Capítulo
4
La Rita jamás veía sangre en los calzones de la Iris.
Ella misma se los lavaba. Pobre chiquilla sin madre. Y con el frío, los
sabañones le hinchaban las manos. Pero sangre, nada.
Se encerró con ella en una pieza para interrogarla.
¿Nunca has tenido sangre? Bah, ustedes creen que yo soy una pura cabra chica no
más, y no, soy mujer, me da la regla todos los meses y me sale harta sangre,
soy la única de las huérfanas que tiene la regla, las demás sí que son cabritas
chicas y por eso me aburro con ellas... es que cuando tengo sangre yo misma
lavo mis calzones para no molestarla a usted que es tan buena conmigo pues,
señora Rita.
La Rita no le creyó ni una palabra. La conocía
demasiado bien: la Iris no era limpia, ni considerada con los demás. Trató de
insinuarle cómo sucedían las cosas entre un hombre y una mujer. ¿Pero cómo, si
ella misma era virgen? No estaba muy segura de nada. No sabía qué pensar. No
entraban nunca hombres en la casa. La Iris ni se había asomado a la calle desde
que la trajeron. Pero la pobre chiquilla sabía tan poco del asunto que pasaba
con los hombres, que bostezaba aburrida con la conversación, incapaz de fijar
su mente en lo que la Rita le preguntaba con toda cautela para no abrirle los
ojos porque era inocente, casi no la oía, chupándose el pulgar, ya, déjate, no
te metas el dedo en la nariz ni te comas los mocos, chiquilla cochina,
encrespándose el pelo con un dedo mientras la Rita hacía prodigios de
discreción con sus preguntas... sí, era inocente. Pero la Rita no le pudo creer
que lavaba sus propios calzones cuando tenía la regla. La estuvo observando:
claro, nada este mes, ni el siguiente, mentira que lavara ninguna cosa. Y lo
peor era que seguía engordando y engordando, y poniéndose más floja y más
soñolienta.
La Rita acudió donde la Brígida con la zozobra de su
secreto. Ella, que lo sabía todo, debía saber también cómo eran esas cosas:
tuvo dos guaguas, claro que nacidas muertas, quién sabe por qué, así lo quiso
Dios. Y al poquito tiempo se le murió el marido. Desde su cama la Brígida
escuchó con muchísimo interés lo que la Rita le contaba y después de meditarlo
medio minuto dijo que, claro, era un milagro. Cuando nacen niños sin que un
hombre le haga la cochinada a una mujer es milagro... baja un ángel del cielo y
ya está. Milagro. Claro que lo primero era hacer examinar a la Iris para quedar
seguras del embarazo. La María Benítez es meica. Pero cómo le vamos a contar el
milagro, pues, Brígida, para que lo sepa toda la casa antes de la hora de la
oración y nos roben a la Iris y al niño o se la lleven para castigarla porque
la gente de ahora es muy hereje y no cree en milagros, dicen que ahora hay
gente que no cree ni en la Virgen. Pero la Brígida insistió en convocar a la
meica: que la examinara con mucho cuidado, sin meterle nada porque la Iris era
virgen, para que la chiquilla no se diera cuenta de lo que le estaba pasando.
La María Benítez dijo que sí: está esperando guagua, no digo yo, si estas
chiquillas de ahora quedan preñadas con oler un par de pantalones.
