martes, junio 30, 2009

“Relato del Papa Inocencio III”, de Marcel Schwob







Lejos del incienso y de las casullas, puedo muy fácilmente hablarle a Dios en esta cámara desdorada de mi palacio. Aquí es donde vengo a pensar en mi vejez, sin que me sostengan bajo los brazos. Durante la misa se eleva mi corazón y mi cuerpo se enerva; el cintilar del vino sagrado llena mis ojos, y mi pensamiento se lubrica con los aceites preciosos; pero en este lugar solitario de mi basílica, puedo inclinarme bajo mi fatiga terrestre. Ecce homo! Porque de ningún modo el Señor debe escuchar verdaderamente la voz de sus sacerdotes a través de la pompa de los mandamientos y de las bulas; y sin duda ni la púrpura, ni las joyas, ni las pinturas le agradan; pero en esta pequeña celda acaso tenga piedad de mi imperfecto balbuceo. Señor, soy muy viejo, y heme aquí, vestido de blanco ante ti, y mi nombre es Inocencio, y tú sabes que no sé nada. Perdóname mi papado, porque fue instituido, y yo lo sufrí. No fui yo el que ordenó los honores. Me agrada más ver tu Sol por esta ventana redonda que en los reflejos magníficos de mis vidrieras de colores. Déjame gemir como cualquier viejo y volver hacia ti este rostro pálido y arrugado que levanto penosamente por encima de las olas de la noche eterna. Los anillos se deslizan por mis dedos enflaquecidos, como se escapan los últimos días de mi vida.

¡Dios mío! soy tu vicario aquí, y hacia ti tiendo mi mano extenuada, llena del vino puro de tu fe. Hay grandes crímenes. Hay muy grandes crímenes. Podemos darles la absolución. Hay grandes herejías. Hay muy grandes herejías. Debemos castigarlas implacablemente. A esta hora en que me arrodillo, blanco, en esta blanca celda desdorada, sufro una inmensa angustia, Señor, no sabiendo si los crímenes y las herejías son del pomposo dominio de mi papado o del pequeño círculo de luz en el cual un hombre viejo une sencillamente sus manos. Y también, me encuentro turbado en lo que se refiere a tu sepulcro. Siempre está rodeado de infieles. No se ha sabido recobrarlo. Nadie ha dirigido tu cruz hacia la Tierra Santa; estamos sumergidos en el entorpecimiento. Los caballeros han depuesto sus armas y los reyes no saben ya mandar. Y yo, Señor, me acuso y golpeo mi pecho: soy demasiado débil y demasiado viejo.

Sin embargo, Señor, escucha este balbuceo trémulo que asciende fuera de esta pequeña celda de mi basílica y aconséjame. Mis servidores me trajeron extrañas nuevas desde el país de Flandes y de Alemania hasta las ciudades de Marsella y Génova. Van a nacer sectas ignoradas. Se han visto correr por las ciudades mujeres desnudas que no hablan. Estas mudas impúdicas señalan el cielo. Varios locos han predicado la ruina en las plazas. Los ermitaños y los clérigos errantes murmuran. Y no sé por qué sortilegio más de siete mil niños fueron sacados de sus casas. Son siete mil en el camino y llevan la cruz y el bordón. No tienen nada que comer; no tienen armas ningunas; son ineptos y nos avergüenzan. Son ignorantes de toda verdadera religión. Mis servidores los han interrogado. Responden que van a Jerusalén para conquistar la Tierra Santa. Mis servidores les dijeron que no podrían atravesar el mar. Respondieron que el mar se separaría y se desecaría para dejarlos pasar. Los buenos padres, piadosos y sabios, se esforzaron por retenerlos. Rompieron durante la noche los cerrojos y franquearon las murallas. Es lamentable. Señor, todos estos inocentes serán entregados al naufragio y a los adoradores de Mahoma. Veo que el soldán de Bagdad los acecha en su palacio. Tiemblo al pensar que los marineros se apoderen de sus cuerpos para venderlos.

Señor, permíteme que te hable según las fórmulas de la religión. Esta cruzada de los niños no es una obra piadosa. No podrá conquistar el Sepulcro para los cristianos. Aumenta el número de los vagabundos que caminan en el límite de la fe autorizada. Nuestros sacerdotes no pueden protegerla. Debemos creer que el Maligno posee a estas pobres criaturas. Van en rebaño hacia el precipicio como los cerdos en la montaña. El Maligno se apodera gustoso de los niños, Señor, como lo sabes. En otro tiempo, revistió el aspecto de un cazador de ratas para atraer con las notas de la música de su caramillo a los pequeñuelos de la ciudad de Hamelin. Unos dicen que estos infortunados se ahogaron en el río Waser; otros, que los encerró en el flanco de una montaña. Temo que Satán conduzca a todos nuestros niños a los suplicios de los que no tienen nuestra fe. Señor, sabes que no es bueno que se renueve la creencia. Tan pronto como apareció en la zarza ardiente, la hiciste encerrar en un tabernáculo. Y cuando se escapó de tus labios en el Gólgota, ordenaste que fuese encerrada en las píxides y las custodias. Estos pequeños profetas derrumbarán el edificio de tu Iglesia. Es necesario defenderla. ¿Es con menosprecio de tus consagrados, cómo usarán en tu servicio sus albas y sus estolas, cómo resistirán duramente a las tentaciones para vengarte, cómo recibirás a los que no saben lo que hacen? Debemos dejar que vayan hacia ti los pequeñuelos, pero por el camino de tu fe. Señor, te hablo según tus instituciones. Estos niños perecerán. No hagas que bajo Inocencio se renueve el asesinato de los inocentes.

