Al día siguiente, puntualmente a la hora convenida, las tres, nos encontrábamos todos reunidos en el salón de fumar. Todavía se habían agregado a nuestro grupo otros dos aficionados al juego de los reyes, dos oficiales de a bordo que habían solicitado licencia expresamente para poder asistir, en calidad de espectadores, a aquel encuentro. Ni siquiera Czentovic se hizo esperar, como el día anterior, y después de la obligada elección de los colores, empezó la memorable partida de aquel homo obscurissimus contra el célebre campeón mundial. Lamento que haya sido jugada para espectadores absolutamente incompetentes y que su desarrollo se haya perdido para los anales del arte del ajedrez, del mismo modo que para el arte de la música están perdidas las improvisaciones al piano de un Beethoven. Es cierto que entre todos tratamos de reconstruir de memoria esa partida en los días siguientes, pero fue en vano; se me ocurre que durante ella debemos haber concentrado nuestra atención con demasiado apasionamiento e interés, en los jugadores, en vez de fijarla en el mismo juego. Y eso sucedía porque el manifiesto contraste intelectual en las actitudes de ambos contrincantes, adquiría durante la partida cada vez mayor plasticidad corporal. Czentovic, el rutinario, permaneció durante todo el tiempo inmóvil como una piedra; con los ojos severa y fijamente clavados en el tablero; la reflexión parecía constituir para él un esfuerzo casi físico, que obligaba a todos sus órganos a la máxima concentración. El doctor B., en cambio, se movía con toda flexibilidad y soltura. Como verdadero aficionado, que juega sólo por el deleite inherente al juego mismo, no se esforzó; su cuerpo quedaba en distensión; nos hablaba durante las pausas para darnos explicaciones; encendía con mano fácil un cigarrillo y sólo miraba el tablero, por espacio de un minuto, cuando le tocaba el turno de mover una pieza. Siempre daba la impresión de haber estado esperando de antemano la jugada de su contrario.
Los tradicionales movimientos de apertura se sucedían con bastante rapidez. Sólo después de la séptima u octava jugada, se tuvo la impresión de que se desarrollaba sobre el tablero algo así como un plan determinado. Czentovic se tomaba más tiempo para reflexionar; esto nos daba la pauta de que se iniciaba la verdadera lucha por la superioridad. Mas, en honor de la verdad, hay que decir que el planteo paulatino de la situación, como toda partida de verdadero torneo, significaba para nosotros, por legos, una desilusión. Porque cuanto más se entremezclaban las piezas, formando un raro dibujo, tanto más impenetrable nos resultaba la verdadera situación. No llegábamos a barruntar las intenciones de ninguno de los contrincantes; ni sabíamos apreciar tampoco cuál de los dos había alcanzado una ventaja. Sólo vimos determinadas piezas avanzar a modo de palancas con el propósito de separar el frente enemigo, pero —dado que esos jugadores tan versados siempre combinaban con anticipación varias jugadas— no lográbamos captar el objetivo estratégico de aquel ir y venir. A ello se agregaba, paulatinamente, un cansancio que paralizaba nuestra atención y que era debido sobre todo a los interminables intervalos de reflexión de Czentovic, los que también empezaban a irritar visiblemente a nuestro amigo. Observé azorado que cuanto más se prolongaba la partida, más inquieto se movía en su asiento; ora encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro, ora tomando un lápiz para anotar algo. Luego pidió agua mineral, que bebió ávidamente, vaso tras vaso. Era evidente que combinaba con una rapidez cien veces mayor que Czentovic. Cada vez que éste se decidía, al cabo de larga reflexión, a mover una pieza con su mano pesada, nuestro amigo sólo sonreía, como quien ve que se cumple algo que había estado esperando desde mucho antes, y respondía casi instantáneamente. Su inteligencia viva y pronta debe haberle permitido calcular mentalmente con anticipación todas las posibilidades de que disponía su adversario; cuanto más tardaban las decisiones de Czentovic, tanto más aumentaba por esa misma razón su impaciencia, y en sus labios apretados se dibujaba, durante la larga espera, un gesto molesto, casi hostil. Pero Czentovic no mostraba el menor apresuramiento. Pensaba, mudo y terco, e intercalaba pausas cada vez más prolongadas, a medida que las piezas desaparecían del tablero. Cuando se hizo la cuadragésima segunda jugada —y para entonces ya habían transcurrido dos horas y tres cuartos—, todos estábamos sentados, con fatiga y casi sin interés, en torno a la mesa de juego. Uno de los oficiales de a bordo ya se había retirado; otro de los espectadores se había procurado un libro y lo leía, levantando la vista nada más que por un instante cada vez que se producía un cambio en el tablero. Al hacer entonces Czentovic una jugada, ocurrió lo inesperado. Tan pronto como el doctor B. observó que su contrario tocaba el alfil para adelantarlo, se encogió como un gato que se dispone a dar un salto. Todo su cuerpo temblaba, y no bien Czentovic hubo movido el alfil, dijo triunfante y en alta voz:
—¡Muy bien! ¡Ya está listo!
