Boris
Pilniak era uno de los jóvenes dorados de la literatura soviética desde la
aparición, en 1922, de El año desnudo, una novela que relataba con
extraordinaria vividez y modernidad de recursos el efecto de la Revolución de
Octubre en una pequeña ciudad de la estepa, durante los doce meses inaugurales
del bolchevismo. Como sus colegas y amigos Isaak Babel y Vladimir Maiacovski,
Pilniak sufrió durante los años siguientes el derrumbe de sus sueños: con el
advenimiento de Stalin fue a dar con sus huesos en la Lubjanka, donde fue
ejecutado en algún momento entre 1931 y 1940.
El
comienzo de su caída en desgracia había tenido lugar en 1926 cuando, a la
vuelta de un viaje por Japón, dio a imprenta el más perfecto de sus libros, Caoba, un conjunto de cinco relatos. Ese
libro le ganó instantáneamente la prohibición de publicar, a causa de su
“desviacionismo ideológico”. El primero de los relatos de ese libro trataba el
tema de las relaciones ruso-japonesas, con un atrevimiento sólo comparable a su
destreza estilística. Se llama “Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos”
y, a la manera de las matrioshkas rusas, contiene una historia dentro de otra
dentro de otra más, la última de las cuales anticipa en forma inequívoca el fin
de Pilniak.
Durante
su viaje, en el consulado soviético de una ciudad portuaria japonesa, Pilniak
descubre el legajo de una ciudadana rusa que pide ser repatriada. Sofia
Vassilievna, la dama en cuestión, declara que conoció en Vladivostok, antes de
la revolución, a un oficial japonés que revistaba en el ejército de ocupación
que sería luego repelido por las fuerzas bolcheviques. Antes de la retirada, y aun sabiendo de la prohibición de casarse con
extranjeras, el oficial Tagaki (amante confeso de la literatura rusa) le pidió
a Sofia que se reuniera con él en Japón y le dejó dinero para costear el viaje.
Tagaki era un admirador tan ferviente de la literatura rusa que aprovechó su
tiempo en Vladivostok para aprender el idioma y así poder recitar en voz alta,
a solas en su habitación, los fragmentos que más amaba de esas novelas. Así fue
como Sofía reparó en él: al oírlo cuando pasaba bajo su ventana.
Sofia
logra llegar al Japón. Al desembarcar es interrogada por las autoridades y
confiesa que el motivo de su viaje es unirse a su prometido. Tagaki es
inmediatamente expulsado del ejército y desterrado a su aldea natal, donde debe
esperar dos años hasta tener derecho a ver a Sofia. Ella espera en soledad
hasta que se cumple el plazo y los amantes logran por fin su anhelo. Viven en
feliz soledad hasta que, de un día para otro, comienzan a visitarlos
periodistas y fotógrafos: es que Tagaki ha publicado una novela con enorme
éxito, una novela que cuenta su historia con Sofía, y la prensa quiere retratar
al autor junto a su esposa rusa, ambos en kimono, contra el paisaje de fondo
que contribuyó a su felicidad. En la vida y en el libro que ha escrito, Sofia
encarna para Tagaki esa literatura rusa que él tanto ama. Sofia, por su parte,
ama el modo en que es amada por
ese hombre tan brioso como cortés. Por lealtad y devoción a su marido, accede a
convertirse en ícono para la prensa japonesa y aprende lo suficiente del idioma
para contestar las preguntas de los periodistas. Así es como descubre que, en
ese libro que ha escrito, su marido la retrata en la más desnuda de las
intimidades. Procede entonces a abandonarlo sin decir palabra, marcha hasta el
lejano consulado soviético y allí relata toda esta historia a las autoridades
en su pedido de repatriación a Vladivostok.
Pilniak
pasa entonces a describir todas las atrocidades históricas entre rusos y
japoneses que Sofia y Tagaki debieron ignorar para estar juntos. Opone a estos
hechos la versión del alma rusa que da Tagaki en su libro y la versión escolar
de su vida que da Sofía en su legajo consular. Pilniak dice entonces: “Él
escribió una novela hermosísima. Ella vivió su autobiografía hasta el fondo”. Y
remata el cuento, con la frase más famosa de toda su obra: “Que sean otros
quienes juzguen, no yo. Mi trabajo se reduce a meditar sobre las cosas. En
particular, cómo pueden convertirse en relatos”. Fueron efectivamente otros
quienes juzgaron, y condenaron, y ejecutaron a Pilniak, por esa impenitente
actividad: la de meditar sobre cómo pueden las cosas convertirse en relatos.
Se
sabe que, durante aquel viaje por Japón, Pilniak se enamoró de una japonesa
llamada Yae Banno. Esta mujer, oriunda de la ciudad portuaria de Nagasaki, era
una pequeña leyenda viviente en ciertos círculos de Tokio en los años 20:
durante la guerra ruso-japonesa (1904-1905), cuando tenía apenas diecisiete
años y era el ama de llaves de un oficial occidental que revestía como
observador internacional de dicha guerra, había tenido un romance con ese
oficial que había dado por resultado un hijo. Entre la bohemia de Tokio se
decía que Yae Banno era la verdadera Madame Butterfly en que se había basado la
ópera del mismo nombre. Pilniak logró convertir a esta mujer al comunismo con
su relato vibrante de la Revolución de Octubre, pero tuvo menos suerte en conquistar
su corazón. Al parecer, ésa fue la razón por la que volvió abruptamente a
Rusia. Y según los biógrafos de Pilniak, ese relato japonés que incluyó en su
libro Caoba es un velado homenaje al
romance que no prosperó, una especie de Butterfly
al revés.
Para
conocer la génesis de Madame Butterfly,
hay que remontarse al año 1885 cuando llegó a Nagasaki, a bordo del buque
francés Triomphante, un teniente
llamado Julien Marie Viaud, más conocido en su país como Pierre Loti, autor de
coloridas novelas basadas en sus viajes y definido por Anatole France como “el
sublime iletrado” y por Jean Cocteau como “el mamarracho pintarrajeado”. Si
bien era conocida la práctica de Loti de presentarse cada día a formación en
cubierta pulcramente maquillado, el atildado teniente frecuentaba muchachas en
cada puerto donde desembarcaba y las convertía después en protagonistas de sus
popularísimos folletines exóticos.
Desde
el año 1600 hasta poco años antes de la llegada de Loti, los shogunes del Japón
cerraron la isla a todo contacto con el extranjero. Durante esa época, las
autoridades sólo permitían trato con Occidente a través de la Compañía de
Indias Orientales holandesa, a la cual habían autorizado a instalar una pequeña
filial, convenientemente aislada, en la isla de Dejima, frente a la bahía de
Nagasaki. El tránsito marítimo era escaso (no más de dos barcos por año) pero
los mercaderes holandeses tenían permiso para instalarse en Dejima, sólo que
sin familia: a cambio, se les permitía “casarse” con mujeres japonesas para estar
acompañados durante su estancia en la isla (los shogunes no eran tontos: a
través de esas mujeres, se mantenían informados de todas las actividades de los
holandeses en Dejima).
Con
la instauración del período Meiji y la apertura al comercio con Occidente, la
práctica de matrimonios temporales no sólo se mantuvo sino que se convirtió en
un próspero negocio. Y, apenas llegado a Nagasaki, Loti procedió a contactar a
un “agente para las relaciones interraciales” y anuncia por carta a su amiga
Juliette Adam, de la revista Nouvelle
Revue: “Ayer me casé ante las autoridades de este país con una muchacha de
diecisiete años llamada O-Kane-san. Tuvimos un té de gala y un desfile con
linternas de papel. El matrimonio cuesta veinte monedas de plata mensuales y es
válido por 999 años… o por el tiempo que yo permanezca en suelo japonés”.
Cuando
el Triomphante estuvo listo para
seguir viaje hacia China, un mes después, Loti vuelve a escribirle a Juliette
Adam para informarle lacónicamente que ha abandonado a su flamante esposa “sin
emoción y sin remordimiento”, y agrega que kane
significa dinero en japonés, “un nombre que le calzaba como un guante a mi mousmé”, para concluir con gravedad
infrecuente en él: “Es el fin de una pequeña aventura en la que jamás
reincidiré”.
Dos
años después, en plena fascinación de Europa con el Japón, se publicó en París
la nouvelle Madame Chrysanthème. En
su ficción, Loti había rebautizado O-Kiku-san a su esposa japonesa (kiku significa crisantemo), la describía
como un personaje tan fascinante como enigmático y remataba la historia
contando que, en el momento de la despedida, cuando ingresó en la recámara de
su esposa para decir adiós, la descubrió sentada en el piso, “tarareando
alegremente y golpeando contra su oído las monedas de plata del arreglo, con un
pequeño martillo característico de los cambistas callejeros”. El público
femenino adoró la independencia del personaje de Chrysanthème y el libro se vendió como pan caliente.
Al
otro lado del Atlántico, el japonisme
también hacía de las suyas. Eso explica el éxito que tuvo una serie de relatos
sobre Japón publicados en la revista Century
Monthly por un anónimo abogado de Filadelfia llamado John Luther Long, cuya
hermana misionera acababa de volver a Estados Unidos después de vivir cinco
años en Nagasaki. Con las historias relatadas por la misionera, su hermano armó
rápidamente aquellos relatos, uno de los cuales se titula “Madam Butterfly”. El
éxito de éste es tal que Long lo reedita en forma de libro a fines de 1898.
Long
no menciona en ningún momento a Loti, pero su Butterfly parece un calco de la
Chrysanthème del francés. En manos de Long, Kiku-san se convierte en
Cio-cio-san (cio-cio significa “mariposa”
en japonés), el teniente Loti se convierte en el norteamericano teniente Pinkerton.
El resto es casi calcado, salvo dos detalles: mientras Chrysanthème se dedicaba
a criar a un hermanito menor al ser abandonada por Loti, Butterfly lo hace con
una criatura que no sólo es sangre de su sangre sino también carne de su carne:
el hijo que le dejó Pinkerton en el vientre. El otro detalle es que Pinkerton
vuelve al Japón (a diferencia de Loti). Llega casado con una norteamericana
llamada Adelaide. Y es a través de ese personaje que se produce el gran acierto
dramático del texto de Long: cuando Pinkerton retorna al Japón con su flamante
esposa, es Adelaide quien reclama al niño, al enterarse de su existencia,
mientras Pinkerton ni se digna a volver a ver a Butterfly. Pero tampoco en el
cuento de Long se suicida Butterfly: huye con el bebé, momentos antes de que
Adelaide se presente a buscarlo.
Long
no sólo había abrevado sin pudor en el texto de Loti; además, era abogado. Y
mostró su astucia de leguleyo diciendo, al final de su Butterfly, que la historia se basaba “en un hecho real ocurrido hace
poco en Nagasaki”, del que tenía noticia a través de su recién llegada hermana
misionera. Quizás el propio Loti no había desposado a ninguna japonesa sino que
se limitó a escuchar ese relato en Nagasaki, tal como la hermana misionera de
Long, y las cartas a Juliette Adam fueron simplemente los primeros borradores
del libro que planeaba publicar al volver a Francia. Con Loti, todo era
posible. Aun así, para reducir más el riesgo de que lo acusaran de plagio, Long
inyectó de melodrama el relato, convirtiendo el personaje de Butterfly en mera
víctima (y despojándola del misterio y el feminismo involuntario que tenía la
Chrysanthéme de Loti).
El
éxito de la Butterfly de Long
despertó el interés en David Belasco, el dramaturgo más popular de la época en
Norteamérica, quien decidió llevarla al teatro. Belasco logró tal sensación con
su obra que, luego de triunfar en Nueva York a principios del 1900, se estrenó
en Londres con igual revuelo. Belasco era famoso por las innovaciones escénicas
de sus puestas y por su falta de escrúpulos a la hora de elegir entre los
golpes de efecto y la fidelidad al texto original. Ambas características había
puesto en acción para convertir el soso cuento de Long en la atracción teatral
del año a ambos lados del Atlántico: para representar la larga vigilia de
Butterfly esperando el retorno de Pinkerton, Belasco instaló a la protagonista
de espaldas a la platea, contemplando un decorado que representaba la bahía de
Nagasaki y, a lo largo de catorce
minutos completos, a través de cambios de luces y efectos sonoros, marcó el
paso del tiempo desde un ocaso hasta un amanecer: en ese momento Butterfly se
levantaba, y el público descubría su avanzado embarazo. Había otro gran golpe
de efecto: la Butterfly de Belasco sí
se suicidaba, al comprender que su amor estaba condenado al fracaso (y era por
esa razón que Pinkerton y su esposa se quedaban con el bebé).
Uno
de los tantos espectadores arrobados con aquella inmolación romántica fue un
director de ópera italiano que estaba en Londres por entonces, supervisando el
estreno londinense de su ópera Tosca.
Si bien Giacomo Puccini no entendía una palabra de inglés, quedó tan fascinado
con la obra de Belasco que se precipitó a los camarines a su finalización,
abrazó al auteur con lágrimas en los
ojos y le rogó que le permitiera usar su Butterfly para componer “la ópera más
emocionante que haya existido jamás” (la versión del hecho que da Belasco en
sus memorias es bastante más sarcástica: “¿Cómo negociar con un impulsivo
peninsular deshecho en llanto que en ese preciso momento tenía mi cuello entre
sus poderosas zarpas?”, se limita a comentar).
Cuando
Puccini descubrió Butterfly en
Londres, anunció a su mecenas Giulio Riccordi que ése sería su nuevo proyecto.
Riccordi no creía que fuese la mejor elección para suceder el clamoroso
recibimiento que había tenido La Bohéme en
toda Europa (un éxito que llevó al propio George Bernard Shaw a declarar que
Puccini era el heredero indiscutido de Verdi). Pero, como bien había comprobado
Belasco, no era fácil disuadir a Puccini.
El
italiano se puso a trabajar con el mismo equipo de libretistas estrella que lo
habían secundado en Manon, Bohéme y Tosca: Luigi Illica y Giusseppe Giacosa. Cuando supo de la
existencia del texto de Loti, Puccini dejó muy en claro que quería que la ópera
se basara en la versión teatral que tanto lo había fascinado en Londres (según
las malas lenguas, porque era incapaz de leer un libro, incluso uno tan corto
como el de Loti). Lo cierto es que cuando Riccordi logra comprar los derechos de
la obra de teatro, en abril de 1901, Illica y Giacosa (que detestaban a Belasco
y se habían negado a ver la puesta londinense) dicen que no hace falta en
absoluto tirar el dinero así. Según ellos, el Pinkerton de Belasco y Long era
un personaje plano, mientras que el de Loti tenía el relieve “europeo” que
demandaba una verdadera ópera.
Puccini
empezó a pelearse con sus libretistas y a suprimir gran parte del material que
éstos incorporaban. Su devoción a la obra de Belasco era tal que se negó a
entrar en razones cuando Riccordi, Illica y Giacosa le suplicaron que dividiera
en dos el segundo acto (ya había aceptado a regañadientes que su ópera no podía
tener un solo acto, como tenía la obra que lo impactó en Londres, pero se negó
a una nueva subdivisión que quebrara el crescendo entre la vigilia de Butterfly
y el retorno de Pinkerton que generaría la tragedia final). Tuvo una pelea
especialmente áspera con Giacosa cuando rechazó de plano la idea de darle un
aria a Pinkerton luego del suicidio de Butterfly: nada debía atenuar el
protagonismo de su heroína.
Mucho
se ha hablado del estreno de Madame
Butterfly en La Scala, uno de los desastres más famosos de la historia de
la ópera. El propio Puccini lo describió como “un linchamiento público de
proporciones dantescas”, pero nunca se pudo determinar cuánto incidieron los
defectos en sí de la puesta y cuánto se debió el boicot orquestado por sus
enemigos. Según las distintas opiniones, esos enemigos incluían no sólo a los
demás compositores de Riccordi (envidiosos del trato preferencial que el
mecenas daba a Puccini) sino también a los propios Illica y Giacosa, heridos
por el maltrato recibido. Lo cierto es que las dos grandes críticas que
pulverizaron la obra coincidían con los desacuerdos entre compositor y libretistas:
el desequilibrio entre los roles del tenor y la soprano, por un lado, y la
demencial duración del segundo acto, gran parte del cual quedó silenciado por
los abucheos y las risas.
