En el centro de la ciudad, los sábados no difieren de ningún otro día de la semana. Solamente, hay más borrachos en las tabernas y restaurantes, y en los autobuses y en los zaguanes flota un rancio olor a alcohol digerido. Los sábados, la ciudad pierde su aspecto diligente y exhibe la mueca de una chusma ebria. Por otra parte, en el centro no hay quienes durante el sábado se dediquen a observar la vida: gente que permanezca en las aceras, camine por la calle, o se siente durante horas en la banca de un parque, todo simplemente para poder recordar dentro de veinte años que en tal fecha uno fue testigo de un acontecimiento más o menos original. Aparte de los carteros, quienes aún durante la ocupación, no dejaron de circular bajo sus capas rojas, de los areneros que venden arena en las calles o de los cantantes ebrios que cantan en los patios, los espectadores objetivos de la vida han desaparecido por completo de la ciudad.
Estos espectadores pueden encontrarse solamente en los suburbios. La vida suburbana ha sido siempre, y continúa siéndolo, más densa; los sábados, cuando el tiempo es bueno, la gente saca las sillas frente a sus casas, se sienta y se dedica a contemplar la vida. La perseverancia de estos observadores adquiere en ocasiones rasgos de una brillante demencia; algunas veces permanecen sentados toda la vida sin ver otra cosa que la cara de los observadores de la acera de enfrente. Luego mueren con un profundo rencor contra el mundo y la arraigada convicción de su vaciedad y aburrimiento; aunque muy pocas veces se les haya ocurrido que es necesario levantarse y mirar lo que sucede a la vuelta de la esquina. Cuando envejecen estos observadores de la vida, se vuelven pesados. Se sienten inquietos, y miran el reloj. Este es uno de los hábitos absurdos de la vejez: desean ahorrar tiempo. Llega un momento en que su avidez por la vida y por las sensaciones se vuelve mucho más fuerte que en los jóvenes de veinte años. Hablan mucho y piensan mucho, sus sentimientos son a la vez salvajes y obtusos. Luego expiran de manera rápida y tranquila. Al morir, tratan de hacer creer a todo el mundo que han vivido plenamente. El impotente se vanagloria de sus triunfos con las mujeres, el cobarde de su heroísmo, el cretino de la sabiduría con que ha dirigido su vida.
El señor Gienek, un pintor de muros, había vivido durante cuarenta años en el barrio de Marymont en Varsovia y, desde hacía muchos años, se dedicaba a observar la vida. Ese sábado, el señor Gienek estaba también sentado en el pequeño jardín frente a su casa y contemplaba vacuamente hacia la calle. De vez en cuando escupía y se pasaba la lengua por los labios resecos; la tarde era abrasadora, un verdadero tormento. El señor Gienek sentía una fuerte irritación; aquel día no había sucedido nada sensacional: nadie se había quebrado una mano, nadie había golpeado a otro... El señor Gienek se sentía abrumado por un sentimiento de vaciedad y tedio. Pateó a un perro que se atravesó en su camino y que aulló tristemente al recibir el golpe. Contempló la calle. Estaba vacía; los camiones que pasaban con relativa frecuencia levantaban nubes de polvo caliente. Cuando había perdido la esperanza de presenciar algún trozo de vida, sintió que alguien le daba un codazo. Levantó los ojos amodorrados y vio a Maliszewski, su vecino.
—Ven conmigo —dijo Maliszewski.
—¿A dónde?
—No lejos de aquí.
—¿Para qué?
—¿Quieres ver algo bueno? —insistió Maliszewski.
Era un hombre pequeño con expresión bonachona y ojos astutos. A pesar de una aparente pesadez, sus movimientos eran rápidos y ágiles como los de un gato.
—¿De qué se trata? —preguntó el señor Gienek, bostezando, harto del calor.
—Un muchacho... —dijo Maliszewski.
—Un buen espectáculo —dijo Maliszewski—. Está acompañado. ¿Quieres verlos?
—¡Claro! —dijo el señor Gienek, que se levantó, renacida en él la esperanza—. ¿Es bonita? —preguntó con animación.
—Es hermosa y joven —dijo Maliszewski—. Te lo aseguro, están haciendo un buen trabajo. ¿Vienes o no?
—No tiene objeto —dijo el señor Gienek—. Antes que lleguemos ya habrán terminado. Te lo digo, no tiene objeto.
—No se trata de cincuentones como tú —dijo Maliszewski—. Pueden hacerlo durante largo rato. Cuando yo era joven podía resistir durante horas, te lo aseguro. Vamos a pasar por mi cuñado. Acaba de llegar del trabajo, y desde luego le gustará venir con nosotros. Mira, aquí viene ya.
Y así era. Un joven fornido, caminaba por la calle. Tenía enrolladas las mangas de la camisa, y entre los dientes llevaba un tallo de hierba. Eran sus ojos soñolientos y burlones, y los párpados le colgaban pesadamente.
—¡Heniek! —le gritó Maliszewski—. Ven aquí inmediatamente.
Heniek se acercó. Tenía la frente perlada de sudor.
—Eh, ¿qué hay de nuevo, señor Gienek? —dijo.
—Heniek —dijo Maliszewski—, ven con nosotros.
—Hace calor —dijo Heniek—; ni un soplo de viento. Ni un santo podría soportar este calor. ¿A dónde quieren ir?
—Estaba entre los macizos del jardín —dijo Maliszewski—; y descubrí una pareja.
—¿Una puta? —preguntó Heniek.
Escupió el pedazo de yerba que llevaba, y recogió del suelo otro tallo, que comenzó a triturar con sus fuertes dientes.
—¡Dejen de joder! —dijo Maliszewski—. Ya he dicho que la muchacha es joven y hermosa.
—Bien, vamos —dijo Heniek—. Ustedes me conocen, me gusta contemplar la vida. Si la muchacha es fea —se volvió a Maliszewski—, tendrás que invitarnos a una copa.
Caminaron rápidamente entre los macizos de plantas. La gente iba allí después del trabajo a cultivar patatas, tomates, zanahorias. Ahora, sin embargo, el huerto estaba vacío; el día sofocante había metido a todo el mundo en sus casas.
—Estamos muy cerca. Con este calor, siento que me va a reventar la cabeza.
—También esos muchachos han de estar bien calientes —dijo Heniek.
—Ya lo creo —dijo Maliszewski—. Pero ya los enfriaremos. ¿No, Heniek?
—El año pasado —dijo Heniek— un tipo acostumbraba venir también aquí con su muchacha. Vinieron durante todo el verano.
—¿Y qué...?
—Nada, supongo que no tendrían casa.
—¿Se casarían? —preguntó el señor Gienek con un esfuerzo, mientras soñaba con un vaso de cerveza bien fría y amarga.
—Tal vez; no lo sé. Ella también era bastante bonita.
—¿Rubia? —preguntó nuevamente el señor Gienek, aunque ese detalle le importaba un bledo. Seguía teniendo una sensación de vaciedad opresiva y de disgusto.
—Era morena —dijo Heniek—. Me acuerdo como si fuera hoy. El tipo era rubio. No puedo comprender cómo aquella muñeca podía andar con un trozo de tasajo como aquél.
—Yo no sé —gruñó el señor Gienek, y escupió una saliva espesa.
Estaba enojado con Heniek; le había hecho recordar que también él tenía una mujer fea y bastante estúpida. Luego dijo:
—Una puta, sin duda.
—Tal vez... ¡Quietos ahora! —dijo Maliszewski.
Se adelantó, y lo siguieron con pasos lentos, tratando de no hacer el menor ruido. Comenzaba a oscurecer, el sol se había puesto, sombras azules se tendían sobre la yerba. Maliszewski volvió la cabeza y los llamó con voz apagada:
—¡Vengan!
Dieron unos pasos de puntillas y vieron a la pareja de muchachos. Permanecían uno al lado del otro. La muchacha reposaba la cabeza sobre el hombro de él, tenían los cuerpos muy juntos. Permanecían agotados de amarse y de calor. Ambos eran jóvenes y hermosos; él, moreno; ella, rubia. La muchacha tenía el vestido levantado; sus piernas estaban hermosamente bronceadas.
—Es bonita —dijo Heniek—. Muy bonita.
—¿No se lo había dicho? —dijo Maliszewski en un murmullo.
