David Lynch cruza la puerta a medianoche. Camina con
los brazos tiesos al costado de su traje azul. Alguien lo saluda y él responde
con un hi, how are you, a la vez cordial y automático. Y sigue. Alguien le
tiende la mano y él se la estrecha, agradece los gestos de admiración y sigue.
Deja atrás a las personas de pie en el hall de arribos del aeropuerto Salgado
Filho de Porto Alegre (Brasil) que se dan vuelta y miran al hombre de la camisa
blanca prendida hasta el cuello. Es el creador de una obra maestra como Terciopelo azul (1986) y de una
serie que revolucionó la televisión como Twin Peaks (1990). Es, sin dudas, el director de cine más
inquietante de los últimos treinta años y por eso lo cruza un fotógrafo y
dispara su cámara. El flash marea a un Lynch que sigue hacia su objetivo.
Quiere salir a la calle. Necesita fumar. Se ubica junto a la parada de
taxis y saca un cigarrillo. Le convidan fuego. Lynch abre los ojos y acerca su
rostro hasta la llama. En su primera visita a Brasil, acaba de pasar cinco días
entre hoteles de San Pablo, Río de Janeiro y escuelas públicas de Belo
Horizonte. Llega para brindar una conferencia en el ciclo “Fronteras del
Pensamiento Copesul Brasken”, en la Universidad Federal do Río Grande do Sul
(UFRGS). Y además aprovecha para promocionar su libro autobiográfico sobre
creatividad, cine y meditación trascendental Catching the big fish (algo así como "Atrapando al gran
pez", que a principios de 2009 saldrá en la Argentina). No tuvo tiempo
para recorrer las ciudades, pero le encantó "la comida, la gente y el mood
(humor)". Habla despacio, arquea las cejas. Dice: "Maravillosas
montañas".
Tiene el perfil de sujeto extravagante: el saco arrugado, los zapatos sin lustrar. Y el fanático, desde luego, intentará encontrar en él los rasgos de alguno de sus personajes. ¿O acaso en el episodio piloto de Twin Peaks, el agente Dale Cooper (Kyle McLachlan) no se maravilla con los árboles que bordean el camino? "A veces llego a pensar que Kyle es una especie de alter ego", decía el director después del estreno de Terciopelo azul. Cooper como doppelgänger de Lynch.
Llega precedido por una declaración que repercutió en los medios: "La meditación trascendental puede terminar con la violencia de Río", dijo Lynch en su faceta de predicador del pensamiento de su gurú Maharishi Mahesh Yogui. Hace treinta y cinco años que practica esta técnica ("si meditas es porque quieres acceder a un nivel más profundo de la vida", dice) y en julio de 2005 creó la David Lynch Foundation, que trabaja en programas de educación basada en la conciencia y la paz mundial en escuelas públicas y privadas de Estados Unidos y el resto del globo. En los últimos días de vida del Maharishi (murió en Holanda, en febrero de 2008), Lynch observó que nadie escuchaba a su maestro y decidió "salir" a comunicar el mensaje. "Si experimentas este nivel más profundo, la conciencia comienza a expandirse. Con práctica, todas las personas pueden hacerlo". Mientras aguarda que sus colaboradores salgan del aeropuerto, aclara que la meditación no es una religión, y recuerda que cuando comenzó con su fundación había tres escuelas implementando esta técnica. Ahora son dieciséis. Lynch se entusiasma: "El mundo está cambiando", dice, convencido. Y arroja el cigarrillo al suelo y lo pisa. Aunque sus amigos le digan que deje de fumar, comenta, no lo consigue.
¿Cómo convive su inconsciente, reflejado en la oscuridad de sus obras, con este mensaje de la meditación trascendental?
Hacer una historia feliz en el cine no tiene por qué
hacerte feliz, y puedes contar una historia oscura, de la que te enamoras.
Puedes entrar en esos mundos tenebrosos y aún estar feliz por dentro. No es lo
mismo sufrir que mostrar el sufrimiento.
¿La meditación le
permitió combinar recursos narrativos clásicos y experimentales?
Hay una parte importante de experimentación en mi cine,
pero lo importante son las ideas. Lo son todo. Cuando llegan, piensas:
"este es el tema". Es la historia que conecta todas estas
abstracciones. A veces, para llegar a la verdad, tienes que experimentar.
Aunque sus personajes deban descubrir el mal (como Jeffrey Beaumont a partir de una oreja cortada) o experimenten la locura (Fred Madison en Carretera perdida), Lynch no está de acuerdo con aquello que decía Rimbaud ("el sufrimiento del poeta debe ser inmenso"). Dice que "hay una idea muy romántica en la que el artista tiene que sufrir, tiene que pasar hambre o estar deprimido, para expresar algo". Mueve la cabeza. "Si el artista está sufriendo realmente, no podría hacer su trabajo. Si uno tiene hambre, no tiene ganas de hacer nada más. Cuanta menos negatividad, mayor es el flujo de creatividad y esa es la razón por la que he estado practicando meditación trascendental todos estos años". El director reflexiona: "Estoy seguro de que Van Gogh hubiese hecho cosas aún más maravillosas de no haber sido por las restricciones que le impusieron sus tormentos".
Ya es tarde. Lynch se despide y mientras se aleja, un plano microscópico llega hasta la colilla aplastada en el piso. Fuma American Spirit.
Una historia sencilla
Para entender el legado de la obra de Lynch en la historia del cine, cabe hacerse algunas preguntas. ¿Qué sería de Tarantino sin Lynch? Algunos críticos aseguran que el director de Pulp fiction no podría existir si los espectadores no poseyeran los códigos interpretativos que se han ido forjando a través de autores como él. Y así también los hermanos Coen (Barton Fink) o Jim Jarmusch (Extraños en el paraíso) o Gus van Sant (Mi Idaho privado). ¿Cómo se entiende el fenómeno de una serie como Lost si antes, alguien no hubiese creado esa mezcla de policial, soap opera y surrealismo que significó Twin Peaks?
El director nació en Missoula (Montana), en esa "verdadera América profunda" que habitaron pueblos originarios como los Sioux (quienes sostenían que la sabiduría estaba en los sueños), y vivió rodeado de naturaleza: su padre, investigador del Ministerio de Agricultura, se dedicaba al estudio de los árboles. Lynch dice que adoraba jugar en el bosque ("era mágico") y aunque en esa época tenía muchos amigos, a veces prefería quedarse solo, viendo de cerca a los insectos. No le gustaba estudiar. Jugaba al béisbol, nadaba y soñaba despierto. Siempre le gustó dibujar, así que los domingos asistía a un taller de pintura. Alguna vez comentó: "Para mí, en esos momentos, la escuela era un crimen que se cometía contra la juventud. Allí se destruían los gérmenes de libertad; no se estimulaba ni el conocimiento ni una actitud positiva. La gente que me interesaba no iba a clase".
Plasmó esa crítica en su primer corto, ‘The Alphabet’, pero más allá de eso Lynch llevaba una existencia apacible en una familia sin conflictos, que tuvo que vivir en diferentes ciudades del país. Una visita a su abuela materna que vivía en Brooklyn fue decisiva. Los ruidos y olores de esa ciudad lo impresionaron. Como una visión situacionista sobre el desarrollo urbano, Lynch decía que Filadelfia (donde se fue a vivir con su primera mujer, mientras comenzaba a filmar Eraserhead, de 1976) "era la más violenta, la más degradada, la más enferma, la más decadente y sucia de todas las ciudades".
Aunque Lynch se hizo célebre por sus filmes, nunca dejó de pintar. En estos últimos años expuso en París y Nueva York (sus dealers de arte son Leo Castelli y James Corcoran). Sus obras recorren un abanico cromático que va del gris al rojo y conjugan el mismo idioma y los mismos temas que sus filmes. Sin embargo, está claro que el nivel de deformación del mundo que busca Lynch en el cine es limitado mientras que en sus dibujos y pinturas ese límite está abolido. Desde el color de sus obras (eligió el blanco y negro para sus primeros filmes), Lynch opera a favor de una lógica particular, que exige la renuncia a las interpretaciones a priori. "Las sombras en el cuadro te permiten trasladarte y soñar. Si todo es visible y hay demasiada luz, la cosa es lo que la cosa es, pero no es más que eso".
