¿Debo hablar igualmente de lo que se ha llamado la ausencia de melodía en Stravinsky? Sin tomar una actitud polémica, pero estando dada una tradición melódica heredada de Italia y de Alemania (entiéndase bien que nos referimos a los italianos de los siglos XVII y XVIII, como a los alemanes de los siglos XVIII y XIX) se ha constatado que Stravinsky no tenía el “don melódico”. Queda de saber si Stravinsky no ha más bien amplificado y divulgado una construcción melódica derivada de una cierta forma de canto popular. Y puede ser en este punto preciso donde se ubique el malentendido de sus temas “folklóricos” (un poco de malevolencia referida a ese calificativo así empleado para el plagio y la falta de invención).
La tendencia de Stravinsky a la fijación vertical de material sonoro, la encontramos en efecto bajo una forma horizontal. En ese sentido, cuando las notas de un modo están inicialmente determinadas a una altura dada, las notas de toda la estructura melódica no saldrán de la escala así establecida. Como frecuentemente no se utilizan todas las notas del modo, o como, en el caso contrario, los puntos de apoyo tienen la ubicación preponderante, se toma inmediatamente el aspecto estático que reviste una tal melodía desde el punto de vista sonoro y es esto, yo creo, este aspecto estático de la escala lo que hace denunciar una pretendida “ausencia de melodía”. Se descubre igualmente la relación con las melodías sobre los modos defectivos (defectuosos) de las músicas de Indochina, del Tíbet, por ejemplo, o de África negra, y más cerca de Stravinsky, de ciertas melodías populares cuyo reflejo sonoro nos era ya familiar con Borodin y Mussorgsky, principalmente. No se trata pues de una ausencia de melodía, sino más bien de un cierto aspecto de la melodía –con una tendencia arcaizante desde el punto de vista tonal– lo que no hace más que corroborar todo el sobresalto de Stravinsky a favor de un lenguaje tonal arcaizante a fuerza de agruparse alrededor de atracciones primariamente polarizantes. Podemos anunciar: “arcaizante” sin ningún tipo de temor, ya que el lenguaje de “La Consagración...” [1913] –todavía más que el de “Bodas” [1923] y el del “Zorro” [1916]– ha creado, en relación a la evolución del lenguaje con Wagner y después de él, con lo que se puede llamar geográficamente un fenómeno de barra, y ese arcaísmo tiene sin duda permiso, como lo hemos hecho notar, de indagaciones más audaces sobre las estructuras rítmicas.
He llegado a pensar, a fin de cuentas, que esta obra tiene, a despecho de y gracias a sus lagunas, una tan grande utilidad en la evolución musical equiparable al “Pierrot Lunaire” [de Arnold Schönberg, Op. 21, 1912.], por ejemplo. Porque si bien no pueden retenerse casi ninguna de las características de los modos de escritura de “La Consagración...” –no más que los de “Bodas”– que son una supervivencia, la escritura rítmica, en cambio quedan todavía poco más menos inexplorados, al menos en sus consecuencias internas; porque no hay lugar a dudas para nadie que ciertos procedimientos más o menos mecanizados de una manera “contraplaqueada” (es decir, en placas o planos separados y opuestos), han pasado en el lenguaje contemporáneo bajo una forma de colorido rítmico, de la misma manera que se le ha aplicado ese calificativo a un colorido resumido de las tonalidades con algunos intervalos de tendencias anárquicas. Destaquemos que son pocas las obras a lo largo de la historia de la música que pueden vanagloriarse de tal privilegio: que no se ha podido agotar, después de cuarenta años, su potencial de novedad. Digamos aquí que esta novedad es sobre un plano único, el del ritmo; pero es justamente esta restricción la que representa una suma de invención y una calidad en el descubrimiento fuertemente envidiables.
