domingo, junio 10, 2012

“El obsceno pájaro de la noche”, de José Donoso






Capítulo 4


La Rita jamás veía sangre en los calzones de la Iris. Ella misma se los lavaba. Pobre chiquilla sin madre. Y con el frío, los sabañones le hinchaban las manos. Pero sangre, nada.

Se encerró con ella en una pieza para interrogarla. ¿Nunca has tenido sangre? Bah, ustedes creen que yo soy una pura cabra chica no más, y no, soy mujer, me da la regla todos los meses y me sale harta sangre, soy la única de las huérfanas que tiene la regla, las demás sí que son cabritas chicas y por eso me aburro con ellas... es que cuando tengo sangre yo misma lavo mis calzones para no molestarla a usted que es tan buena conmigo pues, señora Rita.

La Rita no le creyó ni una palabra. La conocía demasiado bien: la Iris no era limpia, ni considerada con los demás. Trató de insinuarle cómo sucedían las cosas entre un hombre y una mujer. ¿Pero cómo, si ella misma era virgen? No estaba muy segura de nada. No sabía qué pensar. No entraban nunca hombres en la casa. La Iris ni se había asomado a la calle desde que la trajeron. Pero la pobre chiquilla sabía tan poco del asunto que pasaba con los hombres, que bostezaba aburrida con la conversación, incapaz de fijar su mente en lo que la Rita le preguntaba con toda cautela para no abrirle los ojos porque era inocente, casi no la oía, chupándose el pulgar, ya, déjate, no te metas el dedo en la nariz ni te comas los mocos, chiquilla cochina, encrespándose el pelo con un dedo mientras la Rita hacía prodigios de discreción con sus preguntas... sí, era inocente. Pero la Rita no le pudo creer que lavaba sus propios calzones cuando tenía la regla. La estuvo observando: claro, nada este mes, ni el siguiente, mentira que lavara ninguna cosa. Y lo peor era que seguía engordando y engordando, y poniéndose más floja y más soñolienta.

La Rita acudió donde la Brígida con la zozobra de su secreto. Ella, que lo sabía todo, debía saber también cómo eran esas cosas: tuvo dos guaguas, claro que nacidas muertas, quién sabe por qué, así lo quiso Dios. Y al poquito tiempo se le murió el marido. Desde su cama la Brígida escuchó con muchísimo interés lo que la Rita le contaba y después de meditarlo medio minuto dijo que, claro, era un milagro. Cuando nacen niños sin que un hombre le haga la cochinada a una mujer es milagro... baja un ángel del cielo y ya está. Milagro. Claro que lo primero era hacer examinar a la Iris para quedar seguras del embarazo. La María Benítez es meica. Pero cómo le vamos a contar el milagro, pues, Brígida, para que lo sepa toda la casa antes de la hora de la oración y nos roben a la Iris y al niño o se la lleven para castigarla porque la gente de ahora es muy hereje y no cree en milagros, dicen que ahora hay gente que no cree ni en la Virgen. Pero la Brígida insistió en convocar a la meica: que la examinara con mucho cuidado, sin meterle nada porque la Iris era virgen, para que la chiquilla no se diera cuenta de lo que le estaba pasando. La María Benítez dijo que sí: está esperando guagua, no digo yo, si estas chiquillas de ahora quedan preñadas con oler un par de pantalones.