Como un mito, Lynch cuenta que su vida cambió una tarde en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania. Estaba frente a una "tela sombría con plantas que emergían de la oscuridad". De repente tuvo la impresión de que las plantas se movían e incluso creyó escuchar el viento. "No estaba drogado", aclara. "Quería que desaparecieran los bordes, y entrar en el interior de la obra". Había descubierto el cine.
Interior. Día
Lynch hace de Lynch en un cortometraje que filma Andréia Vigo en una motorhome estacionada en un baldío del barrio Menino Deus, junto al hotel Blue Tree Millenium. Uno de esos hoteles new age que tienen cajitas con leyendas como "paz", "ternura" y "amor" en los jabones y las gorras de baño.
Sentado en un sillón incómodo, frente a varios reflectores colgados del techo, Lynch tiene que memorizar un par de líneas. La historia, desde luego, baraja los elementos lyncheanos: la desaparición de un hombre, una mujer misteriosa y una especie de médium (Lynch).
La vida y la obra de Lynch podrían sintetizarse en la imagen de un ventilador. Aparece al principio de Twin Peaks y se convierte en un plano recurrente. Un ventilador encendido en un lugar insólito: arriba de la escalera que conduce a las habitaciones en la casa de Laura Palmer. ¿Qué significa? "No sé por qué lo puse ahí", dijo siempre Lynch. No le gusta explicar las cosas ("el filme debe bastar", se queja). Esa figura y ese sonido (el del aire) podría ser la vida misma, "absurda y siempre ahí".
Según el investigador francés Michael Chion, Lynch es un creador que cree en la pluralidad de los niveles de sentido y de realidad. "La belleza de los niños es la habilidad que tienen de ver el mundo con los ojos abiertos, sin los límites del intelecto", dice Lynch y critica esa permanente necesidad occidental de dar explicaciones sobre la obra. "Sin la lógica o la razón siempre hay algo más, algo que no hemos visto".
Hay un elemento que Lynch entendió (y explotó) desde el principio: la materialidad del sonido. Desde sus cortometrajes iniciáticos, ‘The Alphabet’ y ‘The Grandmother’, pasando por el deslumbramiento de su particular mirada en Eraserhead hasta Imperio, Lynch comprendió que los sonidos (como los mantras) quedan registrados a un nivel básicamente distinto del nivel del lenguaje o de los modos de comunicación visual. Como señala Chion, Lynch "ha renovado el cine" mediante este elemento. Si bien su reparto de escenas es clásico y transparente (aunque retorcido), su trabajo sonoro es personal. El espectador se enfrenta a un autor que manipula los bajos (sonoros, pero también del instinto y el inconsciente) hasta la incomodidad. No busca tanto la reflexión intelectual como la sensorial. Siento, luego existo. En ese contexto, su prédica sobre la meditación trascendental resulta coherente. "El potencial del ser humano es la conciencia infinita", dice ahora Lynch y explica que en la educación no se tiene en cuenta este proceso. "No se está haciendo nada para mejorar al ser humano. Su potencial es la iluminación suprema".
De regreso al hotel, casi no sale de su penthouse, donde se dedica a meditar (veinte minutos) o a charlar con su editora en Brasil, Gisela Zincone, mientras almuerza un sandwich de pavita y una lata de Coca-Cola.
El gran pez
A las tres de la tarde, Lynch está sentado en una sala del tercer piso, custodiada por un guardaespaldas gaúcho, minutos antes de reunirse con los promotores de su conferencia. Sonríe. Todo aquel que se encuentra con el director describe la extraña sensación de su cordialidad. El mismo hombre que embelleció el gore en Eraserhead, escribe en Catching the big fish: "Todos nacemos para ser felices, felices como cachorros moviendo la cola". El mismo hombre que en una obra plástica (‘Bee board’) coloca abejas muertas con nombres como Jack, Dougie o Bob, en consonancia escribe en su libro: "Existe una textura extraordinaria en un cuerpo descompuesto". Como decía The New York Times en enero de 1990: Lynch es "un Norman Rockwell psicópata" (en referencia al ilustrador de las familias felices de Coca-Cola). Autobiografía con recuerdos de filmaciones o un manual básico de autoayuda, por momentos el libro resulta desconcertante. ¿Cachorros moviendo la cola? En varios capítulos, Lynch se detiene sobre la manera en que captura sus ideas. "Me enamoro de una idea", escribe. "Muchas veces no sé lo que significa así que tengo que pensar en ella y llegar a un entendimiento".
¿Nunca le dan miedo sus ideas?
No. Cuando llegué por primera vez a Los Angeles me
gustaba ir a un lugar llamado Bob's Big Boy, donde solía sentarme a tomar un
milkshake y pensar, y por más oscura que pareciera la idea, la seguridad volvía
cuando entraba a ese sitio. Algo así pasa con la meditación.
Acompaña la charla con un movimiento de su mano derecha y un mechón cae de su peinado. Para Lynch el cine es un lenguaje singular, un medio mágico. Es como ingresar a otro mundo. Una mesa del Bob's Big Boy, una sala frente a un telón rojo o un bosque de abedules. Esa influencia se observa en el escritor japonés Haruki Murakami, para quien un bosque se convierte en la puerta a universos paralelos (Kafka en la orilla) y la mente, un pasillo con puertas cerradas (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo). "Es divertido crear esos mundos y tener una experiencia", continúa Lynch. "Vivimos en un mundo que a veces es mucho peor que cualquier cosa que podamos imaginar".
Hay un comercial que puede verse por You tube donde Lynch dice que "nunca, ni en un trillón de años", podrás tener la experiencia del cine desde un teléfono celular. Ahora, sentado a esta mesa, Lynch añade: "No sé realmente qué es lo que está pasando, pero hay una especie de transición". Considera que éste es un momento difícil. "Bajan las representaciones teatrales, la gente no va al cine. Se podrían aprovechar todos los elementos adecuados de los teatros para los filmes, elegir el sonido, la pantalla enorme: ahí podemos realmente meternos en otro mundo y tener una experiencia. En la pantalla pequeña, con un sonido horrible, es muy difícil lograrlo". Sin embargo, asegura que el avance de la tecnología digital (Imperio la filmó de este modo) permite una mayor experimentación por parte del realizador. "Estoy adorando el video digital", dice, aunque sus amigos le reprochen la baja calidad de imagen. "La alta definición es una especie de ficción científica. Todo está demasiado claro", dice. Como en la tela, Lynch busca en sus filmes las sombras, la distorsión, el misterio.
En "Imperio" llegó a un nivel de abstracción que, podría decirse, niega el análisis. ¿Qué podemos esperar después?
Trataré de seguir investigando, de experimentar.
Tras Imperio no sabemos, ni
siquiera yo, qué esperar. Por ahora seguiré pintando.
¿Cómo definiría a un artista?
Como alguien que crea experiencias, para él y para
otros. Es como un espectro. Hacer algo nuevo es como dar vida. Todo comienza
con una idea, que son como burbujas que se crean y van subiendo. Así puedes
atraparlas en un nivel superior, más profundo, con más información, más verdad.
Se hace consciente lo inconsciente. En definitiva, se trata de ser feliz. Mucha
gente hace cosas, pero no para ser feliz sino por la recompensa posterior. Pero
las ideas fluyen mejor cuando uno está feliz.
Lynch es el hombre que filmó esa mano extendida con los dedos separados de Lula (Laura Dern), en Corazón salvaje (1990), mientras un desagradable Bobby Perú (William Defoe) la obliga a decir fuck me. Y cuando lo dice, la deja (y nos deja) sin hacerle nada, con la sensación de haber asistido a una "violación verbal" (Chion). La referencia del nombre Bob atraviesa toda su filmografía. Sus pinturas. Todos, incluso el bien peinado Cooper, tenemos un Bob dentro, la representación del mal. "Siempre digo que las películas son historias y en ellas hay contrastes. En mis películas hay mucha oscuridad, pero también hay luz. El contraste es una condición humana", dice el director mientras el sol ingresa por un ventanal enorme.
Así es Lynch. Una colilla aplastada de American Spirit en el interior de una cajita de jabón con la inscripción "love".
en Clarín, Revista Ñ, 23 de agosto de 2008
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