domingo, diciembre 18, 2011

“Mediterránia”, de Jorge Morales







En esos días
de sol y gaviotas,
en que al amanecer me despierto
desbordado de infinito,
sediento de eternidades,
con las manos hundidas hasta el fondo
en la masa palpitante de la vida,
con la mirada escrutando
tras los pliegues espumosos de la costa,

cualquier signo

podría convertirse
en la pieza fundamental
de una revelación
que aclarara los enigmas,
y cualquier objeto
podría servir
para hallar delineada en su sombra,
la figura esquiva de los sueños.

Cuando Barcelona aún duerme,
y sólo el personal de limpieza,
y los últimos bohemios
y el aire fresco
circulan por las estrechas calles
del Barrio Gótico,
el olor blanco de las panaderías
me habla de los tiempos remotos
en que los navíos de los fenicios
-embarcaciones de vela y remos-
surcaban las aguas
del Mediterráneo Antiguo
portando lo esencial:
El pan, el vino y el aceite.

El tiempo olvidado en que íberos y celtas
habitaban las desembocaduras de los ríos,
pescaban, mariscaban y se reunían junto al fuego
para comer carne asada de ciervos y jabalíes,
sin pensar si ese instante que crepitaba en la hoguera
se llamaría después
Edad de Piedra
o Edad del Bronce.

Más allá de la línea divisoria de los mares,
la Historia y la Prehistoria galopan sin cuidado
sobre las aguas azules mediterráneas,
mientras en el interior
columnas de humo se elevan
desde los templos y santuarios,
desde los hogares primitivos
cuya música ignoramos.

Cuando Dios aún no existía,
y su idea funesta
era sólo un átomo inverosímil,
una incógnita más a despejar, ardiendo
en el fuego del crepúsculo,
en la masa incandescente del sol,
en la fertilidad húmeda de la tierra,

ya existían,

en cambio,

éstas aguas turquesa,
éstas arenas doradas,
éstas playas secretas
en donde los pinos y los castaños
se toman de las manos,
entre la música vital del verano,
del oleaje marino, del sol
y de la espuma,
de la cual sólo podía nacer,
espléndida, Venus,
y con ella, el éxtasis y la alegría de vivir.

La única felicidad posible para el hombre,
es la efímera,
y gusta de esconderse, a veces,
detrás de las carcajadas y la piel tostada
de los niños y los muchachos,
que juegan en la orilla
de tus playas.



en Los frutos invisibles, Inédito









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