Se quedaron parados sin hablar. El señor Gienek se lamió nuevamente los labios y sintió una súbita aversión hacia su mujer. Maliszewski sonreía estúpidamente. Los párpados pesados de Heniek caían aún más; se tambaleaba sobre un pie, luego sobre el otro. Repentinamente, preguntó con irritación:
—¿No vamos a hacer algo?
—Hazlo tú —dijo Maliszewski—. Haz algo para que se rían tanto que no puedan venir a hacer de nuevo sus cositas. Tú eres el indicado, Heniek.
—Lo mejor será asustarlos, Heniek —dijo el señor Gienek, que hizo un ruido con los dedos—. Ella es realmente una belleza —repitió—. No había visto una chiquilla como ésta desde hacía años. Muy jovencita, ¡carajo! No deberían de estar haciendo eso.
Se volvió a impacientar y dijo a Heniek:
—Haz algo, si no quieres que les arroje una bomba.
—Calma —dijo Heniek—; ahora voy.
Se quedó mirando un momento las pantorrillas bronceadas de la muchacha y el tormento se dibujó en su rostro. Luego se acercó a la pareja; se detuvo frente a ellos. Guiñó un ojo y les dijo:
—¿Conque jugando al papá y la mamá? Espero que se hayan divertido.
Maliszewski y el señor Gienek soltaron una carcajada. El joven se puso en pie y gritó:
—¿Qué es lo que quieren?
—Nada —dijo Heniek muy lentamente.
Se detuvo frente al muchacho y se balanceó sobre los pies. Masticaba aún el tallo de hierba, y escupió una saliva verdosa. Luego dijo:
—Escoge mejor el lugar, hijo. Eso es lo que he venido a decirte. Escoge mejor el lugar.
Maliszewski se adelantó y se colocó junto a Heniek.
—Una nena graciosa —dijo mirándola con sus oscuros ojos grises—. No me disgustaría que me la presentaran. Vamos a presentarnos, jovencita.
—¡Idiota! —exclamó la muchacha.
Se levantó y se colocó tras el muchacho. Se había ruborizado y estaba muy nerviosa. El señor Gienek vio cómo le temblaba el pecho, y otra vez volvió a sentir aversión por su mujer fea, gorda y deforme.
—¡Cuidado con lo que dices, putita! —repuso Maliszewski, cuyos ojos estaban inflamados por la ira—. No eres más que eso: una vulgar puta, ¿me entiendes? Tengo una hija mayor que tú, ¡cochina! —terminó, con palabra atropellada, y como sofocado.
—¡Fuera de aquí! —dijo el muchacho con mirada implorante—. Les pido que se vayan de aquí. Nada les hemos hecho. ¡Se los pido!
—¿A quién le estás pidiendo, Janek? —dijo la muchacha—. ¿A este viejo estúpido?
—¡Ciérrale el hocico a tu muchacha! —dijo Heniek violentamente—. O me encargaré yo de cerrárselo. Y deja de una vez de hacer el payaso. Te lo digo: ciérrale el hocico.
—¡Hocico lo será el suyo! —dijo la muchacha, mirándolo con desprecio, aunque a punto de perder el control de los nervios—. ¡Cerdo! —exclamó, tratando de reír con una risa sarcástica.
Pero se echó a llorar
—¡Eh, tú! —dijo Heniek—. Fíjate a quién estás insultando. Vienes a putear y aún te das esas ínfulas.
El muchacho lo empujó, y lo golpeó en la cara una y otra vez. Sucedió todo tan rápidamente, que a Heniek sólo le dio tiempo de cerrar los ojos. Pero un momento después, tenía agarrado al muchacho por el pelo; le aplastó la cara contra su rodilla, le dio un puñetazo en la boca y lo arrojó a la yerba.
—¿Tienes suficiente, brillante joven? —preguntó—. Si no, puedo aún darte otra ración. Y a precios reducidos, también. Hay aquí un magnífico cementerio.
A continuación, soltó una retahíla de expresiones canallescas. Cerró los ojos, pero seguía viendo las largas piernas de la muchacha.
—Ven, Janek —dijo entonces la joven.
Limpió la sangre del rostro del muchacho.
—Ya ajustaremos cuentas —amenazó a los del grupo, y cuando estos habían dado ya unos pasos, les gritó histéricamente—: Ustedes no son hombres, sino piltrafas de hombres.
Regresaron a sus casas, caminando entre los huertos.
—Hace bochorno, posiblemente va a llover —dijo Heniek, que añadió, con un suspiro—: Esa muchacha era realmente bonita. ¿Por qué le dijiste que era una puta? No la conoces. ¿Cómo pudiste decírselo?
—¡Pero si no fui yo quien se lo dijo! —replicó Maliszewski—. Fuiste tú.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Estás diciendo estupideces. Yo ni la conocía.
—Yo sí la conozco —dijo Maliszewski—. No es ésta la primera vez que los veo. Están muy enamorados.
—¿Y ahora qué sucederá? —preguntó el señor Gienek.
—No sé qué irá a suceder. Lo que sé es que no van a seguir juntos. Y sé que hoy se acostaron por primera vez.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Gienek, con indiferencia.
—Oí cuando él se lo pedía. Estaba asustado y ella también. Los oí hablar. Tenían miedo de que les fuera a resultar un hijo, según decían. Pero yo creo que estaban mucho más espantados el uno del otro.
—Todos se asustan la primera vez —dijo Maliszewski—. Pero, ¿por qué golpeaste al muchacho?
—Tú lo quisiste.
—Yo no sabía que las cosas iban a resultar de esta manera. El le hablaba a su enamorada de un modo tan gracioso...
—¿Cómo?
—No me acuerdo.
—Se está nublando el cielo —dijo el señor Gienek.
—Eso fue lo que le dijo... Algo sobre nubes —dijo Maliszewski—. Un poema. ¡Ya lo creo que están enamorados!
—No les van a quedar ganas de volver a hacer el amor —dijo el señor Gienek—. Con lo que hoy han tenido les bastará para siempre. Después de lo ocurrido, no serán capaces de mirarse a los ojos. Está muy mal que haya resultado así.
—¡Ya sé! —dijo Maliszewski—. Ahora recuerdo. El le dijo algo así cuando le pidió... Bueno, ya saben lo que le pidió... Dijo que sería como el primer paso en las nubes. Eso fue lo qué le dijo, sólo que con rima. Y todo lo que ella respondió fue: "Tengo miedo", y comenzó a llorar.
—Tal vez tenía miedo del dolor.
—No lo creo —dijo Maliszewski—. No creo que tuviera miedo del dolor. Eso viene después. La vida, otras gentes, los chismes... Pero la primera vez realmente es como andar entre nubes. La gente enamorada no puede ver nada.
—¿También nosotros? —preguntó Heniek.
—Ya no van a interesarse el uno por el otro —dijo el señor Gienek—. Yo sé que si a mí me hubiese sucedido algo así, la muchacha habría dejado de importarme.
De pronto se sintió triste; el tedio se volvió a apoderar de su ánimo. Habían abandonado el jardín y caminaban por la calle.
—No —dijo Heniek—; ya no seguirán enamorados. Una cosa parecida me pasó a mí una vez. Y después no pude volver a amar a la muchacha.
—Una vez u otra, nos ha sucedido a todos —concedió Maliszewski—. Pero, ¿por qué le pegaste en la quijada?
—El me golpeó primero —respondió Heniek—. ¿Vamos ahora a tomar esa cerveza?
—Vamos. Apuesto a que esa muchacha no vuelve por acá.
—Quién sabe... —dijo Gienek—. ¿Y por qué la insultaste de esa manera?
—Alguien insultó una vez a mi chica —dijo Maliszewski—. Y les juro que hasta ahora no sé por qué.
—¿Y después de eso te enamoraste?
—No —dijo Maliszewski. Se mantuvo silencioso durante un rato, luego exclamó con repentina cólera—: ¡Déjenme solo, maldita sea! No creo en el amor. Ni siquiera confío en mi mujer. No confío en nadie.
—Un asunto estúpido... —dijo Heniek—. Hay nubes —agregó, luego de contemplar el cielo—. ¿Y qué fue lo que él dijo?
—Creo que algo sobre un paso en la lluvia o una cosa por el estilo —dijo Maliszewski con voz fatigada—. Vamos a tomar esa cerveza... Algo sobre la lluvia o sobre la tormenta... No me acuerdo. No me acuerdo de nada. No quiero acordarme de nada. Si no me hubiera acordado, no hubiera ocurrido esta trifulca.
—Va a llover mañana —dijo Heniek.
