Hace ya muchos años, en una exposición celebrada en París, pude ver algunas obras de Edvard Munch: “El grito”, “Madonna”, varios retratos y autorretratos, grabados, dibujos. La seducción fue instantánea y de una especie particular que no puedo llamar sino “abismal”: como asomarse a un precipicio. Desde entonces la pintura de Munch no cesó de atraerme, La verdadera revelación la experimenté más tarde. En el verano de 1985 mi mujer y yo pasamos una corta temporada en Oslo y uno de los primeros lugares que visitamos fue el Museo Edvard Munch. Volvimos varias veces: no sólo es uno de los mejores del mundo, entre los consagrados a un artista y su obra, sino que puede verse como una sorprendente asamblea de retratos simbólicos. Aclaro: esos cuadros no cuentan una vida sino que nos revelan un alma. Nuestra impresión fue más honda porque recorrimos las salas del museo bajo el imperio del verano nórdico. La pasión que atraviesa la pintura de Munch nos pareció una respuesta a la intensidad de la luz y a la vehemencia de los colores. Erupción de vida: los árboles, las flores, los animales, la gente, todo, estaba animado por una vitalidad a un tiempo inocente y terrible. Las ventanas de nuestra habitación daban a un parque y cada noche –era imposible dormir– veíamos deslizarse entre los árboles las sombras de Oberón, Titania y su cortejo de elfos y trasgos. También pasaban los personajes que habíamos visto unas horas antes en el Museo Munch, elfos reconcentrados y perseguidos por su idea fija, elfos sonrientes, enigmáticos, crueles. Pensé: el solsticio de verano y su vegetación de sangre es un acorde de ritmo cósmico; el otro son los desiertos blancos, azules y negros del solsticio de invierno. Ambos combaten y se funden en la obra de Munch.
Hay artistas que se desarrollan en múltiples direcciones, como árboles de muchas ramas; otros siguen siempre la misma ruta, guiados por una fatalidad interior. Munch pertenece a la segunda familia. Aunque pintó durante más de sesenta años y su obra es extensa, no es variada. En su evolución se advierten titubeos, períodos de búsqueda y otros de plenitud creadora, no esos cambios buenos y esas rupturas que nos sorprenden en Picasso y en tantos otros artistas modernos. Su relativa simplicidad estilística contrasta con su complejidad psicológica y espiritual. Pero al hablar de “simplicidad estilística” temo haber cometido una inexactitud; debería haber escrito unidad: las obras pintadas en 1885 prefiguran a las que pintaría toda su vida. Esta unidad no es carencia técnica; Munch utilizó diversos medios, del óleo al grabado, y en todos ellos reveló maestría. Fue un innovador en el dominio del grabado en madera y como dibujante nos ha dejado obras memorables, en las que no sé si admirar más la seguridad de la línea o la emoción del trazo. Fue un verdadero colorista, no por el equilibrio de los tonos o la delicadeza de la paleta sino por la vivacidad y energía del pincel. En suma, la unidad de su estilo fue el resultado de una fatalidad personal: no una elección estética sino un destino. Pero un destino libremente aceptado.