Para pegarle un tapaboca y que no dijera más porquerías
sacrílegas, le participaron que se trataba de un milagro. Quedó apabullada. Que
nadie más lo supiera. Todas las viejas eran unas envidiosas que iban a tratar
de robarles al niño, mientras que así lo cuidarían entre ellas tres no más, en
secreto, y las tres tomaron té en el cuartucho de la Brígida, y como la Amalia
les estaba sirviendo, también le contaron lo del milagro: somos cuatro, no,
cinco confesó la Rita, que le había confiado sus primeras sospechas a la Dora,
que como también sabía escribir la reemplazaba en la portería y anotaba los
mensajes telefónicos del padre Azócar y de los parientes y patrones de las
asiladas. Así es que eran cinco. Y cuando se dieron cuenta de que la Rosa Pérez
comenzó a rondarlas, curiosa por saber qué hacían siempre con la Iris, la
Brígida, que tenía muy buena cabeza, opinó que para protegerse sería mejor
contarle lo del milagro a esa chismosa, porque si no, de puro metete las iba a
descubrir y entonces, por Dios, se iba a venir la casa abajo, capaz que se le
ocurriera telefonear al arzobispo para delatarlas: sí, mejor contarle todo. Así
sería ella la que con más celo defendería el secreto. Porque era necesario que
nadie, absolutamente nadie más que ellas seis, tuviera el privilegio de saber que
la Iris estaba esperando una guagüita. Entonces, la Brígida comenzó a
hablarles:
—Amalia, sirve las galletas que hay en ese tarro. La
madre Benita anda en Babia con esto de que van a demoler la casa y van a
construir la Ciudad del Niño y a ella le van a dar el puesto de ecónoma jefe,
eso dicen que le prometió el padre Azócar. No se fija en nada, ni en las
chiquillas, después de que al principio trató de hacerles clases y todo, y
ustedes ven cómo las anda trayendo vestidas. Cuando a la Iris se le comience a
notar la guagua voy a regalarle un abrigo café que tengo guardado. Le va a
quedar grande. Si la madre Benita me pregunta algo, voy a contestarle pero
madre, si este pobre ángel andaba tiritando de frío, por eso le regalé este
paltó que le queda un poco grande pero en cuanto tenga un tiempecito se lo voy
a arreglar para que le quede bien. Y después, sin que nadie más que nosotras
seis sepa, va a nacer la guagüita. Hay que buscar una pieza en el fondo de la
casa para guardarla escondida, que nadie vaya a saber que el niño nació, y así
va a crecer lindo y santo, sin salir jamás en toda su vida de esa pieza en que
lo escondimos de los males del mundo. Y cuidarlo bien cuidadito, al niño. Tan
lindo que es cuidar una guagua... arroparla con chales para que no vaya a tener
frío... darle de comer... lavarla... amarrarla bien amarrada en sus pañales...
vestirla. Y cuando vaya creciendo lo más importante de todo es no enseñarle a
hacer nada él mismo, ni a hablar siquiera, ni a caminar, así siempre nos va a
necesitar a nosotras para hacer cualquier cosa. Ojalá que ni vea ni oiga.
Nosotras seremos sus mamás buenas que le vamos a adivinar cualquier señal que
nosotras no más comprenderemos y tendrá que depender para todo de lo que
nosotras le hagamos. Así es la única manera de criar a un niño para que sea
santo, criarlo sin que jamás, ni cuando crezca y sea hombre, salga de su pieza,
ni nadie sepa que existe, cuidándolo siempre, siendo sus manos y sus pies.
Claro que nosotras nos iremos muriendo. Pero no importa. Viejas siempre habrá.
Y a pesar de lo que dicen, casa siempre habrá, misiá Raquel me estuvo diciendo
que lo de la demolición eran puras cosas del padre Azócar para sacarle plata a
la familia Azcoitía, al marido de misiá Inés, que es tan buena. Cuando una de
nosotras se muera hay que elegir a otra y el niño irá pasando de vieja en
vieja, de mano en mano, hasta que él haga su voluntad y un día decida que ya
está bueno de tanta muerte y nos lleve a todas a la Gloria.
