sábado, septiembre 22, 2012

“¿Para qué sirve la educación?”, de Humberto Maturana







Quiero empezar con el "para qué" por una razón muy simple. Porque si uno se pregunta ¿sirve la educación actual a Chile y a su juventud?, uno está haciendo la pregunta desde el supuesto de que todos entienden lo que la pregunta pide. Pero ¿es cierto eso? La noción de servir es una noción relacional; algo sirve para algo en relación a un deseo, nada sirve en sí. En el fondo la pregunta es ¿qué queremos de la educación? Pienso que uno no puede considerar ninguna pregunta sobre el quehacer humano en lo que se refiere a su valor, a su utilidad, o a lo que uno puede obtener de él, si uno no se pregunta lo que quiere. Preguntarse si sirve la educación chilena exige responder a preguntas como: ¿qué queremos con la educación?, ¿qué es eso de educar?, ¿para qué queremos educar?, y, en último término, a la gran pregunta: ¿qué país queremos?

Pienso que uno no puede reflexionar acerca de la educación sin hacerlo antes o simultáneamente acerca de esta cosa tan fundamental en el vivir cotidiano como es el proyecto de país en el cual están inmersas nuestras reflexiones sobre educación. ¿Tenemos un proyecto de país? Tal vez nuestra gran tragedia actual es que no tenemos un proyecto de país. Es cierto que no podemos jugar a volver al pasado. Sin embargo, como profesor universitario me doy cuenta de la existencia de dos proyectos nacionales, uno del pasado y otro del presente, claramente distintos, uno que yo viví como estudiante y otro que encuentro se ven forzados a vivir los estudiantes actuales.

Yo estudié para devolver al país lo que había recibido de él; estaba inmerso en un proyecto de responsabilidad social, era partícipe de la construcción de un país en el cual uno escuchaba continuamente una conversación sobre el bienestar de la comunidad nacional que uno mismo contribuía a construir siendo miembro de ella. No era yo el único. En una ocasión, al comienzo de mis estudios universitarios, nos reunimos todos los estudiantes del primer año para declarar nuestras identidades políticas. Cuando esto ocurrió, lo que a mí me pareció sugerente fue que, en la diversidad de nuestras identidades políticas, había un propósito común: devolver al país lo que estábamos recibiendo de él. Es decir, vivíamos nuestro pertenecer a distintas ideologías como distintos modos de cumplir con nuestra responsabilidad social de devolver al país lo que habíamos recibido de él, en un compromiso explícito o implícito, de realizar la tarea fundamental de acabar con la pobreza, con el sufrimiento, con las desigualdades y con los abusos.

La situación y preocupaciones de los estudiantes de hoy han cambiado. Hoy los estudiantes se encuentran en el dilema de escoger entre lo que de ellos se pide, que es prepararse para competir en un merado profesional, y el impulso de su empatía social que los lleva a desear cambiar un orden político cultural generador de excesivas desigualdades que traen pobreza y sufrimiento material y espiritual.

La diferencia que existe entre prepararse para devolver al país lo que uno ha recibido de él trabajando para acabar con la pobreza, y prepararse para competir en el mercado ocupacional, es enorme. Se trata de dos mundos completamente distintos. Cuando yo era estudiante, como ya lo dije, deseaba retribuir a la comunidad lo que de ella recibía, sin conflicto, porque mi emoción y mi sensibilidad frente al otro, y mi propósito o intencionalidad respecto del país, coincidían. Pero actualmente esta coincidencia entre propósito individual y propósito social no se da porque en el momento en que uno se forma como estudiante para entrar en la competencia profesional, uno hace de su vida estudiantil un proceso de preparación para participar en un ámbito de interacciones que se define en la negación del otro bajo el eufemismo: mercado de la libre y sana competencia. La competencia no es ni puede ser sana porque se constituye en la negación del otro.

La sana competencia no existe. La competencia es un fenómeno cultural y humano y no constitutivo de lo biológico. Como fenómeno humano la competencia se constituye en la negación del otro. Observen las emociones involucradas en las competencias deportivas. En ellas no existe la sana convivencia porque la victoria de uno surge de la derrota del otro, y lo grave es que, bajo el discurso que valora la competencia como un bien social, uno no ve la emoción que constituye la praxis del competir, y que es la que constituye las acciones que niegan al otro.

Recuerdo haber asistido a un curso de economía dictado en la Universidad Católica por un economista de la escuela de Chicago, pues quería entender a los economistas. El centró su discurso en las leyes de la oferta y la demanda. Nos habló de los reemplazos de importaciones por producciones locales y de las exportaciones en el libre mercado, destacando las bondades de la sana competencia, etcétera. Yo le pregunté si en el encuentro mercantil hay alguna diferencia cuando los que participan en él son amigos y se respetan, con respecto a cuando no lo son, no se conocen y no se respetan. El no supo qué contestar. Por lo menos eso me reveló que era una pregunta que jamás se había hecho, porque quien se haga esa pregunta no puede sino trabajar para obtener una respuesta, pues se trata de una pregunta fundamental. No es lo mismo un encuentro con alguien que pertenece al mundo de uno y a quien uno respeta, que un encuentro con alguien que no pertenece al mundo de uno y que es para uno indiferente, aunque esto sea en la simple transacción mercantil que nos parece tan obvia y tan clara. No es lo mismo porque las emociones involucradas son distintas.

De modo que los jóvenes chilenos están ahora, implícita o explícitamente, empujados por el sistema educacional actual a formarse para realizar algo que no está declarado como proyecto nacional, pero que configura un proyecto nacional fundado en la lucha y la negación mutua bajo la invitación a la libre competencia. Aun más, se habla de libre competencia como si esta fuese un bien trascendente válido en sí y que todo el mundo no puede sino valorar positivamente y respetar como a una gran diosa, o tal vez un gran dios, que abre las puertas al bienestar social, aunque de hecho niega la cooperación en la convivencia que constituye lo social.




en Emociones y lenguaje en educación y política, 2001













3 comentarios:

Anónimo dijo...

Algo parecido me paso a mi. No existio la convivencia, siendo dejado fuera de un programa de doctorado, y con argumentos de docencia, dejando de lado el argumento de la investigacion que creo es igual de fundamental que la docencia y la extension

Anónimo dijo...

¿Cómo podemos interpretar que el Gobierno tenga 36% de aprobación y que la desaprobación de la Concertación sea de un 74%? ¿Por qué en otra encuesta las personas dicen que "son felices" pero que "la sociedad chilena” no lo es?

¿Será porque quien contesta estas encuestas es el mismo que llena el carro del supermercado y en la caja se lleva sólo dos cosas o el que años atrás andaba con un “celular de palo”? ¿Y éste, será el mismo que no quiere ser una carga familiar o social y vive absorto en sobrevivir y en lo posible, en ahorrar, para no ser un enfermo haciendo colas interminables o un viejo indigente?

Hoy la mayoría de los chilenos no tiene tiempo ni ganas de cultivar su espíritu ni desarrollar una afición. El esfuerzo sólo alcanza para trabajar para vivir y en el caso de los muy afortunados, también para ahorrar.

Pero, los seres humanos tenemos una necesidad esencial, básica, de contención. De sentirnos y de ser contenidos.

Y si nuestra realidad no nos permite sentir esta contención, la inventamos, paseando con un carro lleno por el supermercado o con un “celular de palo”, no necesariamente por simple arribismo, sino porque esto nos hace sentir menos vulnerables. Alivia el sufrimiento de la vulnerabilidad y de la soledad. La soledad y la vulnerabilidad de nuestro sistema previsional, de salud y educacional. Arréglatelas solo, no esperes que la sociedad te dé, produce y compra.

La mayoría de los chilenos es vulnerable en lo más esencial y es por esto que somos infelices, aunque en una encuesta no seamos capaces de reconocerlo como propio y lo transfiramos a "la sociedad". Porque reconocerlo aumentaría la angustia de la soledad y de a vulnerabilidad y podría llevarnos a la desesperación.

Porque reconocer la infelicidad en mí, podría ponerme en una disyuntiva extrema. Tener que dejar de vivir solo pensando en mí y mi familia y empezar a vivir también pensando en la sociedad, porque esta es la única verdadera forma de vivir para mí y mi familia.

Entonces, ¿qué hacer, dónde buscar? No encuentro qué hacer ni dónde buscar. Y siento que no me queda más que esperar en algún lugar de mi inconsciente que surja una propuesta de contención social a la que pueda adherir y mientras tanto, responder en una encuesta que yo soy feliz, pero la sociedad en que vivo no lo es.

VHL dijo...

La primera pregunta es abierta, abre debate reflexión puede tener tantas respuestas como respondedorXs y la segunda es cerrada, osea la repuesta es SI o NO.