Puede ser que, al paso de las conclusiones que yo he ido dando a continuación de los diferentes análisis, se me encuentre una cierta tendencia a exagerar las relaciones asimétricas, a no tener en cuenta el inconsciente. ¿Debo repetir que no he pretendido descubrir un procedimiento creador sino solamente dar cuenta del resultado, estando las relaciones aritméticas totalmente tangibles a simple vista? Si yo he podido destacar todas esas características estructurales es porque ellas estaban allí, y poco me importa entonces si han sido puestas en la obra conscientemente o inconscientemente, y con qué porcentaje de trabajo o de “genio”. Establecer una tal génesis de “La Consagración...” sería de un gran interés especulativo, descartando, no obstante, su sólo objeto musical, que es al cual yo he querido limitarme.
Sin embargo, es imposible no interrogarse con cierta angustia sobre el caso Stravinsky. ¿Cómo explicar, después de “Las Bodas”, ese agotamiento acelerado que se manifiesta por un esclerosamiento en todos sus dominios: armónico y melódico, donde se termina en un academicismo falsificado, o en el aspecto rítmico mismo, donde se ve producirse una penosa atrofia? ¿Se podrá hablar entonces de reacción de uno de sus dominios sobre el otro? En efecto, puede constatarse, al principio del siglo XX, una curiosa disociación entre la evolución del ritmo y la evolución del material sonoro propiamente dicho: por una parte Schönberg, Berg, Webern, punto de partida de una morfología y de una sintaxis nuevas pero ligados a una supervivencia rítmica (esto es dando una mirada muy resumida a la Escuela de Viena, porque hay entre ellos diferencias irreductibles); por otra parte, Stravinsky. A mitad camino, sólo Bartók, cuyas investigaciones sonoras no caen jamás en los atolladeros de Stravinsky, si bien están bastante lejos de alcanzar el nivel de los Vieneses; cuyas investigaciones rítmicas no igualan, están lejos de ello, a las de Stravinsky, las que son, gracias, en último término, al plano folklórico, superiores en general a las de los Vieneses.
Si, pues, consideramos el caso Stravinsky, sus lagunas de escritura han tomado el paso sobre sus descubrimientos rítmicos, les han impedido terminar. Lagunas de escritura de todo orden, y tanto es así en el dominio del lenguaje propiamente dicho como en el del desarrollo. Lógicamente, Stravinsky no podía contentarse con un sistema resumido colmado con fórmulas compositivas y anarquizantes. Reencontrar una jerarquía ya probada, coloreada con eclecticismo, fue un alivio inmediato para la hipnosis.
Poco nos importan, por lo demás, los juegos de prestidigitación –donde el objeto escamotea el manipulador– puesto que ya existía antes un verdadero dominio de Stravinsky. Es también en este período donde se lo tiene que tomar diversamente consciente de un mundo nuevo –de una manera más o menos episódica, más o menos racional–, y es necesario retener el nombre de Stravinsky en primer plano; sobre todo cuando la expansión tardía de Schönberg, Berg y Webern a puesto cruelmente sobre el candelero sus errores y lo ha bajado de su pedestal de mago único. Que sea la de Stravinsky, que sea la Schönberg, por otra parte, las deificaciones prematuras no son nuestra intención. ¿Quién soñaría con lamentarse, sino los espectadores frenéticamente turiferarios (turiferario es el clérigo que lleva el incensario en la ceremonia religiosa; en el párrafo posee el sentido de quienes querrían mantener las cosas sin cambio o regresar a lo anterior), por regresar a una óptica menos afectiva?
Posdata: Se nos podría censurar por tener una actitud tan unilateral frente al ritmo, o al menos asombrarse de la importancia hipertrofiada que le atribuimos. En verdad, nos parece que el problema del lenguaje propiamente dicho está mucho más cerca de una solución con la adopción –cada vez más esparcida– de la técnica serial; entonces, se trata esencialmente de restablecer un equilibrio. Al lado de todas las disciplinas musicales, en efecto, el ritmo no se ha beneficiado más que de nociones muy resumidas que cada uno puede encontrar en los solfeos usuales. ¿Es necesario ver allí solamente una deficiencia didáctica? Puede pensarse más válidamente que, después del final del Renacimiento, el ritmo no ha sido considerado al igual que los otros componentes musicales y que se ha hecho la parte más bella con la intuición y el buen gusto.
Si se quiere encontrar la actitud más racional frente al ritmo en nuestra música occidental, es necesario llamar a Philippe de Vitry, Guillaume de Machault y Guillaume Dufay. Sus motetes isorrítmicos son un testimonio decisivo sobre el valor constructivo de las estructuras rítmicas en relación a las diferentes secuencias implicadas en las cadencias. Que mejor precedente que invocar las indagaciones contemporáneas y relacionarlas con esas otras investigaciones, las de esa época, en la que la música no sólo era un arte sino que también era considerada una ciencia, lo que evitaba toda suerte de cómodos malentendidos (a pesar de la permanencia de un no menos cómodo escolasticismo).
“La isorritmia”, dice Guillaume de Van en su prefacio a las obras de Dufay, “fue la expresión más refinada del ideal musical del siglo XIV, la esencia a la cual sólo un pequeño número podía penetrar y que constituía el supremo testimonio de la habilidad del compositor... Las restricciones impuestas por las dimensiones rígidas de un plan que determinaba con antelación los más pequeños detalles de la estructura rítmica no limitaban de ninguna manera la inspiración del Cambresiano, porque sus motetes daban la impresión de composiciones libres, espontáneas, en tanto que de hecho, el canon isorrítmico es estrictamente observado. Es este armonioso equilibrio entre la melodía y la estructura rítmica lo que distingue a las obras de Dufay de todo el repertorio del siglo XIV (con excepción de Machault)”.
Se ve entonces, cosa que puede parecer impensable a muchos oyentes e incluso a muchos compositores contemporáneos, que la estructura rítmica de esos motetes “precedía” a la escritura. No solamente hay aquí un fenómeno de disociación, sino más bien una marcha contraria a la que observamos en la evolución de la historia de la música occidental a partir del siglo XVII.
Después de esta brillante eflorescencia, tan desconocida en nuestros días bajo ese aspecto reservado a los especialistas solamente, puede verse un intento de control sobre el ritmo en las piezas “medidas a la antigua” de Claudio el Joven y de Mauduit. El prefacio de una edición de esta época pone el acento sobre la importancia que debe revestir la estructura rítmica en relación al contexto “armónico”. “Los antiguos que han tratado sobre la música”, dice allí, “la han dividido en dos partes: armónica y rítmica... La rítmica ha sido puesta por ellos en tal perfección que han logrado efectos maravillosos... Después esa rítmica ha sido descuidada de tal manera que ella se está perdiendo del todo... Nadie se ha preocupado para poner un remedio a esto, hasta Claudio el Joven, que es el primero, enardecido de sacar a esa pobre rítmica de la tumba donde ella había estado durante tanto tiempo yaciendo para emparejarla a lo armónico”.
No es cuestión de discutir lo bien fundado de esta descendencia greco–latina, sino más bien constatar que, antes de la solución simplista de la barra del compás, primero se estaba preocupado en coordinar de una manera coherente las nociones rítmicas de la música, componentes del mismo nivel de importancia que las nociones armónicas y contrapuntísticas.
También sería tiempo de adherir a una lógica semejante, indispensable si se tiene el cuidado de remediar la falta de cohesión que hemos destacado en el curso de este estudio, entre la evolución de la polifonía y el descubrimiento rítmico. Y no creemos contradecirnos, ni jugar sobre una paradoja, avanzando en que es necesario desligar el ritmo del lado “espontáneo” con el cual se lo ha atribuido generosamente durante tanto tiempo; es decir, desligar el ritmo de una expresión propiamente dicha de polifonía, promoverlo al rango de factor principal de la estructura reconociendo con ello que puede preceder a la polifonía; esto tiene por objeto ligar más estrechamente aun, pero también más sutilmente, la polifonía al ritmo.
"Stravinsky demeure", 1960
Traducción de Andrés Edgardo Garis Greenway
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