Perdóname sin embargo, Dios mío, por haberte pedido consejo bajo la Tierra. Se apodera de mí el temblor de la vejez. Mira mis pobres manos. Soy un hombre viejo. Mi fe no es ya la de los pequeñuelos. El oro de las paredes de esta celda está gastado por el tiempo. Son blancas. El círculo de tu Sol es blanco. Mi traje es blanco también, y mi corazón desecado es puro. Lo digo según tu regla. Hay crímenes. Hay muy grandes crímenes. Hay muy grandes herejías. Mi cabeza está vacilante de debilidad: tal vez no sea necesario ni castigar ni absolver. La vida pasada hace titubear nuestras resoluciones. No he visto ningún milagro. Ilumíname. ¿Esto es un milagro? ¿Qué signo le diste? ¿Han llegado los tiempos? ¿Quieres que un hombre muy viejo, como yo, sea semejante en su blancura a tus pequeñuelos cándidos? ¡Siete mil! Aunque su fe sea ignorante, ¿castigarás la ignorancia de siete mil inocentes? También yo soy Inocente. Señor, soy inocente como ellos. No me castigues en mi extrema vejez. Los largos años me enseñaron que este rebaño de niños no puede triunfar. Sin embargo, Señor, ¿es un milagro? Mi celda continúa apacible, como en otras meditaciones. Sé que no es necesario implorarte, para que te manifiestes; pero yo, desde lo alto de mi extrema vejez, desde lo alto de tu papado, te suplico. Instrúyeme, porque no sé. Señor, son tus pequeños inocentes. Y yo, Inocencio, no sé, no sé.















lunes, junio 29, 2009

«Caballos sin luna a medianoche», de Jack Gilbert

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Nuestro corazón vaga perdido en los oscuros bosques.
Nuestro sueño batalla en el castillo de la duda.
Pero hay música en nosotros. La esperanza es derribada
pero el ángel vuela de nuevo llevándonos con ella.
Las mañanas de verano comienzan pulgada a pulgada
mientras dormimos, y caminan con nosotros después
como una belleza de piernas largas a través
de sucias calles. No es sorpresa
que el peligro y el sufrimiento nos rodeen.
Lo que asombra es el canto.
Sabemos que los caballos están ahí en el oscuro
prado porque los podemos oler,
podemos escucharlos respirar.
Nuestro espíritu persiste como un hombre luchando
a través del valle congelado
que de repente huele flores
y comprende que la nieve se está derritiendo
fuera de su vista en la cumbre de la montaña
y sabe que la primavera ha comenzado.







en Refusing Heaven, 2005










Horses At Midnight Without A Moon

Our heart wanders lost in the dark woods. / Our dream wrestles in the castle of doubt. / But there's music in us. Hope is pushed down / but the angel flies up again taking us with her. / The summer mornings begin inch by inch / while we sleep, and walk with us later / as long-legged beauty through / the dirty streets. It is no surprise / that danger and suffering surround us. / What astonishes is the singing. / We know the horses are there in the dark / meadow because we can smell them, / can hear them breathing. / Our spirit persists like a man struggling / through the frozen valley/ who suddenly smells flowers / and realizes the snow is melting / out of sight on top of the mountain, / knows that spring has begun.









domingo, junio 28, 2009

“Oh Hada Cibernética”, de Carlos Germán Belli






Oh Hada Cibernética
cuándo harás que los huesos de mis manos
se muevan alegremente
para escribir al fin lo que yo desee
a la hora que me venga en gana
y los encajes de mis órganos secretos
tengan facciones sosegadas
en las últimas horas del día
mientras la sangre circule como un bálsamo a lo largo de mi cuerpo.






en Dentro & Fuera, 1960










sábado, junio 27, 2009

Entrevista a Miguel Ángel Zapata, de Miguel Ildefonso

Miguel Ángel Zapata y el ritual de la poesía



Miguel Ildefonso: En sus libros se va decantando una voz mediante la contemplación del mundo. ¿Cuáles han sido los momentos más importantes en su vida para que su poesía vaya adquiriendo esa voz? No me refiero a influencias literarias, sino a sucesos que lo han marcado. ¿Cómo ha sido su proceso de formación de poeta?

Miguel Ángel Zapata: El polvo y el mar surgieron como un vendaval cuando era niño. Mis primeros seis años transcurrieron en un pueblito llamado Bellavista, en Piura. Mi padre era un hombre que amaba los libros y la cultura. Mi madre amaba y ama la poesía. El silencio de los pueblos pequeños se parece al silencio en la poesía. El estar callado a la fuerza era una pauta a seguir en la noche de los ventarrones. En el campo, cada ruido lo oye hasta el más sordo, y los animales raros que ves, los insectos y el río que cruzas por primera vez, los papayos, las norias, no se parecen en nada a los espejismos de las ciudades. Mi encuentro con la palabra se me dio en mi primer contacto con el mar, el campo, y el río salado que está cerca de mi pueblo. Siempre recuerdo el polvo de Bellavista, el postigo de mi casa grande, el cielo abierto y el sol fuerte de la tarde. Hay una fuerza que te abre el corazón: es le fuerza de expresar lo inexpresable, ese sueño real que es la poesía. Después, a los siete años, cuando mi familia se mudó a Lima, y con ellos yo llegué a una ciudad grande, pero hermosa para mí. Entonces, desde muy niño pude jugar con la memoria de los objetos, y las cosas agradables del campo donde antes había vivido. Siempre quise describir a mi caballo colorado, en el que comencé a prender a montar desde muy pequeño. El cielo entre gris y azulino, los duendes de que hablaba mi hermana Carmen, y mis primas que me enseñaron a sentir la felicidad de otra manera. Así comenzó, me parece, mi primera contemplación del mundo, con todos sus objetos, hasta los más mínimos son importantes.

La primera pregunta viene porque encuentro en esa voz una actitud en constante anhelo de trascendencia, una voz sosegada que, a su vez, se aproxima al estado místico. En El cielo que me escribe (Ediciones El Tucán de Virginia, 2002) ha reunido poemas con este tono. ¿Cuáles han sido los criterios de esta reunión?

Los reuní porque el poeta y editor mexicano Víctor Manuel Mendiola quería publicarme un libro, y en ese momento no tenía tantos poemas inéditos. Entonces me senté una noche a juntar poemas que tuvieran, según mi criterio, la misma actitud contemplativa sobre las cosas y la vida. Quería mostrar de alguna manera algo que celebrara la vida, que dijera que la vida es hermosa, y también el dolor, y los sueños. En el proceso selectivo, tal vez inconscientemente seleccioné poemas que les tenía cariño porque marcaban una etapa feliz o dolorosa de mi vida. Sabía que la poesía es un escape trascendente para una etapa difícil en un ser humano. En esa época había escrito mis primeros poemas que tenían alguna relación con lo invisible, ya que había tratado de hablar con el gran silencio mudo. Por otro lado, no creo que todos los poemas de El cielo que me escribe tengan un corte místico. Pero eso es cosa de los lectores, cada uno tiene un criterio distinto, y eso hay que respetar porque es saludable. Uno no escoge las experiencias, los acontecimientos, sólo pasan por tu vida quieras o no.

No es por nada que el acto de escritura se señale en el título, puesto que es una constante en sus poemas. ¿Es un ritual? ¿Es una vía? Cito apenas unas frases: “brisa de ningún árbol donde no se escribe el poema”, “Escribe con su pico la soledad de la noche”, “Escribo en la ventana”. ¿Son las correspondencias?

Escribir es un ritual. El gozo es tal que sólo lo puedo comparar con el gozo sensual y sexual. El acto de escribir está en todos los actos cotidianos de nuestra existencia: el cuervo escribe, el cielo te escribe sin querer, y la ventana, que es el limen entre la felicidad y el dolor, es también el espacio por donde pasa la palabra, y se va quedando contigo.

En el poema “La ventana” encuentro una imagen que resume esa actitud del que hablaba antes: “Voy a construir una ventana en medio de la calle para no sentirme solo”. Esto es la poesía, ¿cierto? El poema habla de la construcción del poema, del poeta, del hogar del poeta y, a su vez, del mundo. Usted vive hace muchos años en Estados Unidos, ¿cómo ha mantenido su relación con Perú? ¿Aquella “ventana” en qué calle está?

Hermoso comentario. La ventana es el lugar donde sucede lo imposible. Es el corazón abierto de la poesía. Una ventana en medio de la calle es un escape hacia la soledad, y una alegría, al mismo tiempo, ya que tú la construyes y puedes escribir lo que gustes aunque “la lluvia golpee los cristales”, y la tienes ahí a tu lado para reír y escribir sobre lo que quisieras ver en este mundo. He visto muchas ventanas, y creo que la ventana es un objeto indispensable desde la antigüedad de los tiempos. Es un mirar hacia la otredad, hacia el no lugar, hacia el infinito para encontrar otro aire y otro cielo. Emily Dickinson conoció ese otro cielo. Emerson y Rilke lo vieron en los bosques sagrados.