El imbunche. Todo cosido, los ojos, la boca, el culo,
el sexo, las narices, los oídos, las manos, las piernas. Desde el fondo de su
origen rural en otra región y en otro siglo, cuando alguna abuela medio india
amenazó a la niña asustada que la Brígida sería entonces con transformarla en
imbunche para que se portara bien, la tentación de serlo, o de hacerlo, quedó
sepultada en su mente y surgía ahora convertida en explicación y futuro del
hijo de la Iris. Todo cosido. Obstruidos todos los orificios del cuerpo, los
brazos y las manos aprisionados por la camisa de fuerza de no saber usarlos,
sí, ellas se injertarían en el lugar de los miembros y los órganos y las
facultades del niño que iba a nacer: extraerle los ojos y la voz y robarle las
manos y rejuvenecer sus propios órganos cansados mediante esta operación, vivir
otra vida además de la ya vivida, extirparle todo para renovarse mediante ese
robo. Y lo harán. Estoy seguro. El poder de las viejas es inmenso. No es verdad
que las manden a esta casa para que pasen sus últimos días en paz, como dicen
ellos. Esto es una prisión, llena de celdas, con barrotes en las ventanas, con
un carcelero implacable a cargo de las llaves. Los patrones las mandan encerrar
aquí cuando se dan cuenta de que les deben demasiado a estas viejas y sienten
pavor porqué estas miserables, un buen día, pueden revelar su poder y
destruirlos. Los servidores acumulan los privilegios de la miseria. Las
conmiseraciones, las burlas, las limosnas, las ayuditas, las humillaciones que
soportan los hacen poderosos. Ellas conservan los instrumentos de la venganza
porque van acumulando en sus manos ásperas y verrugosas esa otra mitad de sus
patrones, la mitad inútil, descartada, lo sucio y lo feo que ellos, confiados y
sentimentales, les han ido entregando con el insulto de cada enagua gastada que
les regalan, cada camisa chamuscada por la plancha que les permiten que se
lleven. ¿Cómo no van a tener a sus patrones en su poder si les lavaron la ropa,
y pasaron por sus manos todos los desórdenes y las suciedades que ellos
quisieron eliminar de sus vidas? Ellas barrieron de sus comedores las migas
caídas y lavaron los platos y las fuentes y los cubiertos, comiéndose lo que
sobró. Limpiaron el polvo de sus salones, las hilachas de sus costuras, los
papeles arrugados de sus escritorios y sus oficinas. Restablecieron el orden en
las camas donde hicieron el amor legítimo o ilegítimo, satisfactorio o
frustrador, sin sentir asco ante esos olores y manchas ajenos. Cosieron los
jirones de sus ropas, les sonaron las narices cuando niños, los acostaron
cuando llegaron borrachos y limpiaron sus vómitos y meados, zurcieron sus
calcetines y lustraron sus zapatos, les cortaron las uñas y los callos, les
escobillaron la espalda en el baño, los peinaron, les pusieron lavativas y les
dieron purgantes y tisanas para la fatiga, el cólico o la pena. Desempeñando
estos menesteres, las viejas fueron robándose algo integral de las personas de
sus patrones al colocarse en su lugar para hacer algo que ellos se negaban a
hacer... y la avidez de ellas crece al ir apoderándose de más cosas, y codician
más humillaciones y más calcetines viejos regalados como dádivas, quieren
apoderarse de todo. Por eso la Brígida ha armado esta conspiración, para
robarle los ojos y las manos y las piernas al niño que la Iris lleva en su
vientre, quieren atesorarlo todo en un gran fondo común de poder que algún día,
quién sabe cuándo, quién sabe para qué, utilizarán. A veces siento que a pesar
de que las viejas deberían estar durmiendo, no duermen, sino que están
atareadísimas sacando de sus cajones y de debajo de sus camas y de sus
paquetitos las uñas y los mocos, las hilachas y los vómitos y los paños y los
algodones ensangrentados con menstruaciones patronales que han ido acumulando,
y en la oscuridad se entretienen en reconstituir con esas porquerías algo como
una placa negativa no sólo de los patrones a quienes les robaron las
porquerías, sino del mundo entero: siento la debilidad de las viejas, su
miseria, su abandono, acumulándose y concentrándose en estos pasillos y
habitaciones vacías, porque es aquí, en esta casa, donde vienen a guardar sus
talismanes, a reunir sus debilidades para formar algo que reconozco como el
reverso del poder: nadie va a venir aquí a arrebatárselo. Y porque Jerónimo de
Azcoitía siempre ha tenido pavor, aunque no lo confiese su orgullo que no
acepta tener pavor de nada, sí, pavor de las cosas feas e indignas, jamás en
toda su vida se ha atrevido a venir aquí, aunque la casa le pertenecía hasta
que se desprendió de ella. No debió hacerlo. Fue un error. Hay que conservar
las cosas, siempre queda esperanza. Habrá que arreglar eso de alguna manera
porque, aunque usted no lo sabe, su estirpe se prolongará, y su hijo debe
seguir propietario de esta casa: las viejas, nosotras siete ahora que me han
despojado de mi sexo y me han aceptado dentro de su número, estamos cuidando a
su hijo en el útero de la Iris, yo se lo restituiré a don Jerónimo para que
herede esta casa a pesar de los papeles firmados, para que no la destruyan
jamás y yo pueda permanecer refugiado aquí donde don Jerónimo jamás vendrá a
buscarme porque les tiene terror a los callos que las viejas cortaron y
guardaron, a los pelos que taparon el desagüe del lavatorio y que ellas
conservan envueltos en trapos y papelitos. Sí, don Jerónimo, no las desprecie,
no son tontas como parecen, o su estupidez constituye una especie de sabiduría.
Por eso guardan esos amuletos, para mantenerlo a usted a raya. ¡No se venga a
meter aquí! Yo fui su fiel servidor, don Jerónimo. Aunque quisiera dejar de
serlo, no puedo. Usted me marcó en la oreja como a un carnero. Yo sigo
sirviéndolo.
Y al servir a estas rémoras, al ser sirviente de
sirvientes, al exponerme a sus burlas y obedecer sus mandatos, voy haciéndome
más poderoso que ellas porque voy acumulando los desperdicios de los
desperdicios, las humillaciones de los humillados, las burlas de los
escarnecidos. Soy la séptima vieja. Yo me encargaré de velar por el Azcoitía
que nacerá. El vómito de la Iris que fregué en las baldosas de la cocina me
ungió. Y lo guardo envuelto en un estropajo, con mis libros y mis manuscritos,
debajo de mi cama, donde guardan sus cosas todas las viejas.
Lo primero que tuve que hacer fue ganármelas. Mientras
no las deslumbrara de algún modo, quedaría aceptado sólo nominalmente, pese a
haberme sometido como me sometí. Dejé pasar unos días mientras lo iba
preparando todo, permitiéndoles que me hablaran poco y que me miraran con
cierta desconfianza. Hasta que una tarde les participé que creía haber
encontrado el sitio ideal para que la Iris diera a luz sin que nadie lo supiera,
y donde las siete viejas del secreto podíamos criar al niño para siempre, sin
que nadie nos molestara.
Las llevé al patio donde vivo en el fondo de la casa,
que también sirve de cementerio de santos. Las viejas se persignaron al pasar
frente a la capilla, cruzamos el patio de los naranjos y nos perdimos en los
vericuetos de la parte de atrás de la casa, en ese revoltijo de patios y
pasillos menores que sólo yo conozco, hasta que llegamos a mi patio.
Al abrirles la puerta y oír sus exclamaciones me di cuenta
de que con sólo eso, con abrirles la puerta al cementerio de santos rotos, las
había conquistado. Avanzaron gritando de alborozo entre san Franciscos
decapitados, san Gabrieles Arcángeles sin el dedo alzado, san Antonios de Padua
cojos y mancos, vírgenes del Carmen, del Perpetuo Socorro, de Lourdes, con las
vestiduras desteñidas y sus distintivos borrados, de niños Jesuses de Praga sin
corona ni mano sosteniendo la bola, la elegancia simulada de sus armiños y la
falsedad de sus pedrerías de yeso pintado desvaneciéndose al sol y con la
lluvia, santos de facciones disueltas, un monstruo abrazando el mundo bajo unos
pies que dijo la Brígida que iba a guardar porque eran de la Inmaculada
Concepción, guárdamela por ahí, Mudito, a ver si después encontramos lo demás y
la armamos, ángeles sin alas, santos sin identidad, fraccionados, sin miembros,
de todos los tamaños, fragmentos que los años y el clima fueron reduciendo, que
las palomas han ido cagando, que los ratones roen, que los pájaros picotean en
los ojos o en el ombligo, sí, claro, no se pueden tirar a la basura los
fragmentos de objetos que han sido de culto, hay que respetarlos, no se los
puede confundir en el basurero con los desperdicios de la comida y del aseo,
no, hay que traerlos a la casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de
la Chimba, donde todo cabe. La madre Benita me pide que traiga mi carrito,
cargo los fragmentos y los arrastro hasta mi patio para que los años y las
lluvias terminen con ellos, mientras en los altares sus existencias son
sustituidas por imágenes casi idénticas encargadas al fabricante, quizás esta
versión de la Bernardita tenga menos bizcos los ojos, quizá los rizos del niño
Jesús sean de otro tono de amarillo, quizá la pose de san Sebastián parezca
menos ambigua. La madre Benita no conoce mi patio. Tiene estrictamente
prohibido que nadie se venga a meter aquí. Es el patio del Mudito. Él lo
eligió. Él sabrá por qué le acomoda. Que por lo menos tenga eso suyo para que
haga lo que quiera, ese pedacito de vida privada, hay que respetársela a este
pobre hombre que hace tantos años se está sacrificando aquí en la casa por
nosotras.
Las viejas se distribuyeron por el patio dando
exclamaciones, encuclillándose y volviéndose a parar, blandiendo trozos de
yeso, manos, torsos, coronas, drapeados, escarbando, exhumando santidades
oscuras que sólo ellas son capaces de reconocer, santa Ágata y san Cristóbal y
san Ramón No Nato no pues, Dora, ese hábito es de san Francisco, no de santo
Domingo de Sales, que no ve el capuchón café, le diré que los san Sebastianes
son bastante escasos, oye Amalia, encuéntrame el otro pedazo de la Inmaculada,
va a ser difícil, aunque aquí hay una cabeza con estrellas y quizá tenga algo
que ver, no sé, ya este san Gabriel voy a buscarle su dedito parado para
completarlo y me voy a conseguir una virgen cualquiera, quién se va a estar
fijando, y voy a armar una Anunciación encima de mi cómoda.
—El 25 de marzo es la Encarnación...
—Qué pena que aquí en la casa no la celebremos.
—Pero el nacimiento del Niño, nueve meses después de
que apareció san Gabriel Arcángel, sí que se celebra...
—Pero la Encarnación no es lo mismo que la
Anunciación...
—No sé, vamos a preguntarle a la madre Benita.
—A ver si encuentro el dedito del arcángel.
Tuve que golpear las manos como en el recreo de un
colegio para llamarles la atención y devolverlas a la realidad de lo que
teníamos que hacer, por aquí, no tropiecen, aquí vivo yo, ésta es mi habitación
y ésta mi cama, nada más hay aquí salvo esta puerta falsa que conduce a un sótano,
el sótano que les tengo listo, yo estaré siempre aquí, cuidando la entrada. No
sólo me había ocupado en pulir y encerar el suelo de tablas resecas y en
empapelar los muros con diarios viejos, sino que como sé muy bien qué cosas
guarda cada señora en cada maleta y en cada cajón de cada una de las celdas, y
cuáles son las celdas de las señoras que jamás se aportan por la casa,
desvalijé varios armarios cerrados desde hace años, arrastrando alfombras y
cuadros, camas con frazadas y colchas, veladores, una cuna de bronce con
pirinolas y baldaquino, todo un poco estropeado pero en fin, qué se le iba a
hacer, en la penumbra del sótano todo relucía ante los ojos de las viejas.
Hubiera querido también traer la ropa de Boy que Inés
tiene guardada en un baúl especial en su segunda celda, la que más visita. No
me atreví porque Inés sabe exactamente qué cosas tiene y dónde están guardadas.
Es maniática, pulcra, meticulosa. Hace años que no abrimos el baúl que contiene
el ajuar completo de Boy, ese mundo negro con remaches de bronce lleno de
maravillas destinadas al Azcoitía que su útero empecinado no quiso producir.
Cuando yo andaba buscando cosas para este Boy que otra va a producir, no pude
refrenarme, abrí el mundo para verlas otra vez y me costó resistir la tentación
de robarme siquiera algo, un babero bordado por la Peta Ponce, un par de
botines de lana celeste. No lo hice. Quizá cuando Inés regrese de Roma con la
cola entre las piernas después de haber hecho el ridículo con lo de la beata,
ya sin ninguna ocupación ni esperanza con que matar su tiempo, vendrá más que
nunca a la casa, a vivir en el limbo de sus cachivaches, que ordenará y
limpiará y reordenará. Si pregunta quién tocó algo de su celda durante su
ausencia, le diré que fui yo, que emprendí una limpieza a fondo y puse
naftalina entre la ropa, por si acaso. Entonces ella me dará una propina que
aceptaré como un insulto más para sumar a los muchos que he ido acumulando.
Hace dos meses que las vidas de nosotras las siete
viejas gira alrededor de completar los preparativos para recibir al niño. Le
estamos cosiendo ropita, pañales finos con una sábana de hilo que regaló la
Brígida, este chal hay que deshacerlo para lavar bien lavada esta lana que es
muy buena, no como las lanas de ahora que son con electricidad, y volver a
tejer el chal, que la Dora lo teja, tan curiosa que es la Dora para cuestiones
de tejidos. Y vamos a adornar la cuna de bronce con estos tules un poco parchados
pero qué se le va a hacer, somos pobres pero el niño va a tener una cuna que en
la penumbra se ve como cuna de rey. Lástima que la pobre Brígida se haya muerto
y no lo vaya a conocer. Era la más entusiasta. Claro que el niño la sacará de
su tumba para que se vaya con todas nosotras al cielo. En fin. Así es la vida.
Estos meses van a ser los difíciles porque la Iris no se siente nada de bien,
pasa con jaqueca, se está hinchando demasiado, usted que es meica pues, María,
usted sabrá qué tiene así a la chiquilla ésta.
Hay que tenderla en la cama. ¿Te sientes mal otra vez?
Ésta es tu cama y ésta la cuna para que juguemos contigo a las mamás, juguemos
a que tú te tendías y eras la mamá. Pero si vamos a jugar a las mamás pues,
señora Rita, por qué no me traen una muñeca, algo amarrado en trapos siquiera
como cuando yo jugaba a las muñecas cuando era chica, el juego sin muñeca no
vale, me dijeron que me iban a regalar una muñeca grande que mueve los ojos y
dice mamá, del porte de una guagua de verdad, pero es mentira. Espera, Iris,
descansa, ya te la vamos a dar, quédate tranquilita, duérmete, no tienes que
saber que estás esperando guagua porque te va a dar miedo estar esperando un
niño milagroso y puedes acusarnos a todas y nos pueden robar al niño.
El sótano está caliente con el brasero que tenemos
encendido día y noche para que se seque el engrudo con que el Mudito empapeló
la pared. La Amalia plancha pañales. La María Benítez quiere tenerlo todo
preparado con tiempo para el nacimiento: revuelve mixtos fragantes sobre el
fuego, espera a que hiervan, echa otras yerbas que cambian el olor de la
habitación, un poco más de agua, cuela, deja enfriarse, vierte aguas de colores
dentro de frascos. Esto sirve para restañar la sangre, una nunca sabe con una
primeriza. Y esto desinfecta. Y esto para ponerle fomentos por si le siguen las
jaquecas. No hablen tan fuerte, déjenla que se quede dormida. ¡Mírenla dormir!
Vengan a ver qué linda es. Miren la cara de santa que tiene, igualita a esa
virgen a todo color que la madre Benita tiene en su oficina. Tan jovencita. Tan
bonito cutis. ¿No dicen que el cutis siempre se pone bonito con el embarazo? No
siempre, a algunas se les echa a perder que es una calamidad, pero a ella no.
La Damiana, la nueva, le toca la mejilla apenas con el dorso de su mano... una
seda. ¡Qué linda se irá a ver con su guagüita, dándole el pecho aquí en este
cuarto tibio, oloroso, soterrado! Todas nos movemos en la punta de los pies
para no despertar a la futura mamá, reverentes ante lo misterioso envuelto en
el útero, protegido por las capas sucesivas de sus entrañas y su carne y su
piel, que para eso son.
La Iris duerme en la cama, con el pulgar en la boca,
chupando, mientras nosotras nos ocupamos de las milenarias tareas femeninas de
preparar el cuarto donde un niño va a nacer, regodeándonos con esos ritos que
encandilan nuestros instintos adormecidos junto al vacío en que cayó la Brígida
hace tan poco, y entonces, para esa ocasión, también solemne, nuestros
instintos también revivieron con la magnificencia de los ritos de la muerte, y
lloramos y nos lamentamos porque desde el comienzo del tiempo uno de los
papeles de las viejas es el de llorona, y es bueno llorar y lamentarse en los
funerales, así como es bueno regocijarse con un nacimiento. Se quiebran nuestras
voces añosas, ese ovillo interminable de comentarios, shshshshsh, más
despacito, no la vayan a despertar, ese rumor adornado ahora con una tibieza
nueva, pon un rubor, como si nuestras voces hubieran resucitado con los ritos
previos al nacimiento, una liturgia en que ningún hombre puede participar.
Sí. El embarazo de la Iris es un milagro. Una vez
establecido el hecho, nadie lo discutió: aceptamos con toda facilidad la
ausencia de un hombre en el fenómeno de la gestación. ¡Con qué alegría
olvidamos el acto mismo que engendró al niño, sustituyéndolo por el milagro de
una encarnación misteriosa en el vientre de una virgen, que destierra al
hombre! Necesitamos rechazar la idea de que un hombre intervino. Tenemos que
alejar el miedo de que un padre venga a reclamar a su hijo. ¿Por qué vamos a
compartir el hijo con un hombre si es una la que sufre, él no sabe criar, es
una la que se sacrifica, el hombre sólo tuvo el placer de engendrarlo, un
placer sucio, efímero, que si alguna vez sentimos, lo dejamos olvidado allá
lejos, detrás del placer de ser madre, las que tuvimos esa dicha? La Iris es
casta. Ningún hombre tiene derecho sobre lo que lleva en su vientre. Que nadie
sepa. Que nadie la vea. Aquí en el sótano que nos preparó el Mudito, tan bueno
el Mudito, qué hubiéramos hecho sin él, estamos realizando nuestra plenitud al
planchar y doblar pañales para el niño, tejiendo chales, muchos chales para no
tener que envolver a la criatura en trapos cualesquiera cuando haga frío, es
peligroso que se resfríen los niños chicos aunque dicen que ahora hay unos
supositorios que cortan los mocos en un par de días, hay que comprar de esos
supositorios, y sujetamos blondas con lazos de seda a los cortinajes que caen
del baldaquino de pirinolas de bronce, y aquí tienes el hule para que el
colchón no se pudra con los meados porque los colchones podridos son harto
hediondos y este sótano no es mucha la ventilación que tiene, habrá que hacer
baberos con esta seda tan bonita, tan fina, seda celeste porque va a ser niño,
no, los baberos de seda no sirven para nada porque después no se pueden lavar a
mano, no ven, y no vamos a estar mandándolos a la tintorería cada vez que la
guagua los ensucie y las guaguas ensucian muchos baberos, varios cada día, pero
si la seda se lava pues, Amalia, cómo va a ser tan tonta que no sabe ni eso
siquiera, la seda natural, la fina de veras, hay que rociarla bien rociadita y
se deja orear un poco y entonces, después, con la plancha no muy caliente...
1970
No hay comentarios.:
Publicar un comentario