Al instante se reclinó, cruzó los brazos sobre el pecho y miró a Czentovic con expresión de desafío. En sus pupilas se había encendido una luz brillante.
Todos nos inclinamos instintivamente sobre el tablero, para comprender el movimiento tan triunfalmente anunciado. A primera vista, no podía reconocerse ninguna amenaza directa. La expresión de nuestro amigo debía referirse, pues, a un desarrollo ulterior que, como aficionados de cortos alcances aún no sabíamos calcular. Czentovic era el único entre todos nosotros que no se había movido ante aquel anuncio provocativo; se quedó impasible, como si no hubiese llegado a oír el injuriante «listo». Nada sucedió. Como todos conteníamos sin querer la respiración, se oía de repente el tictac del reloj que había sido colocado sobre la mesa para medir el tiempo de cada jugada. Pasaron tres minutos, siete minutos, ocho, y Czentovic seguía sin moverse. Pero yo tenía la idea de que el esfuerzo mental achataba más aun su gruesa nariz. La muda espera le parecía a nuestro amigo tan insoportable como a nosotros mismos. Se levantó de pronto, comenzó a pasearse por el salón, con lentitud primero y luego cada vez más rápidamente. Todos le miramos un tanto asombrados, pero nadie con más azoramiento que yo, porque llamó mi atención el que a pesar de toda la violencia, sus pasos, en ese ir y venir nervioso, medían siempre el mismo espacio. Era como si en medio del vasto salón hubiese chocado contra una barrera invisible que le obligaba a volver. Y espantado reconocí que su caminata reproducía inconscientemente la medida de su encierro de otro tiempo; exactamente así debía haber ocurrido arriba y abajo en los meses de su reclusión, como un animal enjaulado, con los puños cerrados como en aquellos instantes, convulso, con los hombros encogidos; así y sólo así debía haber caminado mil veces, con las luces rojas de la demencia en la mirada fija y no obstante febril. Sin embargo, su capacidad parecía mantenerse perfectamente intacta, porque de cuando en cuando se dirigía impaciente a la mesa para averiguar si, entretanto, Czentovic ya había tomado una determinación. Pero pasaron nueve, diez minutos. Por fin ocurrió lo que ninguno de nosotros había esperado. Czentovic levantó lentamente la pesada mano que hasta entonces había quedado inmóvil sobre la mesa. Todos le mirábamos atentos a la espera de su decisión. Pero Czentovic no realizó ninguna jugada, sino que limpió el tablero de piezas, con ademán resuelto aunque pausado. Sólo entonces comprendimos: Czentovic había abandonado la partida. Había capitulado para no exponerse a un jaque mate visible, en presencia de todos nosotros. Había ocurrido lo inverosímil: el campeón mundial, ganador de infinidad de torneos, se declaraba tácitamente vencido por un desconocido, un hombre que en veinte o veinticinco años no había tocado una pieza de ajedrez. Nuestro amigo, el hombre anónimo, ignorado, ¡había vencido en lucha abierta al jugador de ajedrez más competente del mundo!
en Chess (título original), 1941
3 comentarios:
Excelente. Leí esta corta novela hace unos 18 años, si mal no recuerdo formaba parte de un volumen de las obras completas de Zweig de indiciones Aguilar pertenecientes a un entrañable amigo ahora desaparecido. Por años he querido releerla pero lamentablemente no esta editada. El año pasado la encontré en una librería en el Centro, pero estaba impresa en Espeña y el precio era un robo.
Disfrute leyendo este breve fragmento.
Gracias
Hay una edición relativamente nueva de la Editorial Acantilado, con los precios usuales de Acantilado... Es decir, un robo. ¡¡No compre libros Acantilado!!
Acantilado sucks!
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