Hace muchos años que vivo en los Estados Unidos, y mi relación con el Perú es cada día más fuerte. De alguna manera me quedé con el Perú cuando salí de Lima. Siempre vuelvo a ver a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos, a recorrer las calles y las noches de Lima, que para mí es una ciudad inusual, viva, fugaz, tremendamente entrañable y hermosa. Cada ciudad tiene su horror y fascinación pero no todo es horroroso ni fascinante. No estoy de acuerdo con los que siempre llaman a Lima la horrible, en todo caso, no sé a que se refieren. Para mí los atardeceres en Barranco o las vistas de Chorrillos son incomparables con cualquier ciudad del mundo. El mar es el mar, y el mar de la costa de Lima y de todo el Perú es hermoso, son el cielo que me escribe. Los barrios “criollos” como Breña, La Victoria, o el Rimac son entrañables para mí. A los que no les gusta la música criolla de corazón nunca sabrán a qué me refiero. Lima es fascinante, por eso vuelvo. Sin embargo, mi ventana está en muchas calles, no sólo en Lima pero también en ciudad de México, en Buenos Aires, en Nueva York.

La presencia de niños (“te ofrezco estas rosas anacoretas que tú sembraste cuando dejé en tu frente mi abecedario de niño entusiasmado...”), de seres de la naturaleza que escriben, así como el cielo, me incita a preguntar ¿cuál es el anhelo de la poesía, por ende del poeta?

El ser demasiado arrogante con la poesía te lleva a la destrucción. La inocencia es más fuerte que la sabiduría, así como la imaginación es más importante que el conocimiento, como quería Einstein. Es una inocencia que tiene que ver con la absorción de un mundo puro y contaminado. Ese niño entusiasmado era yo cuando tenía diez años en Lima. Yo nací en Piura, hermoso cuadro al norte del Perú, pero mis padres me llevaron a vivir a Lima cuando tenía seis años. Volver a la niñez es algo maravilloso, siempre hay que ser niño. Hay miles de maneras de serlo. La poesía es justamente una manera de soñar que el buen tiempo vendrá, y que el cielo y el pan llegarán a la ventana y a la mesa. Por eso el anhelo de la poesía es llegar a penetrar el corazón del otro, de la otra que busca algo para ver al otro lado de la ventana, y sentir un poco de fe en el horizonte de mañana. El anhelo de la poesía es hacer que todos hablen: los animales, los árboles, los ríos como lagos, y el cielo que nos mira todos los días mientras seguimos con nuestras viditas saltando sobre la grama del tiempo.

Ahora sí viene la pregunta típica, ¿cuáles han sido los autores que lo han influenciado? ¿Y con qué poetas de la actualidad encuentra afinidades?

Todos tenemos influencias en la literatura. A mí me pasa que cuando leo un gran poema de inmediato me siento contagiado y escribo algo que deviene sólo de alguna palabra o de una oración. Así me sucedió una vez que leí un poema de Paul Celan que hablaba de las rosas susurrando, ¿no es eso hermoso? El poema se llama “Cristal”. A veces pasa de otra forma: escucho a alguien decir algo lindo, por lo general a mujeres o a niños, y me robo esas palabras y las devuelvo en el poema. Hace poco estuve con mi familia en la casa de Robert Louis Stevenson, donde vivió durante siete meses tratando de curarse de la tuberculosis que padecía, en Sarenac Lake, al norte del estado de Nueva York. En ese momento, justo al frente de la casa, había un campo verde enorme rodeado de casas, de repente vimos unos cuervos merodeando por ahí. Mi hija dijo: “Papi, mira esos cuervos acampando en la pradera”. De inmediato busqué un lapicero para escribir la primera parte de un poema sobre estos cuervos que habían venido siguiéndonos hasta la casa de Stevenson. La poesía, como se puede ver, está en todas partes, y los cuervos saben de lo que hablo.

Me interesa Vallejo, también Emerson, sobre todo su poema “Bosques, un soneto en prosa”, Theodore Roethke, todo Paul Celan y Kafka. Hay muchos muros y ventanas en Kafka. Borges es una lectura deliciosa. Una influencia importante en mi trabajo es la música, desde la lírica del rock, el tango, los valses criollos peruanos, hasta las canciones de Vivaldi, Elgar, Bach, y Arcangelo Corelli. Yo toco el cajón peruano, como se dice en Lima, soy “criollo” y me gusta la jarana. El ser criollo de verdad es un arte. Cualquiera no puede ser “criollo”, lo digo en serio. La música te da algo que las palabras no pueden darte: la fuerza directa de la turbina que mueve el corazón y los sentidos. Algo inexplicable pasa cuando vibra el pentagrama. El cello es un instrumento que me llega al corazón, y pareciera que mi corazón habla cuando oigo una suite para cello. La música está en el corazón, tiene la fuerza de la vida y es el lenguaje de los pájaros. Igual que Bach se puede ser objetivo y apasionado. Escuchar la sinfonía concertante para violín y viola de Mozart me ha dado más que cien novelas. Me siento afín con los poetas actuales que trabajan la relación con el espíritu, la naturaleza, la ciudad y el lenguaje. Aquéllos poetas que sólo se preocupan por el lenguaje no son ni mi presente ni mi futuro.

Usted también es crítico literario. ¿Cómo ve la poesía hispanoamericana actual?

La poesía actual sigue con sus transfiguraciones y rupturas, que al final nos conducen al mismo camino: la vuelta al origen, es decir a Homero, Horacio, y después Dante. La poesía hispanoamericana seguirá siendo atractiva y novedosa mientras no se aleje del ciclo clásico, y de los poetas fundadores no sólo de Hispanoamérica sino de todo el planeta que nos respira. Venimos de Darío, el poeta de Azul… y Cantos de vida y esperanza. Su obra poética aún está presente entre nosotros. Hay que estar abierto al mundo como Darío. Por otro lado, hay una poesía que aún no termino de entender, aquella que trata de jugar con el lenguaje y el sinsentido sin haber leído bien a Góngora. Hay ciertos poetas que están escribiendo poemas impresionistas, juegos exagerados que sólo llevan a la confusión y al vacío. Ellos, engañados buscan una apariencia en el lenguaje, lo sorprendente de lo externo, y no dicen absolutamente nada. Vallejo logró en Trilce decir lo indecible, pero lo dijo bien, lo mismo Quevedo, y San Juan de la Cruz.

¿Cómo está la poesía Norteamericana en la actualidad?

La poesía norteamericana pasa por uno de sus mejores momentos. Lo mejor de los Estados Unidos son sus escritores y sus artistas, aparte de sus museos, bibliotecas, y grandes ciudades. Aquí por Nueva York leen sus poemas John Ashbery, Mark Strand, Charles Simic, Billy Collins y Louise Glück. Este país produjo un raro en la poesía mundial del siglo XX: Theodore Roethke. A él hay que leerlo bien con todos sus cormoranes y la serenidad de sus estanques y sus peces.

Ahora mismo estoy terminando una antología selecta de la poesía norteamericana contemporánea traducida al español. También termino un libro con mis nuevas versiones al español de la poesía de Billy Collins y Charles Simic. Algunos de los satélites más importantes de la poesía en el mundo están aquí en los Estados Unidos, y aunque la mayoría de los norteamericanos no lo sepan, mejor aún, ya que los poetas que llegamos de afuera nos bebemos todo como una gran copa de vino tinto.

En Un Pino me Habla de la Lluvia, encuentro con mayor despliegue aquella visión proveniente de epifanías, esa mirada al mundo urbano contemporáneo y a la madre naturaleza que nos revela una sabiduría perenne acerca de la vida, un conocimiento que sobrepasa lo racional y que el poeta nos transmite con entusiasmo o asombro. ¿Cómo surge esa mirada, como pocas en la poesía actual? ¿Quizás sea una influencia de la legendaria poesía oriental?

Escribo todo lo que veo y lo quisiera ver. La naturaleza y las ciudades me asombran. En la universidad hay un viejo ciprés donde me siento a leer con frecuencia bajo sus grandes ramas. Ahí vivo protegido por un instante por sus ramas que parecen una eternidad. Este ciprés es mi padre y mi hijo. La ciudad tiene una mitad de sombra y otra de fascinación, como dije anteriormente. De ahí surgen las epifanías, de ese encuentro inusitado con el aire fatigado de algunas plazas, y el cielo que no quiere perder su color o su dulzura. Y uno mira hacia arriba o hacia abajo, o caminas observando lo que quieres ver, la realidad que parece que se desvanece como un sueño. En este nuevo libro intento presentar una visión de algunas ciudades desde la perspectiva positiva de la vida, la esperanza (palabra que muchos le tienen miedo en estos tiempos) mezclada con la presencia de la madre naturaleza -como tu bien mencionas- que no se deja sucumbir en el vacío. Así por estas páginas vuelan gansos que tratan de escapar de la muerte, sobrevuelan ciudades, países enteros en busca del sol.

La poesía oriental me interesa por esa mirada contemplativa hacia la esencia de las cosas. Hay cierta poesía oriental que no me atrae, aquella que solo se queda en la descripción de los paisajes, por ejemplo. La luna no solo debe brillar en el poema, debe mostrar su ceguera, ese rostro tapado de mujer de la noche. Hay un gran poeta que mira la naturaleza desde adentro: Theodore Roethke. En su poesía, una piedra o el cielo, un pez, el cuerpo de una mujer o la oruga, se fusionan para celebrar el mundo. Hay pocos como Roethke. Ahora estoy traduciendo sus poemas. Al libro lo voy a llamar Toda la tierra, todo el aire, como dice uno de sus fabulosos poemas. Dice el poeta: “El gozo es mi caída”. Bueno, en mi nuevo libro, Un Pino me Habla de la Lluvia, me interesa descubrir algunas particularidades de las cosas. Me fascinan las ventanas. Aquí hay varios poemas sobre ventanas, trenes, y parques. Uno de los faros de este encuentro son sin duda las piezas de Francis Ponge. El mundo no se ha terminado, solo que “mi ángel de la guarda tiene miedo de la oscuridad”, como dice Charles Simic.

En este libro no hay verdad poética que nos haya sido dada por la duda o el cuestionamiento, hay certezas, hay luminosidad aun cuando se trate de la noche en algunos casos, y con un registro verbal que ha alcanzado su esplendor, y en donde se da el difícil equilibrio de ver al poeta y a la vez ver el mundo o viceversa. Ej.: "Hay ganas de volver no sólo al país sino al poema, a la madre, al jardín de todos los buenos tiempos". ¿Cómo fue escrito este libro? ¿Toma tiempo escribir un poema? ¿Lo guarda y luego lo escribe de un tirón? ¿O corrige mucho? ¿Qué significa este libro dentro de la obra total de Miguel Ángel Zapata?

El libro lo comencé a escribir cuando me vine a vivir a Nueva York en el 2001. Lo escribí en cinco años. He caminado mucho por esta gran ciudad, y también por la mayor parte del estado de Nueva York. He escrito varios de estos poemas en el Metro y en los trenes de Long Island, en mis largos viajes hacia el norte, caminando bajo las noches de Manhattan, en los bares, museos y las enormes librerías de la gran manzana. Y mientras caminaba pensaba en el retorno, me di cuenta que los retornos a veces no tienen sólo un sentido geográfico sino también son algo distinto. Quería volver a la poesía, a mi madre y su cálido jardín. Quería volver, nada más. Los poemas de este libro los he corregido muchísimo, y he guardado una buena cantidad que esperan algún día ser publicados en algún lugar. El poema es el amor logrado, el orgasmo infinito. Es mejor pensar que no lo hemos terminado. Creo que un poema aparece como una reacción ante las maravillas del mundo, que son también -como dijera Oscar Hahn- las maravillas de la escritura. Alguna música para violín o chelo, alguna armonía en el tiempo. Por eso leo poesía todos los días, pero no escribo todos los días. Voy a los museos y colecciono libros de arte, lo mismo que música clásica. Bailo con la poesía, y si no hay con quien, hay que bailar solo como Blake. Poema que no emociona no es poema decía Borges. Los poemas no son sólo un juego de palabras como creen algunos ilusos. Este nuevo libro continúa con la vertiente de mis otros libros: ofrecer una mirada hacia la naturaleza y el mundo con sus ciudades y sus mares, hacer hablar a los árboles, darle voz a los animales, crecer con ellos, llegar a sentir con el aire que todos tenemos alma o que somos niños. Mientras tanto sigo caminando y observando: los objetos nos hablan en silencio, la puerta nos dice algo en secreto, su cerradura se abre ante nuestra mirada, y las ventanas esperan ser abiertas para dejar salir la sombra.









2009







Miguel Ángel Zapata, es uno de los poetas más relevantes de su generación en el Perú, y una de las voces fundamentales de la poesía latinoamericana. Estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima y en la Universidad de California, obteniendo su doctorado en Filosofía y Letras en Washington University, Saint Louis. Ha sido profesor y dictado cátedra en universidades de los Estados Unidos, España, Chile, Argentina y México. Su poesía ha sido traducida al inglés, francés, árabe, italiano y portugués. Ha publicado los libros de poesía: Imágenes los juegos (Lima, 1987), Poemas para violín y orquesta (México, 1991), Lumbre de la letra (Lima, 1997), Escribir bajo el polvo (Lima, 2000), El cielo que me escribe (México, 2002- Lima, 2005), Cuervos (México, 2003), Los muslos sobre la grama (Buenos Aires, 2006), A Sparrow in the House of Seven Patios (edición bilingüe) (Nueva York, 2005), Un Pino me Habla de la Lluvia (Lima, 2007), Los canales de piedra. Antología minina (Venezuela, 2008). En crítica literaria y ensayo destacan sus libros: El bosque de los huesos. Antología de la poesía peruana contemporánea (coedición) (México, 1995), Metáfora de la experiencia. La poesía de Antonio Cisneros (Lima, 1998), Nueva poesía latinoamericana (México, 1999), Moradas de la voz. Notas sobre la poesía hispanoamericana contemporánea (Lima, 2002), La pirámide y el signo. Literatura y cultura de México, siglos XX-XXI (Nueva York, 2005), El hacedor y las palabras. Diálogos con poetas de América Latina (Lima, 2005), Mario Vargas Llosa and The Persistence of Memory (Nueva York-Lima, 2006), Asir la forma que se va. Nuevos asedios a Carlos Germán Belli (Lima, 2006), y Vapor transatlántico. Nuevos acercamientos a la poesía hispánica y norteamericana contemporáneas (Lima-Nueva York, 2007). Es director de Hofstra Hispanic Review- Revista de literaturas y culturas hispánicas y de Ediciones Corvus.















viernes, junio 26, 2009

“Danza ferviente, entre las briznas de eucaliptus…”, de Aciro Luménics






Someone tell me why
Did you have to go
And leave my world so cold.

Michael Jackson


Ese paseo sobre la pradera,

en el cementerio, envuelto en rojo y negro,

los dientes crecidos, las uñas,

el pelaje, la luna llena, el aullido,

la risa que estruendó la inexperiencia;

los cuatro o cinco pasos que aprendimos,

la luz estroboscópica, 

las caricias en medio de la noche...


En un cuarto de hotel, a los catorce, 

a dos cuadras de los trenes en Chillán, 

al ritmo de tu voz,

de esa extraña forma de decir las cosas.

 

Una noche eterna de la lluvia, 

la primera desnudez.

Cuatro adolescentes

embobadas ante nuestro estilo

de Travolta parodiado entre bemoles,

calcetines a la vista, entre saltitos

y entrañables giros;

nuestros brazos, esa luz y el campo 

que atraviesa ante la sombra de inocencia 

que nos queda.


La turba enloquecida en el Nacional.

El morbo, la envidia;

te tildaban de manojo retirado, 

sobre el escenario ante la duda de los dobles

que lanzabas a cumplir 

con los tediosos shows tercermundistas.

Dobles fieles, esos guardias,

que circundan tu fragilidad,

tu soledad, tu inocencia progresiva, antisocial.


Esa tarde en el Lido te buscamos en la imagen, 

pero no llegaste; te escondiste en el baúl, 

atemorizado de tantos ojos sobre ti,

de una visión absurda,

de ese paradigma esquivo que entendiste.

 

Silencio zen. 

Silencio sostenido.

La secuencia rápida, el género rasgado,

timbre o resentimiento.

La rima aparatosa. 

Máscara. Afección. Vacío.

Una apreciación confusa.

Incisión y movimiento angelical. 

Gravedad imposible.

Zapatos negros. Calcetín dorado. Un guante.

Camiseta blanca desgarrada 

y el sombrero entreverado.


Ya no dormirás de lado, en el aerómetro.

Ya no soñarás con mundos subterráneos,

ríos congelados de color plateado,

ni animales que se escapan de las jaulas.

 

Ya no buscarás el borde, 

donde el tiempo se hace polvo

y se fragmenta el pensamiento.

 

Ya no escindirás tu cuerpo, imagen, proyección.

Ya no exigirás el espectáculo vacío en Londres.

No te rodearás de gente que reclama

un gesto mínimo de su héroe.


Ya no estás solo,

observando desde arriba,

tu mansión dorada, 

esos discos que jamás mostraste a nadie,

música entonada y olvidada de inmediato

en los paseos sobre el bote.

En ese risco abandonado en el que ahora te acomodas,

mientras la siguiente melodía se evapora, 

solo, muy despacio.


Sin pudor;

luz y sombra al mismo tiempo.

Sin temor;

la gente extraña que se goza en la costumbre.

Sin espacio;

el genio que se fue, que está dormido,

entre juguetes que no hieren

y que sueña, 

recostado entre celestes nubes de algodón.



Jueves 25 de junio, 2009





Michael Jackson en Münich, 1997: "You are not alone"

http://www.youtube.com/watch?v=R9DDTiPzJCk











jueves, junio 25, 2009

“La ‘religión’ de un filósofo”, de René Guénon






No tenemos en absoluto el hábito de atender a las manifestaciones del “pensamiento” profano. Tampoco habríamos ciertamente leído el último libro de Henri Bergson: Les deux sources de la morale et de la religion, y todavía menos habríamos pensado en hablar de él, si no se nos hubiese señalado que ahí se trataba de diversas cosas que, normalmente, no entran en el ámbito de un filósofo. En efecto, el autor trata de “religión”, de “misticismo”, incluso de “magia”; y debemos decir enseguida que no hay una sola de esas cosas para la cual nos sea posible aceptar la idea que de ellas se hace; por lo demás, es costumbre habitual de los filósofos el desviar así las palabras de su sentido para hacerlas concordar con sus concepciones particulares.

Ante todo, por lo que concierne a la religión [1], los orígenes de la tesis sostenida por Bergson nada tienen de misterioso y en el fondo son incluso bastante simples; es bastante sorprendente que los que han hablado de su libro no parezcan haberse percatado de ello. Se sabe que a este respecto todas las teorías modernas tienen por característica común [2], el buscar reducir la religión a algo puramente humano, lo que equivale a negarla, consciente o inconscientemente, puesto que significa el rechazo a tener en cuenta lo que constituye su esencia, y que es precisamente un elemento “no-humano”. Estas teorías, en su conjunto, pueden reducirse a dos tipos: el uno «psicológico», que pretende explicar la religión por medio de la naturaleza del individuo hu­mano, y el otro «sociológico», que quiere ver en la religión un hecho de or­den exclusivamente social, el producto de una especie de «conciencia colectiva» que dominaría a los individuos y se impondría a ellos. La originalidad de Bergson reside en su propósito de combinar ambos tipos de explicación: en lugar de considerarlos como más o menos excluyentes mutuamente, como suelen hacer sus partidarios respectivos, los acepta de manera simultánea, si bien los refiere a cosas diferentes que designa con la misma palabra «religión». En realidad, las «dos fuentes» que, según él, posee la religión no son, pues, más que esto. Para él existen por lo tanto dos tipos de religión, uno estático y el otro dinámico, denominándolos también, de una forma un tanto extraña, como religión ce­rrada y religión abierta; la primera es de naturaleza social y la segunda de naturaleza psicológica y, naturalmente, sus prefe­rencias se inclinan hacia esta última, que es la que considera como la forma superior de religión; decimos “naturalmente” porque resulta perfectamente evidente que, en una «filosofía del devenir» como la suya, no podía menos que ocurrir esto. En efecto, tal filosofía no admite ningún principio inmutable, cosa que equivale a la negación misma de toda metafísica; situando toda realidad en el cambio, considera que, sea en las doctrinas, sea en sus formas exteriores, lo que no cambia no responde a nada real e incluso impide que el hombre comprenda lo real tal como ella lo concibe. Puede objetarse: pero con la negación de los “principios inmutables” y de las “verdades eternas” se debe lógicamente despojar de todo valor, no sólo a la metafísica, sino también a la religión; y es precisamente esto lo que ocurre efectivamente pues la religión, en el verdadero sentido de la palabra, es precisamente aquella que Bergson denomina «religión estática» y en la que no pretende ver más que una «fabulación» completamente imaginaria. Y, en cuan­to a su «religión dinámica», en realidad no se trata ya de una religión.

Esta supuesta «religión dinámica», no posee incluso verdaderamente ninguno de los elementos característicos integrantes de la defi­nición misma de religión: no hay dogmas, por ser estos inmutables y, como dice Bergson, «fijados»; nada de ritos tampoco, entiéndase bien, por la misma razón y también a causa de su carácter social; unos y otros deben ser abandonados a la «religión estática»; en cuanto se refiere a la moral, Bergson ha empezado por marginarla, como si de algo extraño a la religión, tal como él la entiende, se trata­se. Entonces, ya no queda nada, o al menos, sólo queda una vaga «religiosidad», una especie de confusa aspiración hacia un «ideal» indeterminado y que en definitiva está bastante cerca del de los modernistas y protestantes liberales. Es esta «religiosidad» la que Bergson considera como una religión superior, con la convicción de así «sublimar» la religión, cuando en realidad se ha limitado a vaciarla de todo su contenido, dado que evidentemente nada hay en éste compatible con sus concepciones; por lo demás, tal es sin duda el mejor resultado que se puede deducir de una teoría psi­cológica, puesto que nunca se ha dado el caso de que una teoría de este tipo haya sido capaz de llegar más lejos que el «sentimiento religioso» que, repitámoslo una vez más, no es la religión.

La «religión dinámica», a los ojos de Bergson, encuentra su más alta expresión en el «misticismo», considerado además en su peor aspecto, ya que sólo lo exalta por lo que tiene de «individual», es decir, de vago, de inconsistente y, hasta cierto punto, de «anárquico» [3]; lo que le complace de los místicos -digámoslo claramente- es su tendencia a la «divagación»... En cuanto a lo que integra la base del misticismo, es decir, quiérase o no, su pertenencia a una «religión estática», a Bergson le parece manifiestamente desdeñable; se siente por otra parte que haya ahí algo que le molesta, pues sus explicaciones sobre este punto son muy apuradas. Lo que puede parecer curioso por parte de un “no-cristiano”, es que para él, el “misticismo completo” es el de los místicos cristianos; a decir verdad, olvida un poco demasiado que éstos, antes de ser místicos, son cristianos; o, al menos, para justificarlos por ser cristianos, presenta indebidamente el misticismo en el origen mismo del Cristianismo; y para establecer al respecto una especie de continuidad entre éste y el Judaísmo, llega a transformar en “místicos” a los profetas hebreos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, no tiene la menor idea... Ahora bien, si el misticismo cristiano, por deformada que sea la idea que de él se hace, es por tanto para Bergson el prototipo mismo del misticismo, la razón de ello es fácilmente comprensible: y es que, efectivamente, no hay otro misticismo, fuera del cristiano y, quizás, el misticismo propiamente dicho en el fondo es algo específicamente cristiano. Pero esto se le escapa también a Bergson, que se esfuerza por descubrir, “anteriormente al Cristianismo, “esbozos del misticismo futuro”, mientras que se trata de cosas completamente diferentes; especialmente sobre la India, ¡hay algunas páginas que demuestran una incomprehensión inaudita! Están también los misterios griegos, y aquí la incursión se reduce a un pésimo juego de palabras; por lo demás, Bergson está constreñido a confesar que “la mayor parte de los misterios no tenía nada de místico”; pero entonces, ¿Por qué habla de ellos con este vocablo? Acerca de lo que fueron tales misterios, él se hace la idea más “profana” posible; ignorando todo lo que se refiere a la antigua iniciación, ¿cómo habría podido comprender que hubo ahí, tanto como en la India, algo que originariamente no era de ningún modo de orden religioso y que a continuación iba incomparablemente más lejos que su “misticismo” y que el mismo misticismo auténtico? Pero también, por otra parte, ¿cómo un filósofo podría comprender que debería, como el común de los mortales, abstenerse de hablar de lo que no conoce? [4]

Si volvemos a la «religión estática», vemos cómo Bergson, acepta con plena confianza todos los bulos que la famosa «escuela sociológica», hace circular sobre sus presuntos orígenes, inclusive los menos dignos de crédito: «magia», «totemismo» «tabú», «mana», «culto de los animales», «culto de los espíritus», «mentali­dad primitiva» -en suma, nada falta de los términos de la jerga habitual, si se nos permite hablