¡El otoño ya! ¿Pero por qué añorar un eterno sol, si
estamos empeñados en el descubrimiento de la claridad divina, lejos de las
gentes que mueren en las estaciones?
El otoño. Nuestra barca, alzándose en las brumas
inmóviles, gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con su cielo
maculado de fuego y lodo. ¡Ah, los harapos podridos, el pan empapado de lluvia,
la embriaguez, los mil amores que me han crucificado! ¡De modo que nunca ha de
acabar esta reina voraz de millones de almas y de cuerpos muertos y que serán
juzgados! Yo me vuelvo a ver con la piel roída por el fango y la peste, las
axilas y los cabellos llenos de gusanos y con gusanos más gruesos aún en el
corazón, yacente entre desconocidos sin edad, sin sentimiento... Hubiera podido
morir allí ... ¡Qué horrible evocación! Yo detesto la miseria.
¡Y temo al invierno porque es la estación de la
comodidad!
A veces veo en el cielo playas sin fin, cubiertas de
blancas y gozosas naciones. Por encima de mí, un gran navío de oro agita sus
pabellones multicolores bajo las brisas matinales. Yo he creado todas las
fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He tratado de inventar nuevas
flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Yo he creído adquirir poderes
sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Tengo que enterrar mi imaginación y mis recuerdos!
¡Una hermosa gloria de artista y de narrador desvanecida!
¡Yo! ¡Yo que me titulara ángel o mago, que me dispensé
de toda moral, soy devuelto a la tierra, con un deber que perseguir y la rugosa
realidad para estrechar! ¡Campesino!
¿Estoy engañado? ¿Sería para mi la caridad hermana de
la muerte?
En fin, pediré perdón por haberme nutrido de mentiras. Vamos...
¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde conseguir socorro?
Sí, la nueva hora es, por lo menos, muy severa.
Pues yo puedo decir que alcancé la victoria: el
rechinar de dientes, los silbidos de fuego, los suspiros pestilentes, se
moderan. Todos los recuerdos inmundos se borran. Mis últimas añoranzas se escabullen
celos de los mendigos, de los bandoleros, de los amigos de la muerte, de los retardados
de todas clases. ¡Si yo me vengara, condenados!
Hay que ser absolutamente moderno.
Nada de cánticos: conservar lo ganado. ¡Dura noche! La
sangre seca humea sobre mi rostro, y no tengo cosa alguna tras de mí, ¡fuera de
ese horrible arbolillo!...
El combate espiritual es tan brutal como las batallas
de los hombres; pero la visión de la justicia es sólo el placer de Dios.
Entre tanto, estamos en la víspera. Recibamos todos los
influjos de vigor y de real ternura. Y a la aurora, armados de una ardiente
paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.
¡Qué hablaba yo de mano amiga! Es una buena ventaja que
pueda reírme de los viejos amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas
parejas embaucadoras -he visto allá el infierno de las mujeres-; y me será
permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.
en Una temporada en el infierno, 1873
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