viernes, marzo 30, 2012

“Anarquía... ¿Contra qué?”, de Errico Malatesta






Yo sé que Saverio Merlino, ejemplo raro entre los polemistas y los hombres de partido, no intenta en las discusiones colocar en situación difícil al adversario con artificios retóricos, sino que se esfuerza por llevar luz sobre la materia en cuestión; sé que él propone siembre buscar la verdad y propagar lo que ha llegado a creer verdadero, y por ello me ha maravillado mucho el último artículo que nos ha enviado, en el cual, mientras se propone responder a una pregunta hecha por mí en la esperanza real de saber mejor cuáles son sus ideas, gira en torno a la cuestión, intenta impresionar al lector con una cierta apariencia de espíritu práctico y me deja más perplejo que antes.

Yo preguntaba si, según él, aquel gobierno, uno cualquiera, o parlamento, que él cree necesario para el buen funcionamiento de la sociedad, deberá tener a su disposición una fuerza armada. Y Merlino me responde que el uso de la fuerza deberá ser reservado a los casos extremos y no deberá ser dejado al arbitrio de un gobierno, o de un parlamento, el emplearla contra los ciudadanos recalcitrantes a una orden dada.

Yo no entiendo nada.

Si el gobierno no tiene el derecho de obligar a los ciudadanos a obedecer las leyes, entonces no es más un gobierno, en el sentido común de la palabra y nosotros no tendríamos ya que pedir su abolición: nos bastaría con hacer lo que nos parezca cuando algo no nos conviene en un momento determinado.

No debe haber una fuerza armada permanente, dice Merlino, pero los ciudadanos mismos podrán ser llamados en casos extraordinarios, como ya se usa en Inglaterra y en los Estados Unidos. ¿Pero llamados por quién? ¿Por el gobierno? ¿Estarán obligados a presentarse a la llamada? En Inglaterra y en los Estados Unidos hay una policía; y las milicias que el gobierno llama en casos extraordinarios sirven, salvo que no se rebelen, a las finalidades del gobierno, entre las cuales la primera es la de frenar y a ser necesario, masacrar al pueblo. ¿Este es el régimen político que anhela Merlino? El uso de la fuerza es regulado y sustraído del arbitrio de una administración central cualquiera, dice Merlino.

Nosotros queremos que todos los ciudadanos tengan igual derecho a ser armados y de tomar las armas cuando se presente la necesidad, sin que nadie pueda obligarlos a marchar o a no marchar. Queremos que la defensa social, de interés de todos, sea confiada a todos, sin que ninguno haga el oficio de defensor del orden público y viva de él. Pero, dice Merlino, si soy atacado por uno más fuerte que yo, ¿cómo me defenderé? ¿Acudirá la gente a ayudarme? Y si acude, ¿cómo hará para juzgar de qué parte está la razón? Y como probablemente se producirán opiniones diversas, entonces, ¿por cada disputa habrá una guerra civil?

¿Los carabineros, respondo yo, están siempre presentes para defender a quien es atacado? ¿Es seguro que éstos no se ponen nunca de parte del que está equivocado? ¿El juicio de los magistrados ofrece quizás más garantías de justicia que el de la muchedumbre? ¿Y la tiranía es por tanto preferible a la guerra civil?

Merlino razona como hacen los conservadores. Él pone ante todo los inconvenientes, todos los conflictos posibles de la vida social y se sirve de ellos para calificar de imposibles y absurdos nuestros ideales, olvidando, sin embargo, cómo se reparan estos inconvenientes y estos conflictos en su sistema. Merlino teme a la guerra civil. ¿Pero qué es un régimen autoritario sino un estado de guerra en que una de las partes ha sido vencida y se encuentra sujeta? Merlino nos dirá que él es libertario y no autoritario; pero si alguno, individuo o colectividad, minoría o mayoría, puede imponer a los otros la propia voluntad, la libertad es una mentira, o no existe sino para quien dispone de la fuerza. Yo no he dicho nunca que la anarquía, especialmente en los primeros tiempos, será Arcadia o Eldorado. Habrá por supuesto problemas y dificultades inherentes a la imperfección y al desacuerdo de los hombres; pero si hay probabilidad de que los males sean menores que en cualquier régimen autoritario, esto me basta para ser anarquista.

El bienestar y la libertad de todos, la abolición de la tiranía y de la esclavitud no se pueden obtener sino cuando los hombres se esfuercen por armonizar sus intereses y se plieguen voluntariamente a las necesidades sociales. Y yo creo que, abolida la propiedad individual y el gobierno, está destruida la posibilidad de explotar y oprimir a los demás bajo la égida de las leyes y de la fuerza social. Los hombres tendrán interés, y por tanto voluntad, de resolver los posibles conflictos pacíficamente, sin recurrir a la fuerza. Si esto no ocurriese, evidentemente la anarquía sería imposible; pero serían también imposibles la paz y la libertad. Merlino no está persuadido cuando digo que contra la voluntad de los hombres la anarquía no se hace. ¿Pero sabe él concebir un régimen que se rija sin y contra la voluntad de los hombres, o al menos de aquellos de entre los hombres que piensan y quieren? ¿Conoce él un régimen que valga más de lo que valen los hombres que lo aceptan?

Todo depende de la voluntad de los hombres. Busquemos por tanto educarlos para querer la libertad y la justicia para todos, y expulsar de su espíritu el prejuicio de la necesidad del gendarme.

Yo dije que no soy profeta, y Merlino encuentra que yo respondo como hacen los socialistas democráticos cuando se trata de demostrarle los inconvenientes del colectivismo. El caso no es igual. Los socialistas democráticos quieren que el pueblo los mande al poder, a hacer las leyes, a organizar la nueva sociedad, y más bien deberían decirnos qué uso harían de ese poder y a qué leyes nos someterían. Nosotros, los anarquistas, queremos que el pueblo conquiste la libertad y haga lo que quiera.

