El «desde ahora y para siempre» de la muerte, empozado en vida, encuentra su antesala más palpable en la melancolía. Lo imposible de reponerse o restaurarse, digamos lo irremediable, se exhibe en aquélla como en un simulacro. Muerte en vida, le llaman algunos. Yo prefiero acuñarla como trampa salvadora. Porque nos induce al curso inverso de acción: incómodos ante la terminalidad de lo concluso, nos obliga a vivir bajo la premura de lo transitorio. O para ser más precisos: es la estela de la muerte la que en la melancolía se transforma en espuela para no retenernos en nada. Así hablamos entonces del más posesivo de los desposeimientos. Urjido por su provisionalidad insoslayable, el hombre es el mejor heredero del hombre, con la melancolía como fundamento dinámico de su quehacer.
Cada época histórica, nos han enseñado, «exige nuevas formas de entender la melancolía»: ya sea como «tangibilidad de lo precario» (Burton), o, también, más próxima a nosotros, como condición de posibilidad de lo humano (Ricoeur), al no ser acometible la existencia sino por «comunión con cierta esfera de lo desamparante». Lejos, pues, de ser pasto de miserias, la melancolía, como muchos han reconocido, brinda al hombre su estocada liberadora. Kierkegaard no se equivocó al afirmar que la filosofía era legataria de la desesperación, no de la perplejidad. Y Hölderlin, cuando desafió su propia orfandad con aquellos hermosos versos que rezan «donde crece el peligro crece lo que salva», probablemente intuyó que lo frágil puede ser el salvoconducto fortalecedor de la persona, el germen al que necesita acudir para tomar posesión de sí.
He ahí el misterioso cara y cruz de la melancolía: un voto de confianza en un porvenir a culminar, promesa de una eternidad donde nada nos privará de ser aquello que fuimos.
2008
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