Para pegarle un tapaboca y que no dijera más porquerías sacrílegas, le participaron que se trataba de un milagro. Quedó apabullada. Que nadie más lo supiera. Todas las viejas eran unas envidiosas que iban a tratar de robarles al niño, mientras que así lo cuidarían entre ellas tres no más, en secreto, y las tres tomaron té en el cuartucho de la Brígida, y como la Amalia les estaba sirviendo, también le contaron lo del milagro: somos cuatro, no, cinco confesó la Rita, que le había confiado sus primeras sospechas a la Dora, que como también sabía escribir la reemplazaba en la portería y anotaba los mensajes telefónicos del padre Azócar y de los parientes y patrones de las asiladas. Así es que eran cinco. Y cuando se dieron cuenta de que la Rosa Pérez comenzó a rondarlas, curiosa por saber qué hacían siempre con la Iris, la Brígida, que tenía muy buena cabeza, opinó que para protegerse sería mejor contarle lo del milagro a esa chismosa, porque si no, de puro metete las iba a descubrir y entonces, por Dios, se iba a venir la casa abajo, capaz que se le ocurriera telefonear al arzobispo para delatarlas: sí, mejor contarle todo. Así sería ella la que con más celo defendería el secreto. Porque era necesario que nadie, absolutamente nadie más que ellas seis, tuviera el privilegio de saber que la Iris estaba esperando una guagüita. Entonces, la Brígida comenzó a hablarles:

—Amalia, sirve las galletas que hay en ese tarro. La madre Benita anda en Babia con esto de que van a demoler la casa y van a construir la Ciudad del Niño y a ella le van a dar el puesto de ecónoma jefe, eso dicen que le prometió el padre Azócar. No se fija en nada, ni en las chiquillas, después de que al principio trató de hacerles clases y todo, y ustedes ven cómo las anda trayendo vestidas. Cuando a la Iris se le comience a notar la guagua voy a regalarle un abrigo café que tengo guardado. Le va a quedar grande. Si la madre Benita me pregunta algo, voy a contestarle pero madre, si este pobre ángel andaba tiritando de frío, por eso le regalé este paltó que le queda un poco grande pero en cuanto tenga un tiempecito se lo voy a arreglar para que le quede bien. Y después, sin que nadie más que nosotras seis sepa, va a nacer la guagüita. Hay que buscar una pieza en el fondo de la casa para guardarla escondida, que nadie vaya a saber que el niño nació, y así va a crecer lindo y santo, sin salir jamás en toda su vida de esa pieza en que lo escondimos de los males del mundo. Y cuidarlo bien cuidadito, al niño. Tan lindo que es cuidar una guagua... arroparla con chales para que no vaya a tener frío... darle de comer... lavarla... amarrarla bien amarrada en sus pañales... vestirla. Y cuando vaya creciendo lo más importante de todo es no enseñarle a hacer nada él mismo, ni a hablar siquiera, ni a caminar, así siempre nos va a necesitar a nosotras para hacer cualquier cosa. Ojalá que ni vea ni oiga. Nosotras seremos sus mamás buenas que le vamos a adivinar cualquier señal que nosotras no más comprenderemos y tendrá que depender para todo de lo que nosotras le hagamos. Así es la única manera de criar a un niño para que sea santo, criarlo sin que jamás, ni cuando crezca y sea hombre, salga de su pieza, ni nadie sepa que existe, cuidándolo siempre, siendo sus manos y sus pies. Claro que nosotras nos iremos muriendo. Pero no importa. Viejas siempre habrá. Y a pesar de lo que dicen, casa siempre habrá, misiá Raquel me estuvo diciendo que lo de la demolición eran puras cosas del padre Azócar para sacarle plata a la familia Azcoitía, al marido de misiá Inés, que es tan buena. Cuando una de nosotras se muera hay que elegir a otra y el niño irá pasando de vieja en vieja, de mano en mano, hasta que él haga su voluntad y un día decida que ya está bueno de tanta muerte y nos lleve a todas a la Gloria.

El imbunche. Todo cosido, los ojos, la boca, el culo, el sexo, las narices, los oídos, las manos, las piernas. Desde el fondo de su origen rural en otra región y en otro siglo, cuando alguna abuela medio india amenazó a la niña asustada que la Brígida sería entonces con transformarla en imbunche para que se portara bien, la tentación de serlo, o de hacerlo, quedó sepultada en su mente y surgía ahora convertida en explicación y futuro del hijo de la Iris. Todo cosido. Obstruidos todos los orificios del cuerpo, los brazos y las manos aprisionados por la camisa de fuerza de no saber usarlos, sí, ellas se injertarían en el lugar de los miembros y los órganos y las facultades del niño que iba a nacer: extraerle los ojos y la voz y robarle las manos y rejuvenecer sus propios órganos cansados mediante esta operación, vivir otra vida además de la ya vivida, extirparle todo para renovarse mediante ese robo. Y lo harán. Estoy seguro. El poder de las viejas es inmenso. No es verdad que las manden a esta casa para que pasen sus últimos días en paz, como dicen ellos. Esto es una prisión, llena de celdas, con barrotes en las ventanas, con un carcelero implacable a cargo de las llaves. Los patrones las mandan encerrar aquí cuando se dan cuenta de que les deben demasiado a estas viejas y sienten pavor porqué estas miserables, un buen día, pueden revelar su poder y destruirlos. Los servidores acumulan los privilegios de la miseria. Las conmiseraciones, las burlas, las limosnas, las ayuditas, las humillaciones que soportan los hacen poderosos. Ellas conservan los instrumentos de la venganza porque van acumulando en sus manos ásperas y verrugosas esa otra mitad de sus patrones, la mitad inútil, descartada, lo sucio y lo feo que ellos, confiados y sentimentales, les han ido entregando con el insulto de cada enagua gastada que les regalan, cada camisa chamuscada por la plancha que les permiten que se lleven. ¿Cómo no van a tener a sus patrones en su poder si les lavaron la ropa, y pasaron por sus manos todos los desórdenes y las suciedades que ellos quisieron eliminar de sus vidas? Ellas barrieron de sus comedores las migas caídas y lavaron los platos y las fuentes y los cubiertos, comiéndose lo que sobró. Limpiaron el polvo de sus salones, las hilachas de sus costuras, los papeles arrugados de sus escritorios y sus oficinas. Restablecieron el orden en las camas donde hicieron el amor legítimo o ilegítimo, satisfactorio o frustrador, sin sentir asco ante esos olores y manchas ajenos. Cosieron los jirones de sus ropas, les sonaron las narices cuando niños, los acostaron cuando llegaron borrachos y limpiaron sus vómitos y meados, zurcieron sus calcetines y lustraron sus zapatos, les cortaron las uñas y los callos, les escobillaron la espalda en el baño, los peinaron, les pusieron lavativas y les dieron purgantes y tisanas para la fatiga, el cólico o la pena. Desempeñando estos menesteres, las viejas fueron robándose algo integral de las personas de sus patrones al colocarse en su lugar para hacer algo que ellos se negaban a hacer... y la avidez de ellas crece al ir apoderándose de más cosas, y codician más humillaciones y más calcetines viejos regalados como dádivas, quieren apoderarse de todo. Por eso la Brígida ha armado esta conspiración, para robarle los ojos y las manos y las piernas al niño que la Iris lleva en su vientre, quieren atesorarlo todo en un gran fondo común de poder que algún día, quién sabe cuándo, quién sabe para qué, utilizarán. A veces siento que a pesar de que las viejas deberían estar durmiendo, no duermen, sino que están atareadísimas sacando de sus cajones y de debajo de sus camas y de sus paquetitos las uñas y los mocos, las hilachas y los vómitos y los paños y los algodones ensangrentados con menstruaciones patronales que han ido acumulando, y en la oscuridad se entretienen en reconstituir con esas porquerías algo como una placa negativa no sólo de los patrones a quienes les robaron las porquerías, sino del mundo entero: siento la debilidad de las viejas, su miseria, su abandono, acumulándose y concentrándose en estos pasillos y habitaciones vacías, porque es aquí, en esta casa, donde vienen a guardar sus talismanes, a reunir sus debilidades para formar algo que reconozco como el reverso del poder: nadie va a venir aquí a arrebatárselo. Y porque Jerónimo de Azcoitía siempre ha tenido pavor, aunque no lo confiese su orgullo que no acepta tener pavor de nada, sí, pavor de las cosas feas e indignas, jamás en toda su vida se ha atrevido a venir aquí, aunque la casa le pertenecía hasta que se desprendió de ella. No debió hacerlo. Fue un error. Hay que conservar las cosas, siempre queda esperanza. Habrá que arreglar eso de alguna manera porque, aunque usted no lo sabe, su estirpe se prolongará, y su hijo debe seguir propietario de esta casa: las viejas, nosotras siete ahora que me han despojado de mi sexo y me han aceptado dentro de su número, estamos cuidando a su hijo en el útero de la Iris, yo se lo restituiré a don Jerónimo para que herede esta casa a pesar de los papeles firmados, para que no la destruyan jamás y yo pueda permanecer refugiado aquí donde don Jerónimo jamás vendrá a buscarme porque les tiene terror a los callos que las viejas cortaron y guardaron, a los pelos que taparon el desagüe del lavatorio y que ellas conservan envueltos en trapos y papelitos. Sí, don Jerónimo, no las desprecie, no son tontas como parecen, o su estupidez constituye una especie de sabiduría. Por eso guardan esos amuletos, para mantenerlo a usted a raya. ¡No se venga a meter aquí! Yo fui su fiel servidor, don Jerónimo. Aunque quisiera dejar de serlo, no puedo. Usted me marcó en la oreja como a un carnero. Yo sigo sirviéndolo.

