viernes, septiembre 21, 2012

"Prefacio a la obra de Gabriela Mistral", de Paul Valéry





Nadie, sin duda, parecerá menos calificado que yo para presentar al lector una obra tan distante como ésta de los gustos, ideales y hábitos que se me conocen en materia de poesía. Lo que he dicho y vuelto a decir sobre este tema, lo que he podido hacer, las condiciones que he creído de mi deber imponerme, los ensayos que he publicado, todos ellos frutos de un espíritu nutrido por la más vieja tradición literaria europea, parecen designarme lo menos del mundo para apreciar una producción esencialmente natural, abierta más allá del océano, por el solo llamado, choque o designio de lo que es. Mas, ¿qué valdría la cultura si no enseñara por fin a volver sobre ella misma y si, por la generalidad de sus ambiciones, nos hiciera perder la fuerza de considerarla como un caso muy particular? Creo que un hombre no podría vivir su vida si no fuera capaz de vivir también una infinidad de otras, completamente diversas, y siento que algunas circunstancias, del todo externas, me habrían llevado a producir ciertamente obras muy distintas a las que he escrito. Nos empobreceríamos cruelmente si quisiéramos ser nosotros mismos hasta el punto de no ser sino nosotros mismos. Amo lo que me gusta, conforme o no a mis manías, a mis hábitos y aun a mis preceptos, pues, aunque deba considerarlos necesariamente como insuperables, su sola fijeza a veces me irrita el alma. He aquí por qué no odio del todo a mis desemejantes y puedo encontrar en lo que ellos hacen con qué maravillarme, o sea, con qué salir de mí. Más de un poema de Gabriela Mistral me ha causado esta feliz sorpresa.

No me resisto al placer de gustar estos versos:

            Mon fils vierge encore
            Du sue de tout fruit
            Palpant sur mon sein
            Grenades de sang
            Qui bats, non de sang
            A toi, mais a moi,
            Et qui dors formé
            De lait et de sang.
            Cristal transparent
            Ou l´on voit le sang;
            Lampe qui m’éclaires
            De mon propre sang… [1]

Tuve el honor de conocer a la autora, Gabriela Mistral, en esas reuniones en que, antaño, personas delegadas por todas las naciones del globo intentaban constituir una nación del espíritu humano, tentativa que debía ser hecha, pero que chocará acaso siempre con la diferencia que siempre se revela entre el hombre y el espíritu. Madame Mistral representaba a su país con una gracia y una simplicidad que la rodearon del respeto y la simpatía de todos los que participaban en nuestros trabajos. Me daba cuenta de que había en ella esa alianza de atención y de ensueño, de ausencias externas y de luces inmediatas que son características de la naturaleza de los poetas, pero debo confesar que entonces no conocía nada de su obra, y que he debido esperar hasta la presente traducción para apreciar en ella lo que se puede apreciar de una poesía en su traducción a una lengua extraña. La metamorfosis de un texto es siempre cosa grave, a veces mortal, pues se trata, en suma, de obtener un efecto más o menos idéntico al original por medio de una causa completamente diversa. El problema no es del todo desesperante cuando nos enfrentamos a la prosa, pero en verso, es decir, en el caso en que por definición la forma y el fondo deben ser indisolubles, la desesperación es de rigor. Sin embargo, en lo que toca a la fidelidad y al respeto por el tono y el movimiento poéticos, estoy seguro de que Mathilde Pommés, a quien se debe felizmente la expresión francesa de los poemas de Gabriela Mistral, ha hecho lo que su conocimiento íntimo de la lengua española y sus propios dones de poeta le permitían hacer en favor de una gran obra y de la noble causa de la comunión e intercambio de los valores líricos en el mundo.

Diré aquí algunas palabras de la persona y de la carrera del autor. Gabriela Mistral es chilena. Hay en ella sangre vasca, que le viene de su padre, pero también la sangre misma de la raza autóctona. La enseñanza, primero, diversas misiones en el exterior, después y, por fin, funciones diplomáticas o consulares llenan esa parte de su vida que no puede consagrarse a una misión más interior. Sin embargo, ésta se manifiesta por obras que se difunden, se imponen y son admiradas en toda la América del Sur, que llegan a Europa y se dan a conocer en Francia por los artículos que escriben sobre ellas Francis de Miomandre, Max Daireaux y algunos otros.

La primera impresión que me ha producido la recopilación de estos textos ha sido la que da el encuentro de un objeto, de un ser perfectamente extraño, pero esencialmente verdadero, que sorprende de la misma manera que la naturaleza, cuando nos muestra que sabe crear muchos más tipos y valores de existencia de lo que podíamos imaginar. Digo la naturaleza, para señalar bien que la extrañeza de que hablo no se reduce a la sorpresa que puede producir la fabricación de una extravagancia literaria, como las que se elaboran a menudo en todas partes. No. La previsión del asombro en los demás no entra en la generación de los poemas de Gabriela Mistral, que no especula sobre los efectos del azar de las asociaciones de ideas ni sobre los desarreglos que es posible imponer en el papel a las funciones ordinarias del lenguaje. Ella se limita a extraer de su substancia tal cual la expresión extraordinaria de una vida profunda, orgánica y a veces violentamente vivida.

Esta mujer canta al niño como nadie lo ha hecho antes que ella. Mientras tanto poetas han exaltado, celebrado, maldecido o invocado a muerte, o edificado, ahondado, divinizado la pasión del amor, pocos hay que parezcan haber meditado en el hecho trascendente por excelencia, la producción del ser vivo por el ser vivo. Hay, en particular, en la íntima confrontación de una madre con su hijo –ese gran tema explotado sobre todo por la antigua pintura religiosa– una potencia de sensibilidad ilimitada, que puede alcanzar a veces un paroxismo de ternura casi salvaje, de tal modo es exclusivo y celoso. El extremo de este sentimiento no posee los recursos del amor…

Como se ha visto por los pocos versos que he citado, Gabriela Mistral expresa de la manera más intensa y más simple la emoción de la vida ante la vida que ella ha formado. Hay no sé qué mística fisiológica en esa Canción de la Sangre, en que la maternidad en estado puro se exhala en términos líricos y realistas: la madre ve su propia sangre en el recién nacido que duerme “con su gusto de leche y de sangre…”

En una canción de cuna que se llama Sueño, el dulce movimiento de la cuna adormece al mecedor y al nacido. El sueño se apodera de la mujer. Le parece que ella mece al Universo y que el Universo se desvanece como ella misma “con su cuerpo y sus cinco sentidos”.

Querría también señalar una serie de obras reunidas bajo el título La Cuentamundo. La madre cuenta al hijo las diversas bellezas del mundo: el aire, el agua, la montaña, la luz… Encuentro allí cautivantes ideas. He aquí el agua:

            Quelle frayeur, mon tout petit,
            De cette eau oú je t´ai conduit
            Et toute ta peur pour la joie
            De la cascade qui s´épand
            Et qui tombe comme une femme
            En grand remous de linge blanc.
            Ca c´est l´eau, mon enfant, l´eau sainte
            Qui ne s´arrête qu´au pasaje,
            Courant vite de son corps plat
            En faisant des signes d´écume… [2]

Después los animales:

            …Avec leur air d´enfants perdus,
            D´obscurs enfants qui vont et viennent
            Avec leur brins de laine et crin…
            Les cuivrés, veinés, tachetés
            Viennent pour t´émailler le monde… [3]

Y tengo que contenerme para no citar toda una composición de esa serie que canta a un valle de Colombia invadido y como aplastado de mariposas azules y locas que palpitan, haciendo a todas las cosas azules y livianas:

            La vallée dort, tout azurée,
            Dans une sieste qui divague
            De hollines et de palmiers
            Qui vont fuyant dans la lumière…
            … Dans tant de bleu, les filles voient
            A peine ananas et oranges,
            Les boeufs soulevent de leur joug
            En passant des cercles de flammes
            Et les gens lorsqu´ils se rencontrent,
            Se voient bleuâtres et légers
            Et s´ embrassent, très etonnés,
            D´être eux-mêmes et d´être autres… [4]

Otro tema se me aparece en la recopilación de estas poesías. Ya no es el sentimiento materno, es el de la materia de las cosas simples: el pan, la sal, el agua, la piedra… Por lo demás, estos dos momentos de la sensibilidad del autor me parecen armónicos uno de otro. El poeta, hace un instante, trataba de comunicarnos la sensación de la identidad substancial de la madre y de su hijo: la madre oprime contra ella su carne, su sangre y su leche. El niño, tan joven, no es todavía otro. Pero la materia que nos rodea y nos alimenta no nos es extraña sino por la naturaleza completamente superficial de nuestro conocimiento: acaso no podamos conocer sino desconociendo. Basta pensar en esto para considerar de otro modo lo que tocamos y lo que nos toca, todos esos cuerpos que limitan el nuestro, el cual es también uno de ellos…

La intimidad con la materia es sensible en toda la obra de Gabriela Mistral. Ora fuertemente acusada, ora delicadamente sugerida, no hay casi poema en que no esté presente la substancia de las cosas. Esta particularidad me complace singularmente, pues confieso conmoverme mucho más, en materia de impresiones del mundo exterior, por la llamada substancia de las cosas que por el decorado. La forma de una montaña me habla menos que la roca de que esté hecha, y la pulpa de una flor me es más dulce que su dibujo. Por eso me gusta leer:

            “Yo palpo un agua silenciosa…”

El pan –del que sentimos hoy, no sólo todo el valor, sino también su plena significación solemne– aparece en numerosas obras, una de las cuales, que es de las más profundamente bellas del volumen, le está especialmente consagrada.

Habría muchos otros aspectos que intentar definir en la obra que he llamado extraña y verdadera. Pero me detendré aquí sobre una reflexión que me viene y que me compromete a explicar lo mejor posible lo que llamaré la importancia actual de esta obra. Es evidente que ella debe muy poco a la tradición literaria europea. Es autóctona, pero está escrita en una de las lenguas de nuestro continente que grande y magníficamente han participado en la constitución del capital de las obras maestras de Europa. Pues bien, es posible abrigar dudas acerca del porvenir de la cultura en nuestra vieja tierra, en la que la necesidad y sus problemas no dejan casi vida sino a la preocupación de no morir. Todo debe hacernos temer que la producción y el consumo de las obras del espíritu sea aquí reducido, durante no sé qué miserable plazo, a la más mediocre e incierta actividad de sus intercambios.

He aquí por qué me ha sucedido más de una vez el volver mi mirada hacia la América Latina. Allí he visto el conservatorio de aquellas de nuestras riquezas espirituales que pueden separarse de nosotros, y también un laboratorio en el que las esencias de nuestras creaciones y las cristalizaciones de nuestros ideales se combinarán con los principios vírgenes y las energías naturales de una tierra enteramente prometida a la aventura poética y a la fecundidad intelectual de los tiempos que vienen.

La poesía tierna, y a veces feroz, de Gabriela Mistral, se me aparece, en el horizonte de Occidente, ataviada con sus singulares bellezas; pero, por otra parte, cargada de un sentido que le da o que le impone el estado crítico de las más nobles cosas del mundo.









en Atenea, año XXIV, nov/dic 1947







Traducción de Luis Oyarzún









Fotografía de Paul Valéry, por Laure Albin-Guillot, 1935












Notas Dscntxt:

[1] “Hijo mío, todavía / sin piñas ni agaves, / y volteando en mi pecho / granadas de sangre, // sin sangre tuya, latiendo / de las que tomaste, / durmiendo así tan completo / de leche y de sangre. // Cristal dando unos trasluces / y luces, de sangre; / fanal que alumbra y me alumbra / con mi propia sangre.” (en “Canción de la sangre”, Ternura, 1924).

[2] “¡Niñito mío, qué susto tienes / con el Agua adonde te traje, / y todo el susto por el gozo/ de la cascada que se reparte! / Cae y cae como mujer, / ciega en espuma de pañales. / Esta es el Agua, ésta es el Agua, / santa que vino de pasaje. / Corriendo va con cuerpo bajo, / y con espumas de señales.” (en “El agua”, “Cuenta-Mundo”, op. cit.).

[3] “…que parecen niños perdidos, / niños oscuros que cruzasen. / En sus copos de lana y crines, / o en sus careyes relumbrantes, / los cobrizos y los jaspeados / bajan el mundo a pinturearte.” (en “Animales”, “Cuenta-Mundo”, op. cit.).

[4] “Azulea tendido el Valle, / en una siesta que está loca / de colinas y de palmeras / que van huyendo luminosas… // En tanto azul, apenas ven / naranjas y piñas las mozas, / y se abandonan, mareadas, / al columpio de mariposas. / Las yuntas pasan aventando / con el yugo, llamas redondas, / y las gentes al encontrarse / se ven ligeras y azulosas / y se abrazan alborotadas / de ser ellas y de ser otras...” (en “Mariposas”, op. cit.).










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