—Siempre llueve en domingo —añadió el señor Gienek, y frunció el entrecejo.
El señor Gienek pensó una vez más en su mujer detestable, en el muchacho, en el día siguiente, en la hermosa joven y sus largas piernas bronceadas por el sol, su pecho, su boca roja y fresca, sus anchos hombros dorados, sus verdes ojos llenos de temor, y murmuró otra vez, pues tenía que decir algo:
—Siempre llueve los domingos.
Estos espectadores pueden encontrarse solamente en los suburbios. La vida suburbana ha sido siempre, y continúa siéndolo, más densa; los sábados, cuando el tiempo es bueno, la gente saca las sillas frente a sus casas, se sienta y se dedica a contemplar la vida. La perseverancia de estos observadores adquiere en ocasiones rasgos de una brillante demencia; algunas veces permanecen sentados toda la vida sin ver otra cosa que la cara de los observadores de la acera de enfrente. Luego mueren con un profundo rencor contra el mundo y la arraigada convicción de su vaciedad y aburrimiento; aunque muy pocas veces se les haya ocurrido que es necesario levantarse y mirar lo que sucede a la vuelta de la esquina. Cuando envejecen estos observadores de la vida, se vuelven pesados. Se sienten inquietos, y miran el reloj. Este es uno de los hábitos absurdos de la vejez: desean ahorrar tiempo. Llega un momento en que su avidez por la vida y por las sensaciones se vuelve mucho más fuerte que en los jóvenes de veinte años. Hablan mucho y piensan mucho, sus sentimientos son a la vez salvajes y obtusos. Luego expiran de manera rápida y tranquila. Al morir, tratan de hacer creer a todo el mundo que han vivido plenamente. El impotente se vanagloria de sus triunfos con las mujeres, el cobarde de su heroísmo, el cretino de la sabiduría con que ha dirigido su vida.
El señor Gienek, un pintor de muros, había vivido durante cuarenta años en el barrio de Marymont en Varsovia y, desde hacía muchos años, se dedicaba a observar la vida. Ese sábado, el señor Gienek estaba también sentado en el pequeño jardín frente a su casa y contemplaba vacuamente hacia la calle. De vez en cuando escupía y se pasaba la lengua por los labios resecos; la tarde era abrasadora, un verdadero tormento. El señor Gienek sentía una fuerte irritación; aquel día no había sucedido nada sensacional: nadie se había quebrado una mano, nadie había golpeado a otro... El señor Gienek se sentía abrumado por un sentimiento de vaciedad y tedio. Pateó a un perro que se atravesó en su camino y que aulló tristemente al recibir el golpe. Contempló la calle. Estaba vacía; los camiones que pasaban con relativa frecuencia levantaban nubes de polvo caliente. Cuando había perdido la esperanza de presenciar algún trozo de vida, sintió que alguien le daba un codazo. Levantó los ojos amodorrados y vio a Maliszewski, su vecino.
—Ven conmigo —dijo Maliszewski.
—¿A dónde?
—No lejos de aquí.
—¿Para qué?
—¿Quieres ver algo bueno? —insistió Maliszewski.
Era un hombre pequeño con expresión bonachona y ojos astutos. A pesar de una aparente pesadez, sus movimientos eran rápidos y ágiles como los de un gato.
—¿De qué se trata? —preguntó el señor Gienek, bostezando, harto del calor.
—Un muchacho... —dijo Maliszewski.
—Un buen espectáculo —dijo Maliszewski—. Está acompañado. ¿Quieres verlos?
—¡Claro! —dijo el señor Gienek, que se levantó, renacida en él la esperanza—. ¿Es bonita? —preguntó con animación.
—Es hermosa y joven —dijo Maliszewski—. Te lo aseguro, están haciendo un buen trabajo. ¿Vienes o no?
—No tiene objeto —dijo el señor Gienek—. Antes que lleguemos ya habrán terminado. Te lo digo, no tiene objeto.
—No se trata de cincuentones como tú —dijo Maliszewski—. Pueden hacerlo durante largo rato. Cuando yo era joven podía resistir durante horas, te lo aseguro. Vamos a pasar por mi cuñado. Acaba de llegar del trabajo, y desde luego le gustará venir con nosotros. Mira, aquí viene ya.
Y así era. Un joven fornido, caminaba por la calle. Tenía enrolladas las mangas de la camisa, y entre los dientes llevaba un tallo de hierba. Eran sus ojos soñolientos y burlones, y los párpados le colgaban pesadamente.
—¡Heniek! —le gritó Maliszewski—. Ven aquí inmediatamente.
Heniek se acercó. Tenía la frente perlada de sudor.
—Eh, ¿qué hay de nuevo, señor Gienek? —dijo.
—Heniek —dijo Maliszewski—, ven con nosotros.
—Hace calor —dijo Heniek—; ni un soplo de viento. Ni un santo podría soportar este calor. ¿A dónde quieren ir?
—Estaba entre los macizos del jardín —dijo Maliszewski—; y descubrí una pareja.
—¿Una puta? —preguntó Heniek.
Escupió el pedazo de yerba que llevaba, y recogió del suelo otro tallo, que comenzó a triturar con sus fuertes dientes.
—¡Dejen de joder! —dijo Maliszewski—. Ya he dicho que la muchacha es joven y hermosa.
—Bien, vamos —dijo Heniek—. Ustedes me conocen, me gusta contemplar la vida. Si la muchacha es fea —se volvió a Maliszewski—, tendrás que invitarnos a una copa.
Caminaron rápidamente entre los macizos de plantas. La gente iba allí después del trabajo a cultivar patatas, tomates, zanahorias. Ahora, sin embargo, el huerto estaba vacío; el día sofocante había metido a todo el mundo en sus casas.
—Estamos muy cerca. Con este calor, siento que me va a reventar la cabeza.
—También esos muchachos han de estar bien calientes —dijo Heniek.
—Ya lo creo —dijo Maliszewski—. Pero ya los enfriaremos. ¿No, Heniek?
—El año pasado —dijo Heniek— un tipo acostumbraba venir también aquí con su muchacha. Vinieron durante todo el verano.
—¿Y qué...?
—Nada, supongo que no tendrían casa.
—¿Se casarían? —preguntó el señor Gienek con un esfuerzo, mientras soñaba con un vaso de cerveza bien fría y amarga.
—Tal vez; no lo sé. Ella también era bastante bonita.
—¿Rubia? —preguntó nuevamente el señor Gienek, aunque ese detalle le importaba un bledo. Seguía teniendo una sensación de vaciedad opresiva y de disgusto.
—Era morena —dijo Heniek—. Me acuerdo como si fuera hoy. El tipo era rubio. No puedo comprender cómo aquella muñeca podía andar con un trozo de tasajo como aquél.
—Yo no sé —gruñó el señor Gienek, y escupió una saliva espesa.
Estaba enojado con Heniek; le había hecho recordar que también él tenía una mujer fea y bastante estúpida. Luego dijo:
—Una puta, sin duda.
—Tal vez... ¡Quietos ahora! —dijo Maliszewski.
Se adelantó, y lo siguieron con pasos lentos, tratando de no hacer el menor ruido. Comenzaba a oscurecer, el sol se había puesto, sombras azules se tendían sobre la yerba. Maliszewski volvió la cabeza y los llamó con voz apagada:
—¡Vengan!
Dieron unos pasos de puntillas y vieron a la pareja de muchachos. Permanecían uno al lado del otro. La muchacha reposaba la cabeza sobre el hombro de él, tenían los cuerpos muy juntos. Permanecían agotados de amarse y de calor. Ambos eran jóvenes y hermosos; él, moreno; ella, rubia. La muchacha tenía el vestido levantado; sus piernas estaban hermosamente bronceadas.
—Es bonita —dijo Heniek—. Muy bonita.
—¿No se lo había dicho? —dijo Maliszewski en un murmullo.
Se quedaron parados sin hablar. El señor Gienek se lamió nuevamente los labios y sintió una súbita aversión hacia su mujer. Maliszewski sonreía estúpidamente. Los párpados pesados de Heniek caían aún más; se tambaleaba sobre un pie, luego sobre el otro. Repentinamente, preguntó con irritación:
—¿No vamos a hacer algo?
—Hazlo tú —dijo Maliszewski—. Haz algo para que se rían tanto que no puedan venir a hacer de nuevo sus cositas. Tú eres el indicado, Heniek.
—Lo mejor será asustarlos, Heniek —dijo el señor Gienek, que hizo un ruido con los dedos—. Ella es realmente una belleza —repitió—. No había visto una chiquilla como ésta desde hacía años. Muy jovencita, ¡carajo! No deberían de estar haciendo eso.
Se volvió a impacientar y dijo a Heniek:
—Haz algo, si no quieres que les arroje una bomba.
—Calma —dijo Heniek—; ahora voy.
Se quedó mirando un momento las pantorrillas bronceadas de la muchacha y el tormento se dibujó en su rostro. Luego se acercó a la pareja; se detuvo frente a ellos. Guiñó un ojo y les dijo:
—¿Conque jugando al papá y la mamá? Espero que se hayan divertido.
Maliszewski y el señor Gienek soltaron una carcajada. El joven se puso en pie y gritó:
—¿Qué es lo que quieren?
—Nada —dijo Heniek muy lentamente.
Se detuvo frente al muchacho y se balanceó sobre los pies. Masticaba aún el tallo de hierba, y escupió una saliva verdosa. Luego dijo:
—Escoge mejor el lugar, hijo. Eso es lo que he venido a decirte. Escoge mejor el lugar.
Maliszewski se adelantó y se colocó junto a Heniek.
—Una nena graciosa —dijo mirándola con sus oscuros ojos grises—. No me disgustaría que me la presentaran. Vamos a presentarnos, jovencita.
—¡Idiota! —exclamó la muchacha.
Se levantó y se colocó tras el muchacho. Se había ruborizado y estaba muy nerviosa. El señor Gienek vio cómo le temblaba el pecho, y otra vez volvió a sentir aversión por su mujer fea, gorda y deforme.
—¡Cuidado con lo que dices, putita! —repuso Maliszewski, cuyos ojos estaban inflamados por la ira—. No eres más que eso: una vulgar puta, ¿me entiendes? Tengo una hija mayor que tú, ¡cochina! —terminó, con palabra atropellada, y como sofocado.
—¡Fuera de aquí! —dijo el muchacho con mirada implorante—. Les pido que se vayan de aquí. Nada les hemos hecho. ¡Se los pido!
—¿A quién le estás pidiendo, Janek? —dijo la muchacha—. ¿A este viejo estúpido?
—¡Ciérrale el hocico a tu muchacha! —dijo Heniek violentamente—. O me encargaré yo de cerrárselo. Y deja de una vez de hacer el payaso. Te lo digo: ciérrale el hocico.
—¡Hocico lo será el suyo! —dijo la muchacha, mirándolo con desprecio, aunque a punto de perder el control de los nervios—. ¡Cerdo! —exclamó, tratando de reír con una risa sarcástica.
Pero se echó a llorar
—¡Eh, tú! —dijo Heniek—. Fíjate a quién estás insultando. Vienes a putear y aún te das esas ínfulas.
El muchacho lo empujó, y lo golpeó en la cara una y otra vez. Sucedió todo tan rápidamente, que a Heniek sólo le dio tiempo de cerrar los ojos. Pero un momento después, tenía agarrado al muchacho por el pelo; le aplastó la cara contra su rodilla, le dio un puñetazo en la boca y lo arrojó a la yerba.
—¿Tienes suficiente, brillante joven? —preguntó—. Si no, puedo aún darte otra ración. Y a precios reducidos, también. Hay aquí un magnífico cementerio.
A continuación, soltó una retahíla de expresiones canallescas. Cerró los ojos, pero seguía viendo las largas piernas de la muchacha.
—Ven, Janek —dijo entonces la joven.
Limpió la sangre del rostro del muchacho.
—Ya ajustaremos cuentas —amenazó a los del grupo, y cuando estos habían dado ya unos pasos, les gritó histéricamente—: Ustedes no son hombres, sino piltrafas de hombres.
Regresaron a sus casas, caminando entre los huertos.
—Hace bochorno, posiblemente va a llover —dijo Heniek, que añadió, con un suspiro—: Esa muchacha era realmente bonita. ¿Por qué le dijiste que era una puta? No la conoces. ¿Cómo pudiste decírselo?
—¡Pero si no fui yo quien se lo dijo! —replicó Maliszewski—. Fuiste tú.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Estás diciendo estupideces. Yo ni la conocía.
—Yo sí la conozco —dijo Maliszewski—. No es ésta la primera vez que los veo. Están muy enamorados.
—¿Y ahora qué sucederá? —preguntó el señor Gienek.
—No sé qué irá a suceder. Lo que sé es que no van a seguir juntos. Y sé que hoy se acostaron por primera vez.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Gienek, con indiferencia.
—Oí cuando él se lo pedía. Estaba asustado y ella también. Los oí hablar. Tenían miedo de que les fuera a resultar un hijo, según decían. Pero yo creo que estaban mucho más espantados el uno del otro.
—Todos se asustan la primera vez —dijo Maliszewski—. Pero, ¿por qué golpeaste al muchacho?
—Tú lo quisiste.
—Yo no sabía que las cosas iban a resultar de esta manera. El le hablaba a su enamorada de un modo tan gracioso...
—¿Cómo?
—No me acuerdo.
—Se está nublando el cielo —dijo el señor Gienek.
—Eso fue lo que le dijo... Algo sobre nubes —dijo Maliszewski—. Un poema. ¡Ya lo creo que están enamorados!
—No les van a quedar ganas de volver a hacer el amor —dijo el señor Gienek—. Con lo que hoy han tenido les bastará para siempre. Después de lo ocurrido, no serán capaces de mirarse a los ojos. Está muy mal que haya resultado así.
—¡Ya sé! —dijo Maliszewski—. Ahora recuerdo. El le dijo algo así cuando le pidió... Bueno, ya saben lo que le pidió... Dijo que sería como el primer paso en las nubes. Eso fue lo qué le dijo, sólo que con rima. Y todo lo que ella respondió fue: "Tengo miedo", y comenzó a llorar.
—Tal vez tenía miedo del dolor.
—No lo creo —dijo Maliszewski—. No creo que tuviera miedo del dolor. Eso viene después. La vida, otras gentes, los chismes... Pero la primera vez realmente es como andar entre nubes. La gente enamorada no puede ver nada.
—¿También nosotros? —preguntó Heniek.
—Ya no van a interesarse el uno por el otro —dijo el señor Gienek—. Yo sé que si a mí me hubiese sucedido algo así, la muchacha habría dejado de importarme.
De pronto se sintió triste; el tedio se volvió a apoderar de su ánimo. Habían abandonado el jardín y caminaban por la calle.
—No —dijo Heniek—; ya no seguirán enamorados. Una cosa parecida me pasó a mí una vez. Y después no pude volver a amar a la muchacha.
—Una vez u otra, nos ha sucedido a todos —concedió Maliszewski—. Pero, ¿por qué le pegaste en la quijada?
—El me golpeó primero —respondió Heniek—. ¿Vamos ahora a tomar esa cerveza?
—Vamos. Apuesto a que esa muchacha no vuelve por acá.
—Quién sabe... —dijo Gienek—. ¿Y por qué la insultaste de esa manera?
—Alguien insultó una vez a mi chica —dijo Maliszewski—. Y les juro que hasta ahora no sé por qué.
—¿Y después de eso te enamoraste?
—No —dijo Maliszewski. Se mantuvo silencioso durante un rato, luego exclamó con repentina cólera—: ¡Déjenme solo, maldita sea! No creo en el amor. Ni siquiera confío en mi mujer. No confío en nadie.
—Un asunto estúpido... —dijo Heniek—. Hay nubes —agregó, luego de contemplar el cielo—. ¿Y qué fue lo que él dijo?
—Creo que algo sobre un paso en la lluvia o una cosa por el estilo —dijo Maliszewski con voz fatigada—. Vamos a tomar esa cerveza... Algo sobre la lluvia o sobre la tormenta... No me acuerdo. No me acuerdo de nada. No quiero acordarme de nada. Si no me hubiera acordado, no hubiera ocurrido esta trifulca.
—Va a llover mañana —dijo Heniek.
—Siempre llueve en domingo —añadió el señor Gienek, y frunció el entrecejo.
El señor Gienek pensó una vez más en su mujer detestable, en el muchacho, en el día siguiente, en la hermosa joven y sus largas piernas bronceadas por el sol, su pecho, su boca roja y fresca, sus anchos hombros dorados, sus verdes ojos llenos de temor, y murmuró otra vez, pues tenía que decir algo:
—Siempre llueve los domingos.
en El primer paso en las nubes, 1956
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