Y al servir a estas rémoras, al ser sirviente de sirvientes, al exponerme a sus burlas y obedecer sus mandatos, voy haciéndome más poderoso que ellas porque voy acumulando los desperdicios de los desperdicios, las humillaciones de los humillados, las burlas de los escarnecidos. Soy la séptima vieja. Yo me encargaré de velar por el Azcoitía que nacerá. El vómito de la Iris que fregué en las baldosas de la cocina me ungió. Y lo guardo envuelto en un estropajo, con mis libros y mis manuscritos, debajo de mi cama, donde guardan sus cosas todas las viejas.

Lo primero que tuve que hacer fue ganármelas. Mientras no las deslumbrara de algún modo, quedaría aceptado sólo nominalmente, pese a haberme sometido como me sometí. Dejé pasar unos días mientras lo iba preparando todo, permitiéndoles que me hablaran poco y que me miraran con cierta desconfianza. Hasta que una tarde les participé que creía haber encontrado el sitio ideal para que la Iris diera a luz sin que nadie lo supiera, y donde las siete viejas del secreto podíamos criar al niño para siempre, sin que nadie nos molestara.

Las llevé al patio donde vivo en el fondo de la casa, que también sirve de cementerio de santos. Las viejas se persignaron al pasar frente a la capilla, cruzamos el patio de los naranjos y nos perdimos en los vericuetos de la parte de atrás de la casa, en ese revoltijo de patios y pasillos menores que sólo yo conozco, hasta que llegamos a mi patio.

