Hay algo de insatisfactorio en Mick Jagger. Siempre promete más de lo que da. De los grupos de rock surgidos en estos últimos diez años, los Rolling Stones parece ser el más siniestro. Sin embargo, después de un momento, no resultan tan aterrorizantes. Te acostumbrarás en seguida.
Su música es terriblemente sucia. Siempre hay mucho ruido de fondo. «¡Oh, no, Dios, no vas a quebrar este corazón de piedra!». Detrás de esas continuas quejas, detrás de esas voces roncas o chillonas que suenan como el chillido de las llantas de un coche en el asfalto; a través de toda esa masturbación eléctrica de todos esos sonidos de escopetas distantes, de ese golpeteo de tambores, hay una montaña de mierda. Porque no es cuestión de decir: «¡Voy a matarte, hijo de puta!». Fingen estar aquí para invocar a Satanás, como en Simpatía por el diablo, pero nunca llega el verdadero terror.
Lo que pasa es que no hacen falta muchos huevos para tener una guitarra eléctrica, un enorme sistema de amplificación y cincuenta mil empresas multinacionales a quienes atacar, aunque ellas en realidad están trabajando horas extras para amplificar esa música.
Por allí están todos esos maullidos, todas esas amenazas a medida, todas esas amargas maldiciones resonando al fondo, toda esa sensación de desorden, como si por allí anduviera una madre con los nervios rotos buscando el cepillo para peinarse. Los mantiene unidos el ritmo, el orden magnífico que impone la baratería.
Y con ese ritmo febril se puede hacer cualquier cosa: se puede soñar con el alzamiento del Tercer Mundo, con la sublevación de África. Se produce una sublimación... ¡es que sus dotes de actores son soberbias! De ellos surge la sensación de una familia andrógina, algo que nadie había conseguido. Todo eso es de primera calidad. Pero situados en ese algo nivel de actuación, al final resultan decepcionantes. Porque dependen del volumen. A medio volumen no consiguen nada.
Las letras de Jagger son interminablemente repetitivas a fin de provocar una tensión que te atrape entre lo entrañable y lo puerco de su voz. No se necesita una letra muy buena si la vas a repetir una y otra vez.
Pero Jagger ha cantado maravillosamente el momento en que la familia se rompe toda. El hijo quema con ácido la cara de la madre, la madre le hunde los huevos al hijo, y en ese momento llega el primo gordo y dice: «¿Qué pasa aquí? ¿Por qué están todos peleándose? ¿Por qué no comemos?». Y todos se sientan a la mesa: al hijo no le quedan huevos, la madre tiene la cara quemada, continúa la vida familiar británica. Ese clima Jagger lo ha captado como nadie. Si Jagger hubiese sido escritor, hubiera sido de los mejores. Pero esa maravillosa cualidad no se transparenta tanto en la letra como en el conjunto total de sonido, en los instrumentos, en el estrépito de la banda, en todo. Y, especialmente, en la voz inigualable de Jagger.
Su música es terriblemente sucia. Siempre hay mucho ruido de fondo. «¡Oh, no, Dios, no vas a quebrar este corazón de piedra!». Detrás de esas continuas quejas, detrás de esas voces roncas o chillonas que suenan como el chillido de las llantas de un coche en el asfalto; a través de toda esa masturbación eléctrica de todos esos sonidos de escopetas distantes, de ese golpeteo de tambores, hay una montaña de mierda. Porque no es cuestión de decir: «¡Voy a matarte, hijo de puta!». Fingen estar aquí para invocar a Satanás, como en Simpatía por el diablo, pero nunca llega el verdadero terror.
Lo que pasa es que no hacen falta muchos huevos para tener una guitarra eléctrica, un enorme sistema de amplificación y cincuenta mil empresas multinacionales a quienes atacar, aunque ellas en realidad están trabajando horas extras para amplificar esa música.
Por allí están todos esos maullidos, todas esas amenazas a medida, todas esas amargas maldiciones resonando al fondo, toda esa sensación de desorden, como si por allí anduviera una madre con los nervios rotos buscando el cepillo para peinarse. Los mantiene unidos el ritmo, el orden magnífico que impone la baratería.
Y con ese ritmo febril se puede hacer cualquier cosa: se puede soñar con el alzamiento del Tercer Mundo, con la sublevación de África. Se produce una sublimación... ¡es que sus dotes de actores son soberbias! De ellos surge la sensación de una familia andrógina, algo que nadie había conseguido. Todo eso es de primera calidad. Pero situados en ese algo nivel de actuación, al final resultan decepcionantes. Porque dependen del volumen. A medio volumen no consiguen nada.
Las letras de Jagger son interminablemente repetitivas a fin de provocar una tensión que te atrape entre lo entrañable y lo puerco de su voz. No se necesita una letra muy buena si la vas a repetir una y otra vez.
Pero Jagger ha cantado maravillosamente el momento en que la familia se rompe toda. El hijo quema con ácido la cara de la madre, la madre le hunde los huevos al hijo, y en ese momento llega el primo gordo y dice: «¿Qué pasa aquí? ¿Por qué están todos peleándose? ¿Por qué no comemos?». Y todos se sientan a la mesa: al hijo no le quedan huevos, la madre tiene la cara quemada, continúa la vida familiar británica. Ese clima Jagger lo ha captado como nadie. Si Jagger hubiese sido escritor, hubiera sido de los mejores. Pero esa maravillosa cualidad no se transparenta tanto en la letra como en el conjunto total de sonido, en los instrumentos, en el estrépito de la banda, en todo. Y, especialmente, en la voz inigualable de Jagger.
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