En sus comienzos, después de un breve período naturalista, hizo suya la lección de los impresionistas. Por muy poco tiempo, pues muy rápidamente dio el gran salto hacia su propia e inconfundible manera: un expresionismo “avant la lettre”. Es comprensible que su ejemplo haya influido profundamente en los expresionistas de “Die Brücke”, como Nalde y Kirchner, en Max Beckmann y en los austríacos Kokoschka y Schiell. Son conocidas las influencias y afinidades entre Orozco y los expresionistas. Es muy probable que el artista mexicano haya conocido la obra de Munch: las acuarelas y dibujos de la primera época (“Escenas de mujeres”) presentan indudables parecidos con telas y grabados de Munch que tienen también por temas bailes y escenas de burdel. Munch fue un precursor del expresionismo pero esta tendencia no lo define enteramente; no es difícil percibir en la pintura su presencia de una corriente antagónica: el simbolismo. Extrañas nupcias entre la realidad más real y la transrealidad. Munch fue un heredero de Van Gogh y de Gauguin: más tarde, se interesó en el fauvinismo, con el que tiene más de una afinidad. Pero la “ferocidad” de los “fauves” es más epidérmica y carece de la angustiosa ambigüedad psicológica de Munch. En un breve ensayo consagrado al pintor noruego, André Breton acertó a delinear su verdadera genealogía espiritual: “Munch supo, ejemplarmente, utilizar la lección de Gauguin, en un sentido muy distinto al fauvinismo... Fiel al espíritu a las grandes interrogaciones sobre el destino humano que marcan sobre las obras de Gauguin y de Van Gogh, nos precipitó en el espectáculo de la vida, en todo lo que éste ofrece de locura y perdición”. La intervención de las potencias nocturnas –el sueño, el erotismo, la angustia, la muerte– une a Munch, por el puente de Gauguin, con la tradición visionaria de la pintura. Así anunció, oblicuamente, algunas tentativas del surrealismo.
El gran período creador se inició en Alemania, en 1892. Fueron los años de su amistad con Strindberg y de su interés por el pensamiento Nietzsche; asimismo, los de la serie de esas obras maestras, por su intensidad y por su hondura, que él llamó “El friso de la vida”. Antes había frecuentado, en sus años de París, la poesía de Mallarmé (nos dejó un retrato del poeta) y siempre la de Dostoievski. La serie La ruleta (1892) es un homenaje al novelista ruso. Leyó también a Kierkegaard y admiró a Ibsen (decorados para “Hedda Gabbler”, carteles para “Pierre Gynt” y “Juan Gabriel Borkman”). El pensamiento anarquista lo marcó, como a otros artistas de esa época. Estas influencias literarias y filosóficas tuvieron la misma función que las pictóricas: iluminarlo por dentro. En pocos artistas las fuerzas instintivas e inconscientes han sido tan poderosas y contradictorias como en Munch; también en muy pocos han sido tan lúcida y valerosa la mirada interior. Vasos comunicantes: el alma, y sus conflictos, se transformó en la línea sinuosa y enérgica; el hervor de la pasión se volcó en el chorro de pintura. El crítico Arne Eggun subraya que en 1893 Munch empezó a salpicar sus telas con pigmentos para utilizar las manchas e incorporarlas a la composición. Medio siglo antes de André Masson y de David Alfaro Siqueiros, reconoció y usó las posibilidades del accidente en la creación artística. Strindberg fue sensible a las experiencias de su amigo y dos años después, señala Eggun, “publicó un ensayo con el título de ‘El azar en la creación artística’”. A Munch no le interesaba la invención por sí misma; buscaba la expresión: “Al pintar una silla –dijo alguna vez– lo que debe pintarse no es la silla sino la emoción sentida ante ella”. Sin embargo, para expresar hay que inventar: las confecciones del artista se vuelven ficciones y las ficciones emblemas vivientes del destino humano.
En la pintura de Munch aparecen una y otra vez, con escalofriante regularidad, ciertos temas y asuntos. Repeticiones obsesivas, fatales, pero, asimismo, voluntariamente aceptadas y quizá buscadas. Munch llamó a estas repeticiones: “copias radicales”. Por una parte, son documentos, instantáneas de ciertos estados recurrentes, unos de extrema exaltación y otros de abatimiento no menos extremo; por otra, son revelaciones del misterio del hombre, perdido en la naturaleza o entre sus semejantes. Perdido en sí mismo.
Para Munch el hombre es un juguete que gira entre los dientes acerados de la rueda cósmica. La rueda lo levanta y un momento después lo tritura. En esta visión negra del destino humano se alían el determinismo biológico de su época y su cristianismo protestante, su infancia desdichada –las muertes tempranas de su madre y de una hermana, la locura de otra,– y el pesimismo de Strindberg, su creencia supersticiosa en la herencia y la sombra de Raskolnikov, sus tempestuosos amores y su alcoholismo, su profunda comprensión del mundo natural –bosques, colinas, cielos, mar, hombres, mujeres, niños– y su horror ante la civilización y el feroz animal humano.
Munch trasciende su pesimismo a través de la misión transfiguradora que asigna a la pintura. El artista no es el héroe solitario de los románticos; es el testigo, en el antiguo sentido de las palabra: el que da fe de la realidad de la vida y del sentido redentor del dolor de los hombres. El arte es sacrificio y la obra es la transubstentación de ese sacrificio.
En el mundo moderno el artista es un Cristo. Su cruz es femenina. La “Madonna” es la conjunción de todos los poderes naturales, es tierra y es agua, es hierba y es plaga, la luna y una bahía pero sobre todo es tigre. Es uno de los dientes de la rueda cósmica. La contradicción universal –vida y muerte– encarna en la lucha entre los sexos y en esa batalla la eterna vencedora es la mujer. Dadora de vida y de muerte, mata para vivir y vive para matar.
Una de las “copias radicales” más repetidas y turbadoras de Munch es la pareja “Marat” y “Carlota Corday”, llamada también “La asesina” o “El asesinato”. La primera versión es de 1906 y al principio tenía como título: “Naturaleza muerta”. Su comentario es revelador: “He pintado una naturaleza muerta tan bien como cualquiera de Cézanne –se refiere a un plato de frutas que aparece en el primer plano– con la única diferencia de que, en el fondo del cuadro, pinté a una asesina y a su víctima”. Las últimas versiones de este cuadro son de 1933 y 1935, un poco antes de su muerte. La comparación con el célebre óleo de David es instructiva: los personajes abandonan el teatro de la historia, dejan de ser personajes y se convierten en personas comunes y corrientes. Así, alcanzan una ejemplaridad más profunda e intemporal: son imágenes de la rotación de la rueda cósmica.
La mujer es uno de los ejes del universo de Munch. El otro es el hombre o, más exactamente, su soledad: el hombre solo ante la naturaleza o ante la multitud, solo ante sí mismo. Sus autorretratos son numerosos y pertenecen a todas sus épocas. Nunca cesó de fascinarlo su persona, pero en esa fascinación no hay complacencia: es un juicio más que una contemplación y, más que un juicio una disección.
Prometeo no encadenado a una roca sino sentado en una silla y picoteado no por un águila sino por su propia mirada. Prometeo es un hombre de hoy, uno de nosotros, no ha robado el fuego y paga una condena por un pecado sin remisión: estar vivo. El lugar de su condena no es una montaña en el Cáucaso ni las entrañas de la tierra: es una habitación cualquiera en esta o aquella ciudad. O una calle por la que desfilan transeúntes anónimos.
Munch fue uno de los primeros artistas que pintó la enajenación de los hombres extraviados en las ciudades modernas. Su cuadro más célebre, “El grito”, parece una imagen anticipada de ciertos paisajes de “The Waste Land”.
Nada de lo que han hecho los pintores contemporáneos, por ejemplo Edward Hopper, tiene la desolación y la angustia de esa obra. Oímos “El grito” no con los oídos sino con lo ojos y con el alma. ¿Y qué es lo que oímos? El silencio eterno. No el de los espacios infinitos que aterró a Pascal sino el silencio de los hombres. Un silencio ensordecedor, idéntico al inmenso e insensato clamor que suena desde el comienzo de la historia. “El grito” es el reverso de la música de las esferas.
Aquella música tampoco podía oírse con los sentidos sino con el espíritu.
Sin embargo, aunque inaudible, otorgaba a los hombres la certidumbre de vivir en un cosmos armonioso; “El grito” de Munch, palabra sin palabra, es el silencio del hombre errante en las ciudades sin alma y frente a un cielo deshabitado.
en La Nación(Buenos Aires), 10 de julio 1988
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