Al abrirles la puerta y oír sus exclamaciones me di cuenta de que con sólo eso, con abrirles la puerta al cementerio de santos rotos, las había conquistado. Avanzaron gritando de alborozo entre san Franciscos decapitados, san Gabrieles Arcángeles sin el dedo alzado, san Antonios de Padua cojos y mancos, vírgenes del Carmen, del Perpetuo Socorro, de Lourdes, con las vestiduras desteñidas y sus distintivos borrados, de niños Jesuses de Praga sin corona ni mano sosteniendo la bola, la elegancia simulada de sus armiños y la falsedad de sus pedrerías de yeso pintado desvaneciéndose al sol y con la lluvia, santos de facciones disueltas, un monstruo abrazando el mundo bajo unos pies que dijo la Brígida que iba a guardar porque eran de la Inmaculada Concepción, guárdamela por ahí, Mudito, a ver si después encontramos lo demás y la armamos, ángeles sin alas, santos sin identidad, fraccionados, sin miembros, de todos los tamaños, fragmentos que los años y el clima fueron reduciendo, que las palomas han ido cagando, que los ratones roen, que los pájaros picotean en los ojos o en el ombligo, sí, claro, no se pueden tirar a la basura los fragmentos de objetos que han sido de culto, hay que respetarlos, no se los puede confundir en el basurero con los desperdicios de la comida y del aseo, no, hay que traerlos a la casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba, donde todo cabe. La madre Benita me pide que traiga mi carrito, cargo los fragmentos y los arrastro hasta mi patio para que los años y las lluvias terminen con ellos, mientras en los altares sus existencias son sustituidas por imágenes casi idénticas encargadas al fabricante, quizás esta versión de la Bernardita tenga menos bizcos los ojos, quizá los rizos del niño Jesús sean de otro tono de amarillo, quizá la pose de san Sebastián parezca menos ambigua. La madre Benita no conoce mi patio. Tiene estrictamente prohibido que nadie se venga a meter aquí. Es el patio del Mudito. Él lo eligió. Él sabrá por qué le acomoda. Que por lo menos tenga eso suyo para que haga lo que quiera, ese pedacito de vida privada, hay que respetársela a este pobre hombre que hace tantos años se está sacrificando aquí en la casa por nosotras.

Las viejas se distribuyeron por el patio dando exclamaciones, encuclillándose y volviéndose a parar, blandiendo trozos de yeso, manos, torsos, coronas, drapeados, escarbando, exhumando santidades oscuras que sólo ellas son capaces de reconocer, santa Ágata y san Cristóbal y san Ramón No Nato no pues, Dora, ese hábito es de san Francisco, no de santo Domingo de Sales, que no ve el capuchón café, le diré que los san Sebastianes son bastante escasos, oye Amalia, encuéntrame el otro pedazo de la Inmaculada, va a ser difícil, aunque aquí hay una cabeza con estrellas y quizá tenga algo que ver, no sé, ya este san Gabriel voy a buscarle su dedito parado para completarlo y me voy a conseguir una virgen cualquiera, quién se va a estar fijando, y voy a armar una Anunciación encima de mi cómoda.

—El 25 de marzo es la Encarnación...
—Qué pena que aquí en la casa no la celebremos.
—Pero el nacimiento del Niño, nueve meses después de que apareció san Gabriel Arcángel, sí que se celebra...
—Pero la Encarnación no es lo mismo que la Anunciación...
—No sé, vamos a preguntarle a la madre Benita.
—A ver si encuentro el dedito del arcángel.

Tuve que golpear las manos como en el recreo de un colegio para llamarles la atención y devolverlas a la realidad de lo que teníamos que hacer, por aquí, no tropiecen, aquí vivo yo, ésta es mi habitación y ésta mi cama, nada más hay aquí salvo esta puerta falsa que conduce a un sótano, el sótano que les tengo listo, yo estaré siempre aquí, cuidando la entrada. No sólo me había ocupado en pulir y encerar el suelo de tablas resecas y en empapelar los muros con diarios viejos, sino que como sé muy bien qué cosas guarda cada señora en cada maleta y en cada cajón de cada una de las celdas, y cuáles son las celdas de las señoras que jamás se aportan por la casa, desvalijé varios armarios cerrados desde hace años, arrastrando alfombras y cuadros, camas con frazadas y colchas, veladores, una cuna de bronce con pirinolas y baldaquino, todo un poco estropeado pero en fin, qué se le iba a hacer, en la penumbra del sótano todo relucía ante los ojos de las viejas.

Hubiera querido también traer la ropa de Boy que Inés tiene guardada en un baúl especial en su segunda celda, la que más visita. No me atreví porque Inés sabe exactamente qué cosas tiene y dónde están guardadas. Es maniática, pulcra, meticulosa. Hace años que no abrimos el baúl que contiene el ajuar completo de Boy, ese mundo negro con remaches de bronce lleno de maravillas destinadas al Azcoitía que su útero empecinado no quiso producir. Cuando yo andaba buscando cosas para este Boy que otra va a producir, no pude refrenarme, abrí el mundo para verlas otra vez y me costó resistir la tentación de robarme siquiera algo, un babero bordado por la Peta Ponce, un par de botines de lana celeste. No lo hice. Quizá cuando Inés regrese de Roma con la cola entre las piernas después de haber hecho el ridículo con lo de la beata, ya sin ninguna ocupación ni esperanza con que matar su tiempo, vendrá más que nunca a la casa, a vivir en el limbo de sus cachivaches, que ordenará y limpiará y reordenará. Si pregunta quién tocó algo de su celda durante su ausencia, le diré que fui yo, que emprendí una limpieza a fondo y puse naftalina entre la ropa, por si acaso. Entonces ella me dará una propina que aceptaré como un insulto más para sumar a los muchos que he ido acumulando.

Hace dos meses que las vidas de nosotras las siete viejas gira alrededor de completar los preparativos para recibir al niño. Le estamos cosiendo ropita, pañales finos con una sábana de hilo que regaló la Brígida, este chal hay que deshacerlo para lavar bien lavada esta lana que es muy buena, no como las lanas de ahora que son con electricidad, y volver a tejer el chal, que la Dora lo teja, tan curiosa que es la Dora para cuestiones de tejidos. Y vamos a adornar la cuna de bronce con estos tules un poco parchados pero qué se le va a hacer, somos pobres pero el niño va a tener una cuna que en la penumbra se ve como cuna de rey. Lástima que la pobre Brígida se haya muerto y no lo vaya a conocer. Era la más entusiasta. Claro que el niño la sacará de su tumba para que se vaya con todas nosotras al cielo. En fin. Así es la vida. Estos meses van a ser los difíciles porque la Iris no se siente nada de bien, pasa con jaqueca, se está hinchando demasiado, usted que es meica pues, María, usted sabrá qué tiene así a la chiquilla ésta.

Hay que tenderla en la cama. ¿Te sientes mal otra vez? Ésta es tu cama y ésta la cuna para que juguemos contigo a las mamás, juguemos a que tú te tendías y eras la mamá. Pero si vamos a jugar a las mamás pues, señora Rita, por qué no me traen una muñeca, algo amarrado en trapos siquiera como cuando yo jugaba a las muñecas cuando era chica, el juego sin muñeca no vale, me dijeron que me iban a regalar una muñeca grande que mueve los ojos y dice mamá, del porte de una guagua de verdad, pero es mentira. Espera, Iris, descansa, ya te la vamos a dar, quédate tranquilita, duérmete, no tienes que saber que estás esperando guagua porque te va a dar miedo estar esperando un niño milagroso y puedes acusarnos a todas y nos pueden robar al niño.

El sótano está caliente con el brasero que tenemos encendido día y noche para que se seque el engrudo con que el Mudito empapeló la pared. La Amalia plancha pañales. La María Benítez quiere tenerlo todo preparado con tiempo para el nacimiento: revuelve mixtos fragantes sobre el fuego, espera a que hiervan, echa otras yerbas que cambian el olor de la habitación, un poco más de agua, cuela, deja enfriarse, vierte aguas de colores dentro de frascos. Esto sirve para restañar la sangre, una nunca sabe con una primeriza. Y esto desinfecta. Y esto para ponerle fomentos por si le siguen las jaquecas. No hablen tan fuerte, déjenla que se quede dormida. ¡Mírenla dormir! Vengan a ver qué linda es. Miren la cara de santa que tiene, igualita a esa virgen a todo color que la madre Benita tiene en su oficina. Tan jovencita. Tan bonito cutis. ¿No dicen que el cutis siempre se pone bonito con el embarazo? No siempre, a algunas se les echa a perder que es una calamidad, pero a ella no. La Damiana, la nueva, le toca la mejilla apenas con el dorso de su mano... una seda. ¡Qué linda se irá a ver con su guagüita, dándole el pecho aquí en este cuarto tibio, oloroso, soterrado! Todas nos movemos en la punta de los pies para no despertar a la futura mamá, reverentes ante lo misterioso envuelto en el útero, protegido por las capas sucesivas de sus entrañas y su carne y su piel, que para eso son.

