lunes, diciembre 19, 2011

"Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne", de Roberto Calasso

Fragmento


La doctrina del quincunx nos había ya mostrado la inversión analógica aplicada al símbolo del jardín. Esa imagen de la vida naciente se había revelado como signo del descenso y desmembramiento del logos en el mundo, del enredo de la naturaleza y del sacrificio primordial, pero, con el análisis del número cinco, aparece un ulterior pasaje: el quincuncio es signo de la sepultura del mundo; sin embargo, al mismo tiempo, es signo de las generaciones y de la unión según la mística erótica. Se revela así una identidad entre los opuestos: nupcias y muerte están indisolublemente conectadas. También en este caso, se trata de una doctrina inmemorial que [Thomas] Browne hace traslucir detrás de su complicado y docto aparato.

“Ah! Ha! Tumulus-Thalamus”; así Howell había titulado dos composiciones poéticas publicadas en 1654. Esta identidad mística entre bodas y muerte sacrificial está ilustrada en un estupendo pasaje de san Agustín:

Cristo actuó como un esposo que, sabiendo anticipadamente de la boda, salió de su lecho al campo de la generación y llegó hasta el monte de la cruz y ahí al ascender reafirmó su matrimonio, en donde al sentir una criatura anhelante en suspiros, por el comercio de la piedad se dio a la pena en provecho de su cónyuge y se unió bajo perpetua ley a la matrona. [1]

Browne centró Urn Burial y The Garden of Cyrus en dos símbolos polares: la tumba y el jardín. En el simbolismo cristiano la dos imágenes prefiguran el sepulcro de Cristo y el Paraíso; “el arte cristiano determinó dos lugares como sumamente sagrados: uno, el más sagrado de los sagrados, en Gólgota, y el otro en el paraíso del Edén; de modo que podemos percatarnos de que había dos ‘polos’ en la cosmovisión cristiana temprana”[2]

Así la imagen del jardín, por ejemplo, que hemos considerado exclusivamente con relación al proceso descendente de la manifestación, puede leerse también como prefiguración de un estado extracósmico. De hecho, tradicionalmente el jardín simboliza el corpus resurrectionis y , por lo tanto, un estado sustraído a las condiciones del mundo elemental. A este significado del símbolo se refiere evidentemente Browne en la introducción a The Garden of Cyrus:

pues el mundo de las delicias viene después de la muerte y el Paraíso sigue a la tumba. Puesto que el verdor de las cosas es el símbolo de la resurrección y, para florecer en el estado de la gloria, primero debemos ser enterrados en la corrupción; esto además de la práctica antigua de las personas nobles que solían terminar en tumbas-jardines y que las mismas urnas de antaño, solían envolverse con flores y guirnaldas. [3]

También en esta lectura, tumba y jardín están indisolublemente unidos, razón por la cual Browne se refiere justamente a “Garden-Graves”.

En dos ensayos de remota doctrina, Browne representó en dramaturgia simbólica temas perennes; la corrupción y el renacimiento, la semilla y el cuerpo, la encarnación y la resurrección. Browne cubrió con pátina erudita la realidad última y fundamental, pero esta masa de variada erudición, en lugar de secar los dos escritos, los conservó perfectamente en vida. Se diría que Browne ha escogido como método literario ese ocultarse de las semillas en la sombra que las libra de la agresión de los elementos. Como él mismo había escrito:

pero las mismas semillas yacen en sombras perdurables, ya sea bajo una hoja o encerrados en sus cubiertas, y aunque sueltas por el suelo aparentemente sin protección, tienen su cáscara, su piel y su pulpa que las cubren, de modo que la partícula reproductora yace siempre húmeda y protegida de las inclemencias del aire y del sol. La luz y la oscuridad poseen dominios intercambiables y gobiernan alternadamente el estado seminal de las cosas. La luz de Plutón es la oscuridad de Júpiter. [4]

Del mismo modo, en los dos ensayos de Browne, el polvo anticuario, los textos olvidados, la minuciosidad del naturalista, las palabras inusitadas forman una gruesa coraza protectora alrededor de las imágenes, como cáscaras sobrepuestas alrededor de la semilla.

Este método es singularmente afín a la doctrina islámica del “descenso de la metáfora”, que Massignon expuso de la siguiente manera:

Lo que al inicio llama la atención de la poesía islámica es una suerte de inanimación en el uso de la metáfora; se pretende volverla irreal y hay un descenso en la secuencia metafórica: el hombre se compara con los animales, el animal se compara generalmente con una flor, la flor con una piedra (un tulipán es un rubí). [5]

Justamente quien ha comprendido el poder de las imágenes, sabe que en los escritos éstas deben necesariamente tener una vida indirecta, disminuida y atenuada, y que en esta mortificación estriba su esplendor:

En un relato de Imrolqaïs encontramos la frase “esta flor con manchas”, y se refiere a la herida sangrante de una gacela que él acaba de cazar con el arco. No se trata pues de vivificar la idea con las imágenes, de erigir frente a nosotros caricaturas, de imitar al creador, de devolver a la vida lo que ya no está vivo; se trata, al contrario, de tomas las cosas, las que nosotros sentimos, tal y como las sentimos en realidad, es decir, petrificadas, inanimadas.[6]

Algunas urnas encontradas en un campo de Norfolk, un modelo de jardín: son fragmentos dispersos, pero tal vez representen, en un recuerdo cifrado y petrificado, al mundo entero. Así, precisamente a través de la lectura de aquellas dos “metáforas inanimadas”, Browne nos legó su glosa jeroglífica al Líber Mundi:

Entre mi tumba y el púlpito desde el cual predico,
Hay un jardín entre los jardines del Paraíso.[7]







Notas:

[1] Agustín de Hipona, Sermones suppos, 120, 8.
[2] Lars-Ivar Ringbom, Paradisus terrestres, Helsingforsiae [Helsinki], 1958, p. 41.
[3] The Garden of Cyrus, en Works, vol. I, p. 177.
[4] The Garden of Cyrus, p. 218.
[5] Louis Massignon, “Les méthodes de reálisation artistique des peuples de l’Islam”, Syria, II, 1921, p. 157.
[6] Loc. cit.
[7] “Hadith de la tumba”. Sobre su exégesis, vid. Henry Corbin, Trilogie ismaélienne, Theherán, París, 1961, p. 62-63.















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