Tener desde ahora ideas y proyectos prácticos es necesario, dado que la vida social no admite interrupción y el pueblo deberá, el día mismo en que se haya desembarazado del gobierno y de los patronos, proveer las necesidades de la vida. Pero estas ideas podrán ser diferentes en los distintos países y en las variadas ramas de la producción y si incluso fueran erradas, el mal no sería grande, en tanto que, no habiendo un poder conservador que obligue a perseverar en los errores, ni una clase constituida que aproveche de estos errores, se podrá siempre cambiar y mejorar todo lo que no pase la prueba. La anarquía es, en cierto sentido, el sistema experimental aplicado al arte de vivir civilmente. Y luego, yo no soy sino un individuo, y yo y todos los anarquistas actuales no somos sino una fracción del pueblo, y por tanto podremos decir a los demás aquello que querríamos, pero nunca lo que será, deberá ser necesariamente modificado mediante el concurso de otras tantas voluntades que hoy no sabemos cuáles serán.

Por otra parte, incluso no teniendo ninguna inclinación por el arte profético, expresé alguna de mis ideas sobre la futura organización social, y Merlino las ha refutado, más bien puerilmente. Yo dije, por ejemplo, que los servicios públicos serán realizados por las asociaciones de los trabajadores de los diversos ramos y que estas asociaciones se cuidarán al mismo tiempo del bienestar de sus miembros y de la comodidad de la población. Y Merlino dice que estas asociaciones, a semejanza de los cuerpos gubernativos, cuidarían primero de la comodidad de sus propios miembros y luego, si acaso, de la de la población. Puede darse muy bien, pero como cada trabajador por una parte es miembro de una asociación de producción y por otra es parte de la población, es probable que se diera cuenta pronto de que en el juego de tirar cada uno en su provecho pierden todos y por ello pensaría que vale más ponerse de acuerdo y trabajar todos de buena gana por el bien general. Totalmente diferente es, en cambio, la posición del gobernante, el cual impone a otros las reglas de trabajo y puede acomodar todo en su provecho y en el de sus amigos.

Yo dije que la opinión pública impediría a las asociaciones prevaricar; y Merlino me pregunta si habrá una insurrección popular contra toda administración que no obedezca la voluntad del pueblo. Y, sin embargo, no hace muchos días que Merlino ha escrito, y tiene razón, que si el pueblo quisiera, podría, incluso en el régimen actual, no obstante las riquezas y los soldados de que disponen las clases dominantes, impedir muchísimos abusos e imponer el respeto de muchas libertades. La tesis que sostiene Merlino debe ser realmente muy mala, ya que se ve obligado a recurrir a las bromas de los reaccionarios. Yo hablaba de los lazos de dependencia recíproca entre las asociaciones y Merlino no entiende de qué lazos hablo. ¿No está claro que el panadero, por ejemplo, tiene necesidad del molinero que le provee la harina, del campesino que le provee de grano, del albañil que le hace la casa, del sastre que le viste y así hasta el infinito? ¿No está claro que todos tienen interés y necesidad de ponerse de acuerdo con todos? ¿Cómo se establecerán estos acuerdos? Pregunta Merlino. ¿Mediante pactos, obligaciones, comités federales, congresos? Con estos o con otros medios, pero no, ciertamente, si los trabajadores pretenden ser libres, mediante parlamentos que hagan la ley y la impongan a todos con la fuerza.

Yo reclamaba como garantía contra la formación de monopolios en perjuicio de la población, el derecho de todos a entrar en las asociaciones y a usar de los medios de producción empleados por éstas. Y Merlino responde imaginando un astillero invadido por gente que quiere meter mano por todas partes o una farmacia donde los diletantes vayan a mezclar y confundir todo. ¿No parece escuchar a un reaccionario que, queriendo combatir la propuesta de abrir un jardín al público, dijera que toda la población querría entrar al mismo tiempo en el jardín y moriría pisoteada y sofocada? En la práctica, sin embargo, resulta que cuando se abre un jardín público el derecho para todos de ir a pasear basta para impedir el monopolio, pero no produce en absoluto una muchedumbre que destruiría el placer de pasear.

Mi concepto era claro, yo hablaba del derecho que debe tener la gente de proveer por sí a un trabajo dado, cuando aquellos que lo hacen quisieran servirse de él como medio para explotar y oprimir a los demás; y no ya el derecho de los desocupados a ir a molestar a quien trabaja.

En suma, mis ideas pueden estar equivocadas y, como he dicho, no sería un gran mal, porque yo no quiero imponerlas a nadie. Merlino en cambio, que se lamenta de que nosotros no queremos ser profetas y no definimos suficientemente nuestras ideas sobre el porvenir, debería decirnos qué es lo que él quiere. No cree en la administración de los socialistas democráticos ni en las asociaciones de los anarquistas, y tampoco quiere demoler el presente sin preocuparse del porvenir. ¿Qué quiere él entonces? Criticar las ideas ajenas es una óptima cosa, pero no basta. Nosotros sabemos que todos los sistemas tienen sus lados débiles. Pero para renunciar al nuestro sería necesario que se nos propusiese uno que tenga menos inconvenientes.

Todo es relativo. Nosotros somos anarquistas porque la anarquía, en el sentido que le damos a la palabra, nos parece la mejor solución al problema social. Si Merlino conoce algo mejor, que nos lo enseñe pronto.



en L'Agitazione, 23 de diciembre de 1897












No hay comentarios.: