lunes, julio 23, 2012

"Carta al Greco", de Nikos Kazantzakis

Fragmentos



I

Abuelo amando, beso tu mano, beso tu hombro derecho, beso tu hombro izquierdo. Mi confesión ha terminado; ahora, formula tu juicio. No te he hablado de detalles de mi vida cotidiana, son cáscaras vacías que tú has arrojado a la basura en el abismo, yo también las he arrojado.

Los dos hemos cazado durante toda nuestra vida una sola cosa, una visión cruel, sanguinaria, indestructible, la sustancia. ¡Cuántas copas de amargura nos han llenado los dioses y los hombres, cuánta sangre, sudor y lágrimas hemos vertido por ella! Durante toda nuestra vida un demonio –¿era un demonio o un ángel?– no nos ha dejado reposar; se agachaba, se pegaba contra nosotros y nos musitaba al oído: ¡Inútil! ¡Inútil! ¡Inútil! Creías que nos cortaría brazos y piernas, pero nosotros sacudíamos la cabeza, lo expulsábamos y apretábamos los dientes: –¡Esto es lo que queremos! –le respondíamos–, no trabajamos por un salario, no queremos cobrar el premio de nuestro esfuerzo, luchamos más allá de la esperanza, más allá del Paraíso, en el vacío.

Esta sustancia ha tomado muchos hombres; a medida que la perseguíamos cambiaba de máscaras– ya la llamábamos suprema esperanza, ya cumbre del alma del hombre, ya espejismo del desierto y ya pájaro azul y libertad. Y finalmente se nos aparecía como un círculo perfecto cuyo centro era el corazón del hombre y la circunferencia la inmortalidad; y nosotros le dábamos arbitrariamente un nombre cargado del peso de todas las esperanzas y de todas las lágrimas de la tierra: Dios.

Todo hombre cabal tiene en sí, en el corazón de su corazón, un centro secreto alrededor del cual gira el universo; esta revolución secreta da una unidad a nuestro pensamiento y a nuestras acciones y nos ayuda a descubrir o a inventar la armas del mundo. Unos tienen el amor, otros la sed de conocimiento, otros la bondad o la belleza; o también la pasión del oro o del poder: todo esto lo refieren y los someten a esta pasión central. Desdichado el hombre que no siente en el fondo de sí mismo a un monarca absoluto que lo gobierna: su vida, anárquica e incoherente, se dispersa a todos los vientos. Abuelo, nuestro centro, que en su torbellino se ha apoderado de todo el mundo visible, esforzándose, por levantarlo al estadio superior del calor y de la responsabilidad, es este: la lucha con Dios. ¿Cuál Dios? La cumbre salvaje del alma humana que siempre estamos a punto de alcanzar y siempre se nos escapa un salto y sube más arriba.

–¿Se ha visto a alguien luchar con Dios?– me preguntaron un día los hombres, por burla.
–Con quien otro quieres que luchemos?– le respondí.

Y verdaderamente, ¿con quién otro?

Por eso, abuelo, toda nuestra vida ha sido una ascensión. Una ascensión, un abismo, un desierto.




II

…un pintor amigo tuyo, cuando vio Toledo en la tempestad, meneó la cabeza y te dijo:
– Tú violas las leyes, esto no es arte; tú sales de los límites de la razón, ya entras en la locura.
Y tú – ¿ cómo hiciste para no enojarte?–, tú sonreíste:
– ¿Quién te ha dicho que hago obras de arte, no me preocupo de la belleza; la razón es demasiado estrecha para mí, y también la ley. Como el pez volador yo salto fuera de las aguas tranquilas y entro en un aire más ligero, lleno de locura.

Tú guardaste silencio un instante y miraste la Toledo que habías pintado, envuelta en nubes negras, desgarrada por los relámpagos – las torres, las iglesias, los palacios que se habían liberado de su cuerpo de piedra y surgía del fondo de la noche negra, espectros revestidos de un brillo inquietante. Tú lo mirabas y tus fosas nasales palpitaban, respiraban un olor a azufre. Callabas, pensativo, y luego, al cabo de un momento:
– ¿Qué demonios hay en mí?– gritaste–. ¿Quién ha pegado fuego a Toledo? En verdad respiro un aire lleno de locura y muerte. Quiero decir lleno de libertad.

Y clavaste tus diez uñas en tu pecho. Sufrías.

Solo un poeta, poco importa que también haya sido monje, el Padre Hortensio Félix Paravicino, pudo comprender tu divina locura. Él veía las tinieblas amenazadoras, los relámpagos sagrados, las grandes alas, los santos que habían consumido su cuerpo, se habían convertido en antorchas y ardían; tomo un día tu mano manchada de colores y la beso:
–Tú haces arder la nieve, tú has superado la naturaleza y el alma permanece indecisa en su admiración y no sabe, entre la criatura de Dios o la tuya, cuál es más digna de vivir– dijo, y al pronunciar estas últimas palabras su voz temblaba.








1965











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