La Iris duerme en la cama, con el pulgar en la boca, chupando, mientras nosotras nos ocupamos de las milenarias tareas femeninas de preparar el cuarto donde un niño va a nacer, regodeándonos con esos ritos que encandilan nuestros instintos adormecidos junto al vacío en que cayó la Brígida hace tan poco, y entonces, para esa ocasión, también solemne, nuestros instintos también revivieron con la magnificencia de los ritos de la muerte, y lloramos y nos lamentamos porque desde el comienzo del tiempo uno de los papeles de las viejas es el de llorona, y es bueno llorar y lamentarse en los funerales, así como es bueno regocijarse con un nacimiento. Se quiebran nuestras voces añosas, ese ovillo interminable de comentarios, shshshshsh, más despacito, no la vayan a despertar, ese rumor adornado ahora con una tibieza nueva, pon un rubor, como si nuestras voces hubieran resucitado con los ritos previos al nacimiento, una liturgia en que ningún hombre puede participar.

Sí. El embarazo de la Iris es un milagro. Una vez establecido el hecho, nadie lo discutió: aceptamos con toda facilidad la ausencia de un hombre en el fenómeno de la gestación. ¡Con qué alegría olvidamos el acto mismo que engendró al niño, sustituyéndolo por el milagro de una encarnación misteriosa en el vientre de una virgen, que destierra al hombre! Necesitamos rechazar la idea de que un hombre intervino. Tenemos que alejar el miedo de que un padre venga a reclamar a su hijo. ¿Por qué vamos a compartir el hijo con un hombre si es una la que sufre, él no sabe criar, es una la que se sacrifica, el hombre sólo tuvo el placer de engendrarlo, un placer sucio, efímero, que si alguna vez sentimos, lo dejamos olvidado allá lejos, detrás del placer de ser madre, las que tuvimos esa dicha? La Iris es casta. Ningún hombre tiene derecho sobre lo que lleva en su vientre. Que nadie sepa. Que nadie la vea. Aquí en el sótano que nos preparó el Mudito, tan bueno el Mudito, qué hubiéramos hecho sin él, estamos realizando nuestra plenitud al planchar y doblar pañales para el niño, tejiendo chales, muchos chales para no tener que envolver a la criatura en trapos cualesquiera cuando haga frío, es peligroso que se resfríen los niños chicos aunque dicen que ahora hay unos supositorios que cortan los mocos en un par de días, hay que comprar de esos supositorios, y sujetamos blondas con lazos de seda a los cortinajes que caen del baldaquino de pirinolas de bronce, y aquí tienes el hule para que el colchón no se pudra con los meados porque los colchones podridos son harto hediondos y este sótano no es mucha la ventilación que tiene, habrá que hacer baberos con esta seda tan bonita, tan fina, seda celeste porque va a ser niño, no, los baberos de seda no sirven para nada porque después no se pueden lavar a mano, no ven, y no vamos a estar mandándolos a la tintorería cada vez que la guagua los ensucie y las guaguas ensucian muchos baberos, varios cada día, pero si la seda se lava pues, Amalia, cómo va a ser tan tonta que no sabe ni eso siquiera, la seda natural, la fina de veras, hay que rociarla bien rociadita y se deja orear un poco y entonces, después, con la plancha no muy caliente...



1970












No hay comentarios.: