La calle
descendía ahora en una ligera pendiente y se veía Palermo muy cerca y
completamente a oscuras. Sus casas bajas y apretadas estaban oprimidas por las
desmesuradas moles de los conventos. Había docenas, gigantescos todos, a menudo
asociados en grupos de dos o tres, conventos para hombres y conventos para
mujeres, conventos ricos y conventos pobres, conventos nobles y conventos
plebeyos, conventos de jesuitas, de benedictinos, de franciscanos, de
capuchinos, de carmelitas, de ligurinos, de agustinos... Descarnadas cúpulas de
curvas inciertas, semejantes a senos vaciados de leche, elevábanse todavía más
altas, y eran ellos, los conventos, los que conferían a la ciudad su oscuridad
y su carácter, su decoro y, al mismo tiempo, el sentido de muerte que ni la
frenética luz siciliana conseguía hacer desaparecer. Además, a aquella hora, en
noche casi cerrada, se convertían en los déspotas del paisaje. Y, en realidad,
se habían encendido contra ellos las hogueras de las montañas, atizadas, por lo
demás, por hombres muy semejantes a los que vivían en los conventos, fanáticos
como ellos, y, como ellos, ávidos de poder, es decir, como es costumbre, de
ocio.
…
Ahora
efectivamente la calle pasaba por entre los pequeños naranjos en flor, y el
aroma nupcial del azahar lo anulaba todo como el plenilunio anula un paisaje:
el olor de los caballos sudorosos, el olor del cuero de la tapicería del coche,
el olor del príncipe y el olor del jesuita, todo quedaba cancelado por aquel
perfume islámico que evocaba huríes y sensualidades de ultratumba.
También
se conmovió el padre Pirrone.
—¡Qué
hermoso país sería éste, excelencia, si...!
«Si no
hubiese tantos jesuitas», pensó el príncipe, que con la voz del sacerdote había
visto interrumpidos dulcísimos presagios. Y de pronto se arrepintió de la
villanía no consumada, y con su gruesa mano dio un golpe en la teja de su viejo
amigo.
…
—Dentro
de un par de horas pasaré a recogerle, padre. Que tenga usted buenas oraciones.
Y el
padre Pirrone llamó confuso a la puerta del convento, mientras el coupé
se alejaba por las calles.
Dejado el
coche en el palacio, el príncipe se dirigió a pie allí adonde estaba decidido a
ir. La calle no era larga, pero el barrio tenía mala fama. Soldados con el
equipo completo, lo que indicaba que se habían alejado furtivamente de las
secciones que vivaqueaban en las plazas, salían con mortecinos ojos de las
bajas casuchas en cuyos frágiles balcones una mata de albahaca daba cuenta de
la facilidad con que habían entrado. Jovenzuelos siniestros de anchos calzones
litigaban con ese bajo tono de voz de los sicilianos enfurecidos. De lejos
llegaba el eco de los escopetazos que se les escapaban a los centinelas
demasiado nerviosos. Atravesada esta zona, la calle costeó la Cala: en el viejo
puerto pesquero las barcas se balanceaban semipodridas, con el desolado aspecto
de los perros tiñosos.
«Soy un
pecador, lo sé, doblemente pecador, ante la ley divina y ante el amor humano de
Stella. No hay duda, y mañana me confesaré al padre Pirrone.»
Sonrió
para sí pensando que acaso esto sería superfluo, tan seguro debía estar el
jesuita de su culpa de hoy. Luego volvió a imponerse el espíritu de sutileza:
«Peco, es
verdad, pero peco para no pecar más, para no continuar excitándome, para
arrancarme esta espina carnal, para no ser arrastrado por mayores desgracias. Y
esto lo sabe el Señor.»
Se sintió
enternecido hacia sí mismo.
«Soy un
pobre hombre débil — pensaba mientras su poderoso paso resonaba sobre el sucio
empedrado —, soy débil y nadie me sostiene. ¡Stella! ¡Se dice pronto! El Señor
sabe si la he querido: nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora
demasiado despótica y demasiado vieja también.»
Le había
desaparecido el sentido de la sensibilidad.
«Todavía
soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, en el
lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción,
no sabe decir otra cosa que "¡Jesús, Maria!"? Cuando nos casamos,
cuando ella tenía dieciséis años, todo esto me exaltaba, pero ahora... He
tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? —
gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia —. ¿Es justo? ¡Os lo pregunto
a todos vosotros! — y se dirigía al portal de la Catena —. ¡La pecadora es
ella!»
Este
tranquilizador descubrimiento lo confortó, y llamó decididamente a la puerta de
Mariannina.
…
A la mañana
siguiente el sol iluminó al príncipe reanimado. Había tomado el café, y,
envuelto en una bata roja florada en negro, afeitábase ante el espejo. «Bendicò»
apoyaba la pesada cabezota sobre su zapatilla. Mientras se afeitaba la mejilla
derecha, vio en el espejo, detrás de él, el rostro de un jovencito, una cara
delgada, distinguida y con una expresión de temerosa burla. No se volvió y
continuó afeitándose.
—Tancredi,
¿qué diablos hiciste anoche?
—Buenos días,
tío. ¿Qué hice? Nada de nada: estuve con mis amigos. Una noche de santidad. No
como cierta gente que conozco que estuvo divirtiéndose en Palermo.(…) Te vi con
estos ojos en el puesto de guardia de Villa Airoldi mientras hablabas con el
sargento. ¡Está bonito a tu edad! ¡Y en compañía de un reverendísimo! ¡Los
viejos libertinos!
La verdad
es que resultaba demasiado insolente. Creía poder permitírselo todo. A través
de las estrechas fisuras de los párpados, los ojos de azul turbio, los ojos de
su madre, sus mismos ojos, lo estaban mirando burlones. El príncipe se sintió
ofendido. El chico no tenía realmente idea de la medida, pero él no se veía con
ánimos para censurarlo. Por lo demás, tenía razón.
—¿Por qué
vienes vestido de esta manera? ¿Qué pasa? ¿Un baile de máscaras por la mañana?
El
muchacho se había puesto serio: su rostro triangular asumió una inesperada
expresión viril.
—Me voy,
tiazo, me voy dentro de una hora. He venido a decirte adiós.
El pobre
Salina se sintió el corazón oprimido.
—¿Un
duelo?
—Un
tremendo duelo, tío. Un duelo con Franceschiello que Dios Guarde.[1] Me voy a la montaña, a Ficuzza. No
se lo digas a nadie, sobre todo a Paolo. Se preparan grandes cosas, tío, y yo
no quiero quedarme en casa. Además, me echarían mano en seguida si me quedara.
El príncipe
tuvo una de sus acostumbradas visiones repentinas; una escena cruel de
guerrillas, descargas de fusilería en el bosque, y su Tancredi por los suelos,
con las tripas fuera como el desgraciado soldado.
—Estás
loco, hijo mío. ¡Ir a mezclarte con esa gente! Son todos unos hampones y unos
tramposos. Un Falconeri debe estar a nuestro lado, por el rey.
Los ojos
volvieron a sonreír.
—Por el
rey, es verdad, pero ¿por qué rey?
El
muchacho tuvo uno de sus accesos de seriedad que lo hacían impenetrable y
querido.
—Si allí
no estamos también nosotros — añadió —, ésos te endilgan la república. Si
queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?
Un poco
conmovido abrazó a su tío.
—Hasta
pronto — dijo —. Volveré con la tricolor.
La retórica
de los amigos había descolorido también un poco a su sobrino. Pero no, en
aquella voz nasal había un acento que desmentía el énfasis. ¡Qué chico! Las
tonterías y al mismo tiempo la negación de las tonterías. (…) El príncipe se
levantó apresuradamente, se quitó la toalla del cuello y hurgó en un cajoncito.
—¡Tancredi,
Tancredi, espera!
Echó a
correr detrás del sobrino, le puso en el bolsillo un cartucho de onzas de oro y
le apretó el hombro. El muchacho reía.
—Ahora
ayudas a la revolución.
1958
[1] Francisco I de Nápoles, el monarca que Garibaldi destronó.
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