremendamente importante. Pero hoy no ocurre eso.
¿Finalmente, por qué usted que tiene una trayectoria tan importante en tanto arquitecto, alcalde, intendente, al momento de hacer el balance de su vida rescata por sobre todo el período en que fue rector de la Universidad Católica?
Yo era profesor de la Escuela de Arquitectura, estaba en los talleres, allí se transmiten inspiraciones arquitectónicas un poco al margen de la política, y luego verme envuelto en esa atmósfera de una tremenda potencialidad, de una tremenda imaginación, de una tremenda audacia, como es la juventud, resultaba muy cautivante. El estar inmerso en este lugar de disputa acalorada, permanente, tan sin tregua, era apasionante. Estaba en una vorágine, con un Consejo Superior tremendamente grande en cantidad y en calidad, y participar en esos debates de orden filosófico o científico era increíble. Un arquitecto es capaz de mirar un campo amplio sin penetrar mucho. Allí era lo contrario. Estar sentado permanentemente al lado del Cardenal, en que él, con santa paciencia, miraba el acontecer y participaba solamente para cambiar los climas espirituales de la gente cuando llegaba al momento de mucha violencia, fue un proceso más que interesante. ¡Era todo un mundo demasiado rico, en el que la arquitectura o la alcaldía jamás van a poder competir frente a esa cantidad de temas, conflictos, o situaciones sociales y humanas que me tocó vivir!
¿Es que siente nostalgia de ese clima, de esa época, de esos debates?
Yo creo que cumplí una tarea. Luego del golpe, no me resté a la participación en las universidades, estuve en la universidad extra muros durante toda la dictadura, trabajando muy activamente en la universidad marginada. Posteriormente, en la Universidad ARCIS, ayudando a la reflexión de crear una universidad nueva. El sentido de los valores de la universidad no los he perdido. No sé si hay nostalgias, pero estar inmerso en ese mundo de la universidad era una tremenda tensión y, a la vez, una esperanza permanente y una tremenda alegría, sobre todo cuando se conquistaban lugares que no son espacios físicos, sino que son espacios intelectuales, es el juego de las ideas entre unas y otras disciplinas.
La universidad, como concepto, es el lugar donde se cumple un compromiso fundamental con el pueblo al cual pertenece. Esa idea ha desaparecido, quizás porque la palabra “pueblo” hoy día está vetada, nadie la pronuncia. Ni los sociólogos, ni los sicólogos, ni los matemáticos, pero el pueblo realmente existe. Esa masa inmensa de gente más desvalida, más desamparada, que tiene sueños, que tiene inquietudes, hay que apoyarla. Pero nadie más lo podrá hacer si no es el férreo compromiso de la universidad con su pueblo.
en La Época, agosto de 1997
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