No tenemos en absoluto el hábito de atender a las manifestaciones del “pensamiento” profano. Tampoco habríamos ciertamente leído el último libro de Henri Bergson: Les deux sources de la morale et de la religion, y todavía menos habríamos pensado en hablar de él, si no se nos hubiese señalado que ahí se trataba de diversas cosas que, normalmente, no entran en el ámbito de un filósofo. En efecto, el autor trata de “religión”, de “misticismo”, incluso de “magia”; y debemos decir enseguida que no hay una sola de esas cosas para la cual nos sea posible aceptar la idea que de ellas se hace; por lo demás, es costumbre habitual de los filósofos el desviar así las palabras de su sentido para hacerlas concordar con sus concepciones particulares.
Ante todo, por lo que concierne a la religión [1], los orígenes de la tesis sostenida por Bergson nada tienen de misterioso y en el fondo son incluso bastante simples; es bastante sorprendente que los que han hablado de su libro no parezcan haberse percatado de ello. Se sabe que a este respecto todas las teorías modernas tienen por característica común [2], el buscar reducir la religión a algo puramente humano, lo que equivale a negarla, consciente o inconscientemente, puesto que significa el rechazo a tener en cuenta lo que constituye su esencia, y que es precisamente un elemento “no-humano”. Estas teorías, en su conjunto, pueden reducirse a dos tipos: el uno «psicológico», que pretende explicar la religión por medio de la naturaleza del individuo humano, y el otro «sociológico», que quiere ver en la religión un hecho de orden exclusivamente social, el producto de una especie de «conciencia colectiva» que dominaría a los individuos y se impondría a ellos. La originalidad de Bergson reside en su propósito de combinar ambos tipos de explicación: en lugar de considerarlos como más o menos excluyentes mutuamente, como suelen hacer sus partidarios respectivos, los acepta de manera simultánea, si bien los refiere a cosas diferentes que designa con la misma palabra «religión». En realidad, las «dos fuentes» que, según él, posee la religión no son, pues, más que esto. Para él existen por lo tanto dos tipos de religión, uno estático y el otro dinámico, denominándolos también, de una forma un tanto extraña, como religión cerrada y religión abierta; la primera es de naturaleza social y la segunda de naturaleza psicológica y, naturalmente, sus preferencias se inclinan hacia esta última, que es la que considera como la forma superior de religión; decimos “naturalmente” porque resulta perfectamente evidente que, en una «filosofía del devenir» como la suya, no podía menos que ocurrir esto. En efecto, tal filosofía no admite ningún principio inmutable, cosa que equivale a la negación misma de toda metafísica; situando toda realidad en el cambio, considera que, sea en las doctrinas, sea en sus formas exteriores, lo que no cambia no responde a nada real e incluso impide que el hombre comprenda lo real tal como ella lo concibe. Puede objetarse: pero con la negación de los “principios inmutables” y de las “verdades eternas” se debe lógicamente despojar de todo valor, no sólo a la metafísica, sino también a la religión; y es precisamente esto lo que ocurre efectivamente pues la religión, en el verdadero sentido de la palabra, es precisamente aquella que Bergson denomina «religión estática» y en la que no pretende ver más que una «fabulación» completamente imaginaria. Y, en cuanto a su «religión dinámica», en realidad no se trata ya de una religión.
Esta supuesta «religión dinámica», no posee incluso verdaderamente ninguno de los elementos característicos integrantes de la definición misma de religión: no hay dogmas, por ser estos inmutables y, como dice Bergson, «fijados»; nada de ritos tampoco, entiéndase bien, por la misma razón y también a causa de su carácter social; unos y otros deben ser abandonados a la «religión estática»; en cuanto se refiere a la moral, Bergson ha empezado por marginarla, como si de algo extraño a la religión, tal como él la entiende, se tratase. Entonces, ya no queda nada, o al menos, sólo queda una vaga «religiosidad», una especie de confusa aspiración hacia un «ideal» indeterminado y que en definitiva está bastante cerca del de los modernistas y protestantes liberales. Es esta «religiosidad» la que Bergson considera como una religión superior, con la convicción de así «sublimar» la religión, cuando en realidad se ha limitado a vaciarla de todo su contenido, dado que evidentemente nada hay en éste compatible con sus concepciones; por lo demás, tal es sin duda el mejor resultado que se puede deducir de una teoría psicológica, puesto que nunca se ha dado el caso de que una teoría de este tipo haya sido capaz de llegar más lejos que el «sentimiento religioso» que, repitámoslo una vez más, no es la religión.
La «religión dinámica», a los ojos de Bergson, encuentra su más alta expresión en el «misticismo», considerado además en su peor aspecto, ya que sólo lo exalta por lo que tiene de «individual», es decir, de vago, de inconsistente y, hasta cierto punto, de «anárquico» [3]; lo que le complace de los místicos -digámoslo claramente- es su tendencia a la «divagación»... En cuanto a lo que integra la base del misticismo, es decir, quiérase o no, su pertenencia a una «religión estática», a Bergson le parece manifiestamente desdeñable; se siente por otra parte que haya ahí algo que le molesta, pues sus explicaciones sobre este punto son muy apuradas. Lo que puede parecer curioso por parte de un “no-cristiano”, es que para él, el “misticismo completo” es el de los místicos cristianos; a decir verdad, olvida un poco demasiado que éstos, antes de ser místicos, son cristianos; o, al menos, para justificarlos por ser cristianos, presenta indebidamente el misticismo en el origen mismo del Cristianismo; y para establecer al respecto una especie de continuidad entre éste y el Judaísmo, llega a transformar en “místicos” a los profetas hebreos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, no tiene la menor idea... Ahora bien, si el misticismo cristiano, por deformada que sea la idea que de él se hace, es por tanto para Bergson el prototipo mismo del misticismo, la razón de ello es fácilmente comprensible: y es que, efectivamente, no hay otro misticismo, fuera del cristiano y, quizás, el misticismo propiamente dicho en el fondo es algo específicamente cristiano. Pero esto se le escapa también a Bergson, que se esfuerza por descubrir, “anteriormente al Cristianismo, “esbozos del misticismo futuro”, mientras que se trata de cosas completamente diferentes; especialmente sobre la India, ¡hay algunas páginas que demuestran una incomprehensión inaudita! Están también los misterios griegos, y aquí la incursión se reduce a un pésimo juego de palabras; por lo demás, Bergson está constreñido a confesar que “la mayor parte de los misterios no tenía nada de místico”; pero entonces, ¿Por qué habla de ellos con este vocablo? Acerca de lo que fueron tales misterios, él se hace la idea más “profana” posible; ignorando todo lo que se refiere a la antigua iniciación, ¿cómo habría podido comprender que hubo ahí, tanto como en la India, algo que originariamente no era de ningún modo de orden religioso y que a continuación iba incomparablemente más lejos que su “misticismo” y que el mismo misticismo auténtico? Pero también, por otra parte, ¿cómo un filósofo podría comprender que debería, como el común de los mortales, abstenerse de hablar de lo que no conoce? [4]
Si volvemos a la «religión estática», vemos cómo Bergson, acepta con plena confianza todos los bulos que la famosa «escuela sociológica», hace circular sobre sus presuntos orígenes, inclusive los menos dignos de crédito: «magia», «totemismo» «tabú», «mana», «culto de los animales», «culto de los espíritus», «mentalidad primitiva» -en suma, nada falta de los términos de la jerga habitual, si se nos permite hablar así-... Lo que podría pertenecerle quizás propiamente, es la parte que atribuye en todo esto a una supuesta «función fabuladora» que se nos antoja mucho más «fabuladora» en verdad que lo que en un principio debería explicar; no obstante, es preciso imaginarse una teoría cualquiera que nos permita negar en bloque todo fundamento real a cuanto se ha convenido en denominar «supersticiones». Un filósofo «civilizado» y, lo que es más, «del siglo XX», considera, evidentemente, ¡que cualquier otra actitud sería indigna de él!
Nos detendremos sólo sobre un punto, el que concierne a la «magia»; ésta es una gran solución para muchos teóricos que no saben verdaderamente muy bien lo que es pero que no por ello cejan en sus esfuerzos por convertirla en origen de la religión y de la ciencia. Ésta no es precisamente la posición de Bergson: buscando en la magia un “origen psicológico”, hace de ella la “exteriorización de un deseo del que está pleno el corazón” y pretende que “si se reconstituye, por un esfuerzo de introspección, la reacción natural del hombre a su percepción de las cosas, se encuentra que magia y religión se atienen a eso, y que no hay nada en común entre la magia y la ciencia”. Es cierto que posteriormente muestra algunas oscilaciones: si nos colocamos en cierto punto de vista “la magia forma evidentemente parte de la religión”; pero, desde otro punto de vista, “la religión se opone a la magia”; lo que es más claro, es la afirmación de que “la magia es lo inverso de la ciencia”, y que, “muy lejos de preparar la venida de la ciencia, como se ha pretendido, ha sido el mayor obstáculo contra el cual el saber metódico tuvo que luchar”. Todo esto es exactamente lo contrario de la verdad: como hemos explicado muy frecuentemente, la magia no tiene absolutamente nada que ver con la religión, y es, no el origen de todas las ciencias, sino sencillamente una ciencia particular entre otras y, más precisamente, una ciencia experimental; sin embargo, Bergson está plenamente convencido sin duda de que no podrían existir más ciencias que las enumeradas por las «clasificaciones» modernas... Al hablar de las «operaciones mágicas» con la seguridad propia de aquel que nunca las ha presenciado, escribe esta frase asombrosa: «Si la inteligencia primitiva hubiese empezado aquí por concebir unos principios, muy pronto se habría rendido a la experiencia, lo que le hubiese demostrado su falsedad.» Admiramos la intrepidez con la que este filósofo, encerrado en su gabinete, ¡niega a priori todo lo que no entra en el cuadro general de sus teorías! ¿Cómo puede creer a los hombres lo bastante estúpidos como para haber repetido indefinidamente, incluso sin «principios», unas «operaciones» que nunca llegarían a tener éxito? ¿Y qué diría si, por el contrario, ocurriese que «la experiencia demostrase la falsedad» de sus propias afirmaciones? Es evidente que ni siquiera se imagina que tal cosa sea posible: tan grande es la fuerza que en él y en sus semejantes tienen las ideas preconcebidas, que no dudan ni un instante que el mundo esté estrictamente limitado a lo que entra en sus concepciones.
Ahora bien, ocurre algo particularmente notable: la magia se venga cruelmente de las negaciones del Sr. Bergson; al reaparecer en nuestros días en su forma más baja y rudimentaria, bajo la máscara de «ciencia psíquica», consigue que él la acepte sin reconocerla, y no sólo como algo real, sino también como un factor llamado a ¡desempeñar un papel de capital importancia para el futuro de su «religión dinámica»! No exageramos en absoluto: él habla de “supervivencia” propiamente como un vulgar espiritista y cree en una «profundización experimental» que debería permitir «concluir con la posibilidad e incluso la probabilidad de una supervivencia del alma», aunque no se pueda decir si es «por cierto tiempo o para siempre»... Sin embargo, esta enojosa restricción no le impide proclamar con un tono perfectamente ditirámbico: «No haría falta más para convertir en realidad viviente y operante una creencia en el más allá que parece poderse encontrar en la mayoría de los hombres pero que casi siempre suele ser verbal, abstracta e ineficaz... En verdad, si estuviésemos seguros, absolutamente seguros de sobrevivir, no podríamos pensar en nada más». La magia antigua era más “científica” y no albergaba semejantes pretensiones; para que algunos de sus fenómenos más elementales den lugar a estas interpretaciones, ha sido preciso esperar hasta la invención del espiritismo, al cual solamente la desviación del espíritu moderno podía dar nacimiento; y en realidad es precisamente la teoría espiritista, pura y simplemente, la que Bergson, como antes que él William James, acepta así con una “alegría” que “hace palidecer cualquier placer”... lo que nos sirve para hacernos una idea sobre el grado de discernimiento del que es capaz: ¡en materia de “superstición”, no se podría encontrar nada mejor! Y es así como termina su libro; ¡no se podría ciertamente tener una mejor prueba de la nulidad de toda esta filosofía!
Notas
[1] Dejamos de lado lo que se relaciona con la moral, que no nos interesa aquí; naturalmente, la explicación propuesta a este respecto es paralela a la de la religión.
[2] Hay que señalar que Bergson parece incluso evitar el empleo de la palabra “verdad”, y que la sustituye casi siempre por la de “realidad”.
[3] Es sorprendente que Bergson no cite, como uno de los especímenes más logrados de su “religión dinámica”, las enseñanzas de Krishnamurti; sería sin embargo difícil encontrar algo que responda más exactamente a lo que él entiende por tal.
[4] Alfred Loisy ha querido responder a Bergson y sostener contra él que no hay más que una «fuente» de la moral y de la religión; en su calidad de especialista de la »historia de las religiones», él prefiere las teorías de Frazer a las de Durkheim, y también la idea de una «evolución continua» a la de una «evolución» por mutaciones bruscas; a nuestros ojos, todo eso vale exactamente lo mismo; pero hay al menos un punto sobre el cual debemos darle la razón, y lo debe sin duda a su educación eclesiástica: gracias a ésta, conoce mejor a los místicos que Bergson, y señala que nunca han tenido la menor sospecha de algo que se asemeje al “élan vital”; evidentemente, Bergson ha querido hacer “bergsonianos” avant la lettre, lo que apenas es conforme a la simple verdad histórica; y Loisy se sorprende justamente también al ver a Juana de Arco entre las filas de los místicos. –Señalemos, pues es bueno tomar nota de ello, que su libro se abre con una muy divertida confesión: “El autor del presente opúsculo, declara él, no conoce inclinación particular por las cuestiones de orden puramente especulativo.” He aquí al menos una franqueza más que loable; y, puesto que él mismo lo dice, y de manera espontánea, ¡creemos en su palabra de buena gana!
Ante todo, por lo que concierne a la religión [1], los orígenes de la tesis sostenida por Bergson nada tienen de misterioso y en el fondo son incluso bastante simples; es bastante sorprendente que los que han hablado de su libro no parezcan haberse percatado de ello. Se sabe que a este respecto todas las teorías modernas tienen por característica común [2], el buscar reducir la religión a algo puramente humano, lo que equivale a negarla, consciente o inconscientemente, puesto que significa el rechazo a tener en cuenta lo que constituye su esencia, y que es precisamente un elemento “no-humano”. Estas teorías, en su conjunto, pueden reducirse a dos tipos: el uno «psicológico», que pretende explicar la religión por medio de la naturaleza del individuo humano, y el otro «sociológico», que quiere ver en la religión un hecho de orden exclusivamente social, el producto de una especie de «conciencia colectiva» que dominaría a los individuos y se impondría a ellos. La originalidad de Bergson reside en su propósito de combinar ambos tipos de explicación: en lugar de considerarlos como más o menos excluyentes mutuamente, como suelen hacer sus partidarios respectivos, los acepta de manera simultánea, si bien los refiere a cosas diferentes que designa con la misma palabra «religión». En realidad, las «dos fuentes» que, según él, posee la religión no son, pues, más que esto. Para él existen por lo tanto dos tipos de religión, uno estático y el otro dinámico, denominándolos también, de una forma un tanto extraña, como religión cerrada y religión abierta; la primera es de naturaleza social y la segunda de naturaleza psicológica y, naturalmente, sus preferencias se inclinan hacia esta última, que es la que considera como la forma superior de religión; decimos “naturalmente” porque resulta perfectamente evidente que, en una «filosofía del devenir» como la suya, no podía menos que ocurrir esto. En efecto, tal filosofía no admite ningún principio inmutable, cosa que equivale a la negación misma de toda metafísica; situando toda realidad en el cambio, considera que, sea en las doctrinas, sea en sus formas exteriores, lo que no cambia no responde a nada real e incluso impide que el hombre comprenda lo real tal como ella lo concibe. Puede objetarse: pero con la negación de los “principios inmutables” y de las “verdades eternas” se debe lógicamente despojar de todo valor, no sólo a la metafísica, sino también a la religión; y es precisamente esto lo que ocurre efectivamente pues la religión, en el verdadero sentido de la palabra, es precisamente aquella que Bergson denomina «religión estática» y en la que no pretende ver más que una «fabulación» completamente imaginaria. Y, en cuanto a su «religión dinámica», en realidad no se trata ya de una religión.
Esta supuesta «religión dinámica», no posee incluso verdaderamente ninguno de los elementos característicos integrantes de la definición misma de religión: no hay dogmas, por ser estos inmutables y, como dice Bergson, «fijados»; nada de ritos tampoco, entiéndase bien, por la misma razón y también a causa de su carácter social; unos y otros deben ser abandonados a la «religión estática»; en cuanto se refiere a la moral, Bergson ha empezado por marginarla, como si de algo extraño a la religión, tal como él la entiende, se tratase. Entonces, ya no queda nada, o al menos, sólo queda una vaga «religiosidad», una especie de confusa aspiración hacia un «ideal» indeterminado y que en definitiva está bastante cerca del de los modernistas y protestantes liberales. Es esta «religiosidad» la que Bergson considera como una religión superior, con la convicción de así «sublimar» la religión, cuando en realidad se ha limitado a vaciarla de todo su contenido, dado que evidentemente nada hay en éste compatible con sus concepciones; por lo demás, tal es sin duda el mejor resultado que se puede deducir de una teoría psicológica, puesto que nunca se ha dado el caso de que una teoría de este tipo haya sido capaz de llegar más lejos que el «sentimiento religioso» que, repitámoslo una vez más, no es la religión.
La «religión dinámica», a los ojos de Bergson, encuentra su más alta expresión en el «misticismo», considerado además en su peor aspecto, ya que sólo lo exalta por lo que tiene de «individual», es decir, de vago, de inconsistente y, hasta cierto punto, de «anárquico» [3]; lo que le complace de los místicos -digámoslo claramente- es su tendencia a la «divagación»... En cuanto a lo que integra la base del misticismo, es decir, quiérase o no, su pertenencia a una «religión estática», a Bergson le parece manifiestamente desdeñable; se siente por otra parte que haya ahí algo que le molesta, pues sus explicaciones sobre este punto son muy apuradas. Lo que puede parecer curioso por parte de un “no-cristiano”, es que para él, el “misticismo completo” es el de los místicos cristianos; a decir verdad, olvida un poco demasiado que éstos, antes de ser místicos, son cristianos; o, al menos, para justificarlos por ser cristianos, presenta indebidamente el misticismo en el origen mismo del Cristianismo; y para establecer al respecto una especie de continuidad entre éste y el Judaísmo, llega a transformar en “místicos” a los profetas hebreos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, no tiene la menor idea... Ahora bien, si el misticismo cristiano, por deformada que sea la idea que de él se hace, es por tanto para Bergson el prototipo mismo del misticismo, la razón de ello es fácilmente comprensible: y es que, efectivamente, no hay otro misticismo, fuera del cristiano y, quizás, el misticismo propiamente dicho en el fondo es algo específicamente cristiano. Pero esto se le escapa también a Bergson, que se esfuerza por descubrir, “anteriormente al Cristianismo, “esbozos del misticismo futuro”, mientras que se trata de cosas completamente diferentes; especialmente sobre la India, ¡hay algunas páginas que demuestran una incomprehensión inaudita! Están también los misterios griegos, y aquí la incursión se reduce a un pésimo juego de palabras; por lo demás, Bergson está constreñido a confesar que “la mayor parte de los misterios no tenía nada de místico”; pero entonces, ¿Por qué habla de ellos con este vocablo? Acerca de lo que fueron tales misterios, él se hace la idea más “profana” posible; ignorando todo lo que se refiere a la antigua iniciación, ¿cómo habría podido comprender que hubo ahí, tanto como en la India, algo que originariamente no era de ningún modo de orden religioso y que a continuación iba incomparablemente más lejos que su “misticismo” y que el mismo misticismo auténtico? Pero también, por otra parte, ¿cómo un filósofo podría comprender que debería, como el común de los mortales, abstenerse de hablar de lo que no conoce? [4]
Si volvemos a la «religión estática», vemos cómo Bergson, acepta con plena confianza todos los bulos que la famosa «escuela sociológica», hace circular sobre sus presuntos orígenes, inclusive los menos dignos de crédito: «magia», «totemismo» «tabú», «mana», «culto de los animales», «culto de los espíritus», «mentalidad primitiva» -en suma, nada falta de los términos de la jerga habitual, si se nos permite hablar así-... Lo que podría pertenecerle quizás propiamente, es la parte que atribuye en todo esto a una supuesta «función fabuladora» que se nos antoja mucho más «fabuladora» en verdad que lo que en un principio debería explicar; no obstante, es preciso imaginarse una teoría cualquiera que nos permita negar en bloque todo fundamento real a cuanto se ha convenido en denominar «supersticiones». Un filósofo «civilizado» y, lo que es más, «del siglo XX», considera, evidentemente, ¡que cualquier otra actitud sería indigna de él!
Nos detendremos sólo sobre un punto, el que concierne a la «magia»; ésta es una gran solución para muchos teóricos que no saben verdaderamente muy bien lo que es pero que no por ello cejan en sus esfuerzos por convertirla en origen de la religión y de la ciencia. Ésta no es precisamente la posición de Bergson: buscando en la magia un “origen psicológico”, hace de ella la “exteriorización de un deseo del que está pleno el corazón” y pretende que “si se reconstituye, por un esfuerzo de introspección, la reacción natural del hombre a su percepción de las cosas, se encuentra que magia y religión se atienen a eso, y que no hay nada en común entre la magia y la ciencia”. Es cierto que posteriormente muestra algunas oscilaciones: si nos colocamos en cierto punto de vista “la magia forma evidentemente parte de la religión”; pero, desde otro punto de vista, “la religión se opone a la magia”; lo que es más claro, es la afirmación de que “la magia es lo inverso de la ciencia”, y que, “muy lejos de preparar la venida de la ciencia, como se ha pretendido, ha sido el mayor obstáculo contra el cual el saber metódico tuvo que luchar”. Todo esto es exactamente lo contrario de la verdad: como hemos explicado muy frecuentemente, la magia no tiene absolutamente nada que ver con la religión, y es, no el origen de todas las ciencias, sino sencillamente una ciencia particular entre otras y, más precisamente, una ciencia experimental; sin embargo, Bergson está plenamente convencido sin duda de que no podrían existir más ciencias que las enumeradas por las «clasificaciones» modernas... Al hablar de las «operaciones mágicas» con la seguridad propia de aquel que nunca las ha presenciado, escribe esta frase asombrosa: «Si la inteligencia primitiva hubiese empezado aquí por concebir unos principios, muy pronto se habría rendido a la experiencia, lo que le hubiese demostrado su falsedad.» Admiramos la intrepidez con la que este filósofo, encerrado en su gabinete, ¡niega a priori todo lo que no entra en el cuadro general de sus teorías! ¿Cómo puede creer a los hombres lo bastante estúpidos como para haber repetido indefinidamente, incluso sin «principios», unas «operaciones» que nunca llegarían a tener éxito? ¿Y qué diría si, por el contrario, ocurriese que «la experiencia demostrase la falsedad» de sus propias afirmaciones? Es evidente que ni siquiera se imagina que tal cosa sea posible: tan grande es la fuerza que en él y en sus semejantes tienen las ideas preconcebidas, que no dudan ni un instante que el mundo esté estrictamente limitado a lo que entra en sus concepciones.
Ahora bien, ocurre algo particularmente notable: la magia se venga cruelmente de las negaciones del Sr. Bergson; al reaparecer en nuestros días en su forma más baja y rudimentaria, bajo la máscara de «ciencia psíquica», consigue que él la acepte sin reconocerla, y no sólo como algo real, sino también como un factor llamado a ¡desempeñar un papel de capital importancia para el futuro de su «religión dinámica»! No exageramos en absoluto: él habla de “supervivencia” propiamente como un vulgar espiritista y cree en una «profundización experimental» que debería permitir «concluir con la posibilidad e incluso la probabilidad de una supervivencia del alma», aunque no se pueda decir si es «por cierto tiempo o para siempre»... Sin embargo, esta enojosa restricción no le impide proclamar con un tono perfectamente ditirámbico: «No haría falta más para convertir en realidad viviente y operante una creencia en el más allá que parece poderse encontrar en la mayoría de los hombres pero que casi siempre suele ser verbal, abstracta e ineficaz... En verdad, si estuviésemos seguros, absolutamente seguros de sobrevivir, no podríamos pensar en nada más». La magia antigua era más “científica” y no albergaba semejantes pretensiones; para que algunos de sus fenómenos más elementales den lugar a estas interpretaciones, ha sido preciso esperar hasta la invención del espiritismo, al cual solamente la desviación del espíritu moderno podía dar nacimiento; y en realidad es precisamente la teoría espiritista, pura y simplemente, la que Bergson, como antes que él William James, acepta así con una “alegría” que “hace palidecer cualquier placer”... lo que nos sirve para hacernos una idea sobre el grado de discernimiento del que es capaz: ¡en materia de “superstición”, no se podría encontrar nada mejor! Y es así como termina su libro; ¡no se podría ciertamente tener una mejor prueba de la nulidad de toda esta filosofía!
Notas
[1] Dejamos de lado lo que se relaciona con la moral, que no nos interesa aquí; naturalmente, la explicación propuesta a este respecto es paralela a la de la religión.
[2] Hay que señalar que Bergson parece incluso evitar el empleo de la palabra “verdad”, y que la sustituye casi siempre por la de “realidad”.
[3] Es sorprendente que Bergson no cite, como uno de los especímenes más logrados de su “religión dinámica”, las enseñanzas de Krishnamurti; sería sin embargo difícil encontrar algo que responda más exactamente a lo que él entiende por tal.
[4] Alfred Loisy ha querido responder a Bergson y sostener contra él que no hay más que una «fuente» de la moral y de la religión; en su calidad de especialista de la »historia de las religiones», él prefiere las teorías de Frazer a las de Durkheim, y también la idea de una «evolución continua» a la de una «evolución» por mutaciones bruscas; a nuestros ojos, todo eso vale exactamente lo mismo; pero hay al menos un punto sobre el cual debemos darle la razón, y lo debe sin duda a su educación eclesiástica: gracias a ésta, conoce mejor a los místicos que Bergson, y señala que nunca han tenido la menor sospecha de algo que se asemeje al “élan vital”; evidentemente, Bergson ha querido hacer “bergsonianos” avant la lettre, lo que apenas es conforme a la simple verdad histórica; y Loisy se sorprende justamente también al ver a Juana de Arco entre las filas de los místicos. –Señalemos, pues es bueno tomar nota de ello, que su libro se abre con una muy divertida confesión: “El autor del presente opúsculo, declara él, no conoce inclinación particular por las cuestiones de orden puramente especulativo.” He aquí al menos una franqueza más que loable; y, puesto que él mismo lo dice, y de manera espontánea, ¡creemos en su palabra de buena gana!
en Articles et comptes rendus. Le voile d'Isis 1925-1950, 2002
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