Primera
parte
1
¿Cómo y por qué llegué hasta allí? Por los mismos
motivos por los que he llegado a tantas partes. Es una historia larga y, lo que
es peor, confusa. La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo
un metro, línea tras línea, centímetro tras centímetro, hasta llegar a ciento o
a mil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces
los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros, más
perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida
pasada. Creo que, primero o después, estuve preso. Nada importante, por
supuesto: asalto a una joyería, a una joyería cuya existencia y situación
ignoraba e ignoro aún. Tuve, según perece, cómplices, a los que tampoco conocí y
cuyos nombres o apodos supe tanto como ellos los míos; la única que supo algo fue
la policía, aunque no con mucha seguridad. Muchos días de cárcel y muchas
noches durmiendo sobre el suelo de cemento, sin una frazada; como consecuencia,
pulmonía; después, tos, una tos que brotaba de alguna parte del pulmón herido.
Al ser dado de alta y puesto en libertad, salvado de la muerte y de la
justicia, la ropa, arrugada y manchada de pintura, colgaba de mí como de un
clavo. ¿Qué hacer? No era mucho lo que podía hacer; a lo sumo, morir; pero no
es fácil morir. No podía pensar en trabajar -me habría caído de la escalera- y
menos podía pensar en robar: el pulmón herido me impedía respirar
profundamente. Tampoco era fácil vivir.
En ese estado y con esas expectativas, salía a la calle.
-Está en libertad. Firme aquí. ¡Cabo de guardia!
Sol y viento, mar y cielo.
2
Tuve por esos tiempos un amigo; fue lo único que tuve
durante algunos días, pero lo perdí: así como alguien pierde en una calle muy
concurrida o en una playa solitaria un objeto que aprecia, así yo, en aquel
puerto, perdí a mi amigo. No murió; no nos disgustamos; simplemente, se fue.
Llegamos a Valparaíso con ánimos de embarcar en cualquier buque que zarpara
hacia el norte, pero no pudimos; por lo menos yo no pude; cientos de
individuos, policías, conductores de trenes, cónsules, capitanes o gobernadores
de puerto, patrones, sobrecargos y otros tantos e iguales espantosos seres
están aquí, están allá, están en todas partes, impidiendo al ser humano moverse
hacia donde quiere y como quiere.
-Quisiera sacar libreta de embarque.
-¿Nacionalidad?
-Argentino.
-¿Certificado de nacimiento?
-No tengo.
-¿Lo ha perdido?
-Nunca tuve uno.
-¿Cómo entró a Chile?
-En un vagón lleno de animales.
(No era mentira. La culpa fue del conductor del tren:
nuestra condición, en vez de provocarle piedad, le causó ira; no hizo caso de
los ruegos que le dirigimos -¿en qué podía herir sus intereses el hecho de que
cinco pobres diablos viajáramos colgados de los vagones del tren de carga?- y
fue inútil que uno de nosotros, después de mostrar sus destrozados zapatos,
estallara en sollozos y asegurara que hacía veinte días que caminaba, que tenía
los pies hechos una llaga y que de no permitírsele seguir viaje en ese tren,
moriría, por diosito, de frío y de hambre, en aquel desolado Valle de
Uspallata. Nada. A pesar de que nuestro Camarada utilizó sus mejores sollozos,
no obtuvimos resultado alguno. El conductor del tren, más entretenido que
conmovido ante aquel hombre que lloraba, y urgido por los pitazos de la locomotora,
mostró una última vez sus dientes; lanzó un silbido y desapareció en la
obscuridad, seguido de su farol. El tren partió. Apenas hubo partido, el hombre
de los destrozados zapatos limpió sus lágrimas y sus mocos, hizo un corte de manga
en dirección al desaparecido conductor y corrió tras los vagones; allá fuimos
todos: eran las dos o las tres de la madrugada, corría un viento que pelaba las
orejas y estábamos a muchos kilómetros de la frontera chilena, sólo un inválido
podía asustarse de las amenazas del conductor. El tren tomó pronto su marcha de
costumbre y durante un rato me mantuve de pie sobre un peldaño de la escalerilla,
tomado a ella con una mano y sosteniendo con la otra mi equipaje. Al cabo de
ese rato comencé a darme cuenta de que no podría mantenerme así toda la noche:
un invencible cansancio y un profundo sueño se apoderaban de mí, y aunque sabía
que dormirme o siquiera adormilarme significaba la caída en la línea y la muerte, sentí, dos o tres veces, que mis músculos, desde
los de los ojos hasta los de los pies, se abandonaban al sueño. El tren
apareció mientras yacíamos como piedras en el suelo, durmiendo tras una jornada
de cuarenta y tantos kilómetros, andados paso a paso. Ni siquiera comimos; el cansancio
no nos dejó. A tientas dándonos de cabezazos en la obscuridad, pues dormíamos
todos juntos, recogimos nuestras ropas y corrimos hacia los vagones, yo el
último, feliz poseedor de una maldita maleta cuyas cerraduras tenía que abrir y
cerrar cada vez que quería meter o sacar algo. Mirando hacia lo alto podía ver
el cielo y el perfil de las montañas; a los costados, la obscuridad y alguna que
otra mancha de nieve; y arriba y abajo y en todas partes el helado viento
cordillerano de principios de primavera entrando en nosotros por los
pantalones, las mangas, el cuello, agarrotándonos las manos, llenándonos de
tierra y de carboncillo los ojos y zarandeándonos como a trapos. Debía escoger
entre morir o permanecer despierto, pero no tenía conciencia para hacerlo. Los
ruidos del tren parecían arrullarme, y cuando, por algunos segundos fijaba los
semicerrados ojos en los rieles que brillaban allá abajo, sentía que ellos también,
con su suave deslizarse, me empujaban hacia el sueño y la muerte. Durante un
momento creí que caería en la línea y moriría: el suelo parecía llamarme: era
duro, pero sobre él podía descansar. Estallé en blasfemias. «¿Qué te pasa?»,
preguntó el hombre de los destrozados zapatos, que colgaba de la escalerilla
anterior del vagón cuya espalda rozaba la mía cada vez que el tren perdía
velocidad, chocando entre sí los topes de los vagones. No contesté; trepé a la
escalerilla, me encaramé sobre el techo, y desde allí, y a través de las
aberturas, forcejeando con la maleta, me deslicé al interior del vagón. Allí no
iría colgado, y, sobre todo, no correría el riesgo de encontrarme de nuevo con
el desalmado conductor. No sospeché lo que me esperaba: al caer entre los
animales no pareció que era un hombre el que caía sino un león; hubo un estremecimiento
y los animales empezaron a girar en medio de un sordo ruido de pezuñas. Se me quitaron
el sueño, el frío, y hasta el hambre: tan pronto debí correr con ellos,
aprovechando el espacio que me dejaban, como, tomando de sorpresa por un
movimiento de retroceso, afirmar las espaldas en las paredes del vagón, estirar
los brazos y apoyando las manos y hasta los codos en el cuarto trasero de algún
buey, retenerlo, impidiendo que me apabullara. Después de unas vueltas, los animales
se tranquilizaron y pude respirar; la próxima curva de la línea los puso de
nuevo en movimiento. El hombre de los sollozos, trasladado en la escalerilla
que yo abandonara, sollozaba de nuevo, aunque ahora de risa: el piso del vagón,
cubierto de bosta fresca, era como el piso de un salón de patinar, y yo, maleta
en mano, aquella maldita maleta que no debía soltar el no quería verla convertida
en tortilla, y danzando entre los bueyes, era la imagen perfecta del alma
pequeña y errante... En esa forma había entrado a Chille. ¿Para qué podía
necesitar un certificado de nacimiento?
1951
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