Cuando
Riccordi logró hacer entrar en razón a Puccini y convencerlo de que buscara
revancha de aquel fracaso, sólo tres meses después, reestrenando la versión
corregida de la ópera en el Teatro Grande de Brescia (una sala más pequeña,
donde podría evitarse con más facilidad la entrada de “conspiradores”), el
compositor se había curado ya del “efecto Belasco”: le importaba más
reivindicarse que identificarse con su heroína. No sólo dividió en dos partes
el segundo acto y le agregó líneas al rol del tenor aquí y allá, sino que
incorporó completa aquella aria final de Pinkerton que a Giacosa tanto había
escarnecido que se suprimiera (la hoy famosa “Addio, fiorito asil”). Esta vez, público y crítica aplaudieron con
entusiasmo (el telón debió levantarse treinta y dos veces para que saludaran
elenco y autor, y se hicieron siete bises) e inauguraron el exitoso itinerario
que tendría Butterfly a partir de
entonces, en Londres, París y el resto del mundo, encarnado por excelencia a la
heroína romántica que se inmola por amor.
Hagamos
ahora un salto de casi cien años y trasladémonos a Buenos Aires en los años
postreros del siglo veinte. Yo estaba en ese entonces trabajando en Radar, el suplemento cultural que
habíamos inventado en el diario Página/12.
En la presentación de un libro conocí al presidente de la Academia de la
Historia, un catedrático cuya especialidad era la historia naval. Tuvimos una
brevísima conversación y, al despedirnos, él me preguntó mi parentesco con el
almirante Domecq García, un hombre de la Marina argentina que era mi bisabuelo.
“Supongo que estará al tanto de la historia de su bisabuelo en Japón”, dijo
entonces el académico.
El vínculo entre mi bisabuelo y el Japón era uno de los
hitos del relato mítico familiar que mis primos y yo habíamos escuchado desde
chicos de boca de mi abuela, única hija del almirante, en la casona donde
vivíamos todos juntos. Una casa que estaba llena de increíbles objetos
japoneses, ofrendas del Imperio a mi bisabuelo, después de que él actuara como
observador internacional de la Guerra Ruso-Japonesa.
El Japón logró salir victorioso de aquella guerra gracias
a su flota, y pocas personas conocían mejor que mi bisabuelo –por entonces
capitán– la nave insignia de esa flota, el acorazado Nisshin, ya que bajo su supervisión directa se había construido en
unos astilleros de Génova para el Estado argentino. En plena construcción, se
firmaron los Pactos de Mayo entre Argentina y Chile, un tratado de no agresión
que limitaba el armamento naval de ambos países. El Japón estaba por entonces
reforzando aceleradamente su flota para hacerle la guerra a Rusia, así que su
embajador en Rio de Janeiro viajó a Buenos Aires y, entre gallos y medianoche,
negoció con el gobierno argentino la compra de ése y y otro acorazado. Por tal
razón, mi bisabuelo recibió en Génova la orden de llevar esas naves no a la
Argentina sino al Japón, y una vez allí fue invitado a permanecer como
observador internacional de la guerra.
A tal punto agradecía el gobierno japonés aquel gesto
argentino que, terminada la guerra, invitaron a mi bisabuelo a permanecer en la
isla como embajador plenipotenciario, razón por la cual el futuro almirante,
que había partido de Génova hacia el Extremo Oriente cuando su mujer estaba
embarazada, recién conoció a mi abuela al retornar al país, cuando ella ya
tenía cuatro años.
Toda familia tiene su relato mítico y ése es el que
habíamos escuchado desde chicos mis primos y yo de boca de nuestra abuela,
corroborado y potenciado por todos los objetos japoneses que nos rodeaban en
aquella casa: katanas con pendones de seda que colgaban de las paredes;
vitrinas de laca y cristal donde parecían flotar en el aire las figuras
talladas en marfil de samurais y dragones; acuarelas verticales con ideogramas
o con un monte nevado o con la rama de un cerezo que no se sabía si estaba en
flor o eran copos de nieve lo que pendía de ella; y fotos en sepia del
almirante con fondos de pagodas o bahías o jardines, todas ellas en marcos
increíblemente trabajados en caoba.
Si bien el almirante nunca volvió al Japón después de
1907, mantuvo el resto de su vida relaciones estrechas con los representantes
diplomáticos y las cabezas de la colectividad nipona en la Argentina. Tiempo
después enviudó, de manera que crió casi solo a su única hija, en esa casa que
albergaba todos aquellos objetos japoneses y en la que con el tiempo
llegaríamos a pasar la infancia todos nosotros.
Una de las razones por las que todos esos nietos
adorábamos a nuestra abuela era porque se llamaba, y todos le decíamos, Akita.
La historia de ese nombre también era parte del relato mítico familiar: como ya
dije, el almirante conoció a la pequeña Akita al volver del Japón. De hecho, la
bautizó así cuando la tuvo en sus brazos por primera vez. Akita fue su única
hija, o la única que sobrevivió. En aquellos tiempos era común que en las
familias se bautizara a un hijo nuevo con el nombre del que había muerto, si se
daban esas tristes circunstancias, y eso fue lo que pasó con Akita: en ausencia
del almirante, había recibido el nombre de la hermana que la antecedió por
breve tiempo en la tierra. Pero parece que él detestaba esa costumbre, y al
volver a la Argentina movió sus influencias, que no eran pocas, hasta lograr
cambiarle el nombre a su hija.
Ésta era la clase de cosas que adorábamos oírle contar a
Akita, cuando nos dejaban estar un rato a su lado en el living de aquella casa.
Ella señalaba alguno de los muchos objetos japoneses que poblaban la habitación
y nos contaba quién se lo había dado al almirante, y por qué, y qué recuerdos
le traía a él contemplarlo. Desparramados en la alfombra, a los pies del sillón
de Akita, nosotros devorábamos aquellos relatos.
Todo esto pasó en un segundo por mi mente antes de que le
contestara a aquel historiador que sí, conocía bien el rol de mi bisabuelo en
la Guerra Ruso-Japonesa y la relación posterior que había mantenido hasta su
muerte con el Japón, si a eso se refería. Pero entonces él me dijo: “Por
supuesto, pero yo me refería a otro aspecto del asunto. ¿Saben en su
familia que Puccini pudo haberse basado en su bisabuelo para el Pinkerton de Madame Butterfly?”. Y agregó que aquella
peregrina idea había echado a rodar por un dato que era vox populi en los
corrillos navales de la época: el almirante había tomado esposa japonesa y
tenido un hijo con ella durante su larga estancia en la isla.
Al
instante me acordé de algo que había escuchado de chico en esas tertulias que
tenían lugar en la cocina de la casa donde pasé mi infancia, cuando las mucamas
se sentaban a tomar mate a la hora de la siesta y nos ofrecían la versión no
autorizada de la historia familiar: parece que poco después de la muerte de mi
bisabuelo, se presentó un día en la puerta de aquella casa un oriental atildado y ceremonioso, que pidió ser
recibido por el almirante. Después de cierto revuelo en la cocina, la mucama
que había abierto volvió a la puerta y preguntó de parte de quién. El oriental
contestó: “Del hijo japonés del almirante”. Mi abuela se negó a recibir al
visitante pero éste entregó igual un sobre que llevaba en la mano, después de
verificar que se trataba de la residencia del almirante. En ningún momento le
dijeron que mi bisabuelo había muerto, y él se limitó a dejar la carta y
retirarse tal como había llegado.
Me abstuve de contarle este secreto familiar al
académico. Pero a partir de esa noche, me propuse leer cuanto libro encontrara
sobre Puccini y el Japón de la era Meiji, cruzándolos con las referencias que
tenía del almirante y lo que decían de él los libros de historia argentina.
Rebusqué en librerías y bibliotecas, junté una buena pila de libros con los
cuales empezar. Llegué a leer una biografía de Puccini y unas cuantas páginas
sobre Butterfly que encontré en internet, pero ya se sabe cómo inciden las
obligaciones cotidianas y los intereses coyunturales en esta clase de
propósitos: los días fueron
pasando, la pila de libros esperaba su turno en mi mesa de luz, siempre había
una u otra cosa para leer que posponía el momento de atacarlos.
Semanas o meses después, estaba un día trabajando en el
diario y ocurrió uno de esas pequeños terremotos cotidianos que pasan tan a menudo
en el periodismo: se cayó la nota de tapa de Radar a horas del cierre. Desesperados, nos pusimos a buscar un
reemplazo, porque así es la ley de Murphy del periodismo: la nota de tapa
siempre se cae cuando uno no tiene con qué tapar el agujero. En medio de
aquella locura cayó en mi mano una de las mil gacetillas que llegan por día a
todos los diarios, que anunciaba una puesta de Madame Butterfly en el Teatro Colón con elenco japonés, y no lo
pensé dos veces: corrí a mi departamento a buscar lo que tenía, volví a mi
computadora del diario y procedí a canibalizar a toda máquina la disparatada
historia de Loti, Long, Belasco y Puccini poniendo cada uno lo suyo hasta que
esa mariposa llamada Butterfly emprendió vuelo.
Los que hayan estado alguna vez en situación semejante en
una redacción periodística, escribiendo contra reloj mientras los de taller
reclaman que entreguemos de una puta vez, quizá puedan entender el modo
impunemente operático con que cerré aquella nota: ¿cómo iba a perderme la
presunta relación de mi bisabuelo el almirante con esa historia? ¿Cómo iba a
callar aquella aparición del hijo japonés del almirante en nuestra casa, cuando
mi abuela se negó a recibirlo? Si conseguía que quienes leyeran la nota
sintiesen al menos el diez por ciento de lo que sentía yo en esos momentos, ¿no
era poderoso terminarla con la idea de que el hijo de Madame Butterfly había peregrinado hasta el otro extremo del mundo
en busca de su padre, para que su media hermana argentina se negara a
recibirlo?
El párrafo final decía:
“Han pasado casi cincuenta años desde entonces, pero
aquella desafortunada tarde en que mi abuela repudió a su medio hermano japonés
(como, supongo, lo habrán repudiado en su tierra de origen por ser hijo de
madre soltera y de gaijin), él quizá
decidió quedarse igual en la Argentina. Y, si se quedó, debe estar esperando
todavía, haciendo honor al dicho acerca de la paciencia oriental. Así que yo
voy a ir a buscarlo. Y, cuando lo encuentre, en la vida real o en esa vida
paralela que son las novelas para los novelistas, le diré que no hay excusas
que justifiquen aquel comportamiento de mi familia. Y ojalá que él me permita
escuchar de su boca la historia de su madre, la mujer que le dio al almirante
un hijo en el Japón: esa versión de Butterfly
que quizás a nadie en el mundo le importe pero a mí sí”.
Así se publicó la nota. Pero yo no llegué a verla impresa
ese domingo. Seis horas después de abandonar la redacción aquella noche, una
pancreatitis me mandó en coma al hospital.
El coma fue breve pero quedé internado quince días, hasta
que los médicos decretaron que mi pancreatitis era un caso raro: a diferencia
del 95% de los casos habituales, no había sido causada por piedras en la
vesícula ni por excesos alcohólicos o de otras sustancias tóxicas. Mi colapso,
según los médicos, sólo podía explicarse por stress. Y la cuestión se reducía,
de ahí en adelante, a cambiar de hábitos. Más precisamente a aprender a parar
antes de estar cansado: no cuando sentía el cansancio sino antes.
¿Pero cuánto antes, exactamente? ¿Y cómo se medía eso? En
mi oficio, las cosas recién empiezan a funcionar cuando uno consigue olvidarse
de sí mismo: cuando uno consigue entrar, sea leyendo o escribiendo. ¿Y
cómo carajo iba a poder entrar, si tenía que estar listo para salir en todo
momento? Para no mencionar el contexto en el que tenía que poner en práctica
ese consejo: ese mundo en el que todos llevábamos tanto tiempo dándole
ciegamente para adelante, que la mera noción de cansancio había desaparecido de
nuestro sistema de coordenadas.
Pero eso no era problema del hospital. Lo único que
podían ofrecerme ellos, como a los demás pacientes que habían estado en coma,
era un servicio optativo: unos grupos de SPT (o Síndrome Post-Traumático) en
los cuales, a la manera de los grupos de Alcohólicos Anónimos, podíamos lidiar
con el hecho de haber sobrevivido y la sensación simultánea de sentirnos
literalmente de manteca.
Supe, en esas reuniones, que yo no era el único que había
quedado pedaleando en el aire. A todo comatoso le pasa más o menos lo mismo: en
todos convive la sensación de que lo peor ha pasado y que lo importante es
recuperarse, pero también su opuesto, que el coma es una señal y que sería muy
pero muy estúpido no prestarle atención. Todos sentíamos una mezcla similar de gratitud
y de ira hacia esos médicos que nos habían salvado y después se habían
desentendido olímpicamente de nosotros; todos lidiábamos con esa mezcla de
fastidio y afán de tranquilizar a quienes se preocupaban por nosotros; todos
teníamos la certeza de venir forzando la máquina hacía un tiempo largo y el
estupor de que nuestro propio cuerpo nos hubiera jugado tan mala pasada. Y,
aunque fuese a regañadientes, todos preferíamos la extrañeza que producía
hablar de algo tan íntimo entre desconocidos al ensordecedor ruido blanco de
lidiar a solas con todo eso.
Para todos los que estábamos en el grupo de SPT, el coma
había sido más fácil de sobrellevar que lo que vino después, la primera noche
que pasamos sin suero ni sedantes; la primera noche ya sabiendo, aunque fuera
brumosamente, lo que nos había pasado: la manera en que uno terminaba de
entender que había estado en coma. Porque eso eran las pesadillas, o La
Pesadilla, dijo el supervisor mirándonos uno por uno, y todos supimos
perfectamente de qué estaba hablando. Y en cierta forma era un alivio saber que
no sólo uno sino todos los demás habían pasado también por eso.
La característica definitoria de la Pesadilla, dijo el
supervisor, es que nos explicaba el coma. Se la podía ver como una especie de
impuesto por recobrar la conciencia, aunque había una explicación técnica: era
necesario suprimir los sedantes para acompañar la evolución del paciente, para
no entorpecer el retorno de los signos vitales. Lo importante, para los
médicos, era primero revivirnos y después comprobar qué secuelas nos habían
quedado. Y para hacerlo debían suprimir los sedantes. Una vez que esas secuelas
preocupantes quedaban descartadas, una vez que recibíamos el alta, llegaba el
momento de lidiar con La Pesadilla. Y para eso existían los grupos de SPT: para
abarajarnos, cuando la medicina se desentendía de nosotros, y hacernos ver que
se podía sacar algo en claro si nos dedicábamos pacientemente a desovillarla y
proyectarla contra lo que había sido nuestra vida hasta el coma.
Lo que yo había soñado aquella primera noche sin suero y
sin sedantes era que caminaba por una explanada o una calle peatonal y me
cruzaba con diferentes personas que avanzaban en mi dirección. Venían uno
detrás de otro, no en tropel sino de a uno, y cuando tenía enfrente a cada uno
de ellos descubría que era siempre el mismo desconocido, de rasgos orientales,
que repetía la misma frase que me habían dicho los anteriores y que iban a
decirme los que venían detrás de él, sin la menor exigencia pero con un
desamparo insoportable: “¿Me puede decir quién soy?”.
Por si hacía falta algún dato más, déjenme explicar en
qué consiste la función del páncreas en nuestro organismo: es el encargado de
procesar la eliminación de bilis de nuestro organismo (la pancreatitis ocurre cuando
se produce un reflujo de esa sustancia tóxica y, en lugar de ser eliminada, es
bombeada en la dirección opuesta). Como ustedes recordarán, bilis viene del
griego, y significa malasangre. Por supuesto, la sangre simboliza el linaje, el
árbol genealógico. Y, como ustedes sabrán de sobra, en cualquier reunión de
tres argentinos, hay cuatro psicoanalizados. Y aquel grupo de SPT no era la
excepción, así que imagínense el festín que se hicieron cuando, además de
confesar mi pesadilla, les relaté mis horas previas al coma, escribiendo como
un poseído en la redacción del diario aquella historia de Butterfly.
Esa misma noche empecé a devorar uno por uno los libros
que había juntado sobre el Japón, Puccini y la historia naval argentina.
Además, decidí ir a visitar a la única hija de mi abuela Akita que quedaba
viva, mi tía Meme, la hermana mayor de mi padre. En toda familia hay alguien
así: la tía Meme es la que conserva en sus cajones y en su memoria toda la
historia familiar, la tía Meme es el repositorio viviente de todo aquello que
los demás miembros del clan se permiten descartar u olvidar porque saben que,
si alguna vez llegan a necesitarlo, pueden acudir a ella. La tía Meme vive para esos momentos. Y hubiera
preferido quedarse a mi lado, aquella tarde, cuando después de una interminable
hora de charla me hizo acompañarla hasta un ropero que había al final del
pasillo, señaló con su bastón unas cajas que había en el estante más alto y me
hizo cargarlas hasta el living. La tía Meme estaba perfectamente al tanto de mi
internación, como de todo lo demás que pasaba en la familia. Y es notable el
aspecto piadoso, la convicción que puede darnos una convalecencia. La tía Meme
aceptó dejarme solo con el contenido de esas cajas. La tía Meme dijo: “Confío
en vos para que lo que hay acá adentro quede en esta casa. Ahora, si me
disculpás, voy a recostarme un rato”, y me dejó revolver por las mías ese
tesoro.
Entre muchas otras cosas, en esas cajas encontré un sobre
de papel madera en el cual se leían, escritas en mayúscula, en la inconfundible
letra de Akita, las palabras: ASUNTO NOBORU YOKOI. Adentro de
ese sobre había unas hojas de papel muy fino y quebradizo, manuscritas con una
letra cursiva que, más que escrita, parecía dibujada con meticuloso esfuerzo,
fechadas en la ciudad japonesa de Nagoya en el mes de octubre de 1950, en la
cuales un tal Noboru Yokoi se dirigía al almirante en castellano, con la
esperanza de que esa carta llegara a sus manos, ya que había sido encomendada a
un funcionario de la Asociación Argentino-Japonesa que volvía de Tokio a Buenos
Aires, ahora que parecían restablecerse las relaciones entre ambos países luego
de los infortunados sucesos de la guerra y por fin podía aspirar a transmitirle
aquello que le había sido imposible hacer en su momento.
En primer lugar Noboru se presentaba: decía que era el
hijo de Yae Banno. Y con la misma delicadeza informaba que su madre había
lamentablemente fallecido unos años antes, razón por la cual no había ya razón
para que se reiniciara el envío de las remesas de dinero que puntualmente
habían asistido a madre e hijo a lo largo de los años, desde que el almirante
dejó Japón hasta que se interrumpieron las relaciones entre ambos países.
Aprovechaba la oportunidad para agradecer ese gesto tan honorable, que refrendaba
la altísima estima que su madre siempre sintió y supo transmitirle a él desde
pequeño respecto de aquel que cuidaba de ellos aun a la distancia. Confesaba
también, con indecible desazón, que todos los recuerdos materiales que su madre
atesoraba del tiempo en que había vivido junto al almirante se habían perdido a
causa de los bombardeos sobre la ciudad de Nagasaki, pero aun así él podía
enumerarlos y describirlos con precisión, uno por uno, no sólo porque formaban
parte inalterable de su memoria sino porque en los momentos de zozobra se
concedía pensar que habían acompañado a su madre en los últimos instantes de su
vida, durante aquellos bombardeos.
Por difícil que le resultara escribir lo que venía a
continuación, decía Noboru llegado a ese punto de la carta, debía confesarle al
almirante que en la hora postrera no le había sido posible estar junto a su
madre, faltando imperdonablemente al deber filial de velar por ella con que el
almirante lo exhortaba siempre al despedirse, en las cartas que acompañaban las
remesas. Se encontraba en el frente en aquel momento, sirviendo en las filas
del Emperador, como debía todo japonés en condiciones de hacerlo. No había
justificación para esa ausencia, lo sabía bien y cargaría con ello el resto de
sus días, pero deseaba que el almirante supiera también que la vida de su madre
había sido una buena vida. Para ella y para él mismo, no existía mayor honor
que haber estado ligados al ilustre nombre del almirante. Ella le había
inculcado desde la infancia que debía estar a la altura de ese privilegio en
cada uno de los actos de su vida y esperaba que esa carta sirviera de
testimonio. Ya que, si podía escribir esas líneas en castellano (aunque debía
confesar que lo hacía con dificultad) era porque antes de la guerra había
trabajado en una academia de lenguas, aprovechando la oportunidad para aprender
algo de nuestro idioma, y así había sido capaz de traducirle a su madre esas
cartas que ella había atesorado a lo largo de los años.
Eso era más o menos todo. Noboru cerraba su carta
diciendo que, a través del portador de esa misiva, había conocido algunos
detalles de ese país maravilloso llamado Argentina, y lo honraba de manera
inexpresable saber que el almirante había ofrecido una tutela sin desmayo a la
colectividad japonesa instalada en nuestro país. Porque sólo de esa manera,
pensando cuántos hijos del Japón habían sido enaltecidos por su ayuda, podía
alguien tan insignificante como él aceptar el inmerecido privilegio de ser hijo
del almirante Manuel Domecq García.
Déjenme agregar sólo dos cosas más.
Una de las primeras misiones que le tocó a mi bisabuelo
en su carrera naval fue participar de una
expedición de relevamiento de los ríos Paraná Norte e Iguazú, para fijar las
nuevas líneas de frontera entre Brasil, Paraguay y la Argentina después de la
Guerra de la Triple Alianza. Esto fue en el año 1887. El joven oficial decidió
llevar un diario de viaje y ese cuaderno manuscrito era otra de las cosas que
encontré en las cajas de tía Meme. En un par de páginas de ese cuaderno más
bien tedioso, hay un episodio alucinante: escribe mi bisabuelo que, poco
antes de que partiera el vapor con el que la comitiva remontaría el Paraná, uno
de los miembros de la tripulación hizo subir a bordo, sin permiso, a un
muchacho extranjero en precario estado de salud. El comandante de la expedición
supo de su presencia cuando la nave ya había zarpado. En consideración al
estado físico del polizón, y al relato que éste hizo de sus penurias, aceptó
llevarlo con ellos pero sólo hasta que cruzaran Iguazú. Una vez en territorio
brasileño, el polizón debía valerse por las suyas, y su presencia no figuraría
en el libro de bitácora.
No había médico ni enfermero en la expedición y la dieta
básica (charqui, fariña y porotos) no era la ideal para un enfermo; sin
embargo, la salud del muchacho se mantuvo estable durante la primera parte del
viaje. Pero unas prolongadas lluvias, después de repostar en Posadas,
debilitaron al enfermo justo en el tramo en que la navegación se hacía más
ardua. Por ser el más novato de la tripulación, mi bisabuelo había sido
asignado al cuidado del enfermo. Y, en determinado momento, éste le arrancó una
promesa desesperada: si llegaba a morir en el curso del viaje, le pedía que por
favor le escribiera a su hermano mayor a Italia, transmitiéndole que había
muerto en gracia de Dios.
El solo hecho de encontrar un cura en medio de la selva
no habría sido tarea sencilla, pero no hizo falta: unos días después, cuando
llegaron a los primeros rápidos, una ola se llevó parte del material logístico
y durante horas los tripulantes dedicaron todos sus desvelos a salvar lo que
pudieron de las aguas. Cuando mi bisabuelo volvió al lado del enfermo, cubierto
con su capote empapado, éste creyó en su delirio que tenía frente a sí a un
sacerdote y le pidió la extremaunción.
Mi bisabuelo no fue capaz de revelarle su verdadera
identidad. Simuló cumplir con los últimos ritos y logró que el moribundo
enfrentara sus últimos instantes en paz. Lo enterraron al día siguiente, en un
remanso del río donde desembarcaron. En ese punto mi bisabuelo se pregunta si
debe o no escribir la carta prometida: “¿Murió el pobre diablo en gracia de
Dios? ¿Puedo mentirle al hermano que así me consta? Mi conciencia no sabe
decirme qué hacer”, escribe mi bisabuelo y no menciona más el asunto en el
resto de su diario de viaje.
En todas las biografías de Puccini se dedican unas breves
páginas al único hermano varón del compositor: Michele, el benjamín de la
familia, en el que convivían el talento musical y la bohemia como en el hermano
mayor. En vista de las penurias económicas que le deparaba la vida como músico
a Giacomo, Michele decidió probar suerte en el nuevo mundo y se embarcó hacia
la Argentina en 1880. Las cartas que le envía a Giacomo se interrumpen a
principios de 1887, luego de anunciarle que ha conseguido un empleo interesante
como maestro de música en un liceo de señoritas de Jujuy, por el cual le
pagarán “trescientos escudos al mes” (a la cual responde Puccini desde Milán:
“Si eso va bien, y hay trabajo también para mí, yo abandonaría todo y te
seguiría. Si puedes ahorrar algo, envíamelo. O enriquécete tú, al menos. Yo no
tengo esperanzas de ello”).
Al parecer, Michele era tan mujeriego como su hermano
mayor, y en su nuevo puesto enamoró a la prometida del gobernador de la
provincia. Cuando los rumores del romance llegaron hasta la gobernación y el
ofendido envió una patrulla extraoficial a escarmentar al atrevido italiano,
Michele huyó a Buenos Aires con lo puesto. Pero tampoco ahí estaba a salvo: el
largo brazo de Pérez (que también era senador nacional por su provincia)
llegaba hasta la capital, razón por la cual el atribulado Michele intentó
cruzar al Brasil en forma furtiva. En este punto hay discrepancia entre los
biógrafos de Puccini: algunos dan por muerto a Michele en el accidentado
trayecto por ríos y selvas; otros afirman que logró llegar hasta Rio de
Janeiro, y recién allí murió, con sólo veintiséis años, víctima de las fiebres
que había contraído en Buenos Aires o durante el viaje.
No hay manera de saber si ese polizón mencionado por mi
bisabuelo en su diario de viaje era Michele Puccini, y si el futuro almirante
escribió o no aquella carta al hermano mayor del polizón. Tampoco hay
evidencias que sustenten que Puccini y el almirante hayan tenido algún contacto
a lo largo de sus vidas. Madame Butterfly se estrenó el 17 de febrero de 1904, la guerra ruso-japonesa
empezó nueve días antes y los barcos que llevó el almirante llegaron al Japón
ya iniciada la guerra. De manera que Yae
Banno sólo fue Butterfly para Boris Pilniak y un puñado de bohemios
trasnochados del Tokio de los años 20. Y nunca sabremos, salvo que Noboru Yokoi
quiera contárnoslo (y eso si lo sabe) qué fue Yae Banno para el almirante.
Y lo que yo veré es cómo le cuento a Noboru Yokoi, el día
que lo encuentre, que su padre, mi bisabuelo, ese hombre que a los dos nos
enseñaron a venerar desde la infancia, fue, además de todo lo que he contado,
el responsable de los comandos civiles de “señoritos” que salieron a hacer
justicia por mano propia por las calles de Buenos Aires durante la Semana
Trágica de 1919, esos días de demencia en la Argentina en que se confundió un
reclamo obrero generalizado con una toma del Palacio de Invierno, y la supuesta
defensa de la patria terminó convirtiéndose en el primer pogrom contra judíos en América, el Nuevo Mundo.
Y,
como dice Boris Pilniak: “Que
sean otros quienes juzguen, no yo. Mi trabajo se reduce a meditar sobre las
cosas. En particular, cómo pueden convertirse en relatos”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario