Tuve
la suerte de no encontrarme con nadie conocido en el tren y me sentí arrastrado
toda la mañana, a través de los campos y de los cerros, atravesando túneles,
pueblos, caseríos, valles verdes cruzados
por cinta de plata y con casitas entre los árboles. Es delicioso viajar
en tren. Sin moverse uno, avanza leguas y leguas, medio adormecido por el ruido
monótono de los vagones que ruedan, mirando alternativamente un libro y el
paisaje que desfila, da vueltas y cambia sin cesar. Lo penoso lo constituye la
llegada, el tumulto de la estación, esa vaga ansiedad de despertar que lo
espera a uno el término. Y el hotel en que hay un lecho que no es el nuestro,
una serie de muebles desconocidos que encojen el corazón y hacen sentirse
aislado en el espacio.
en La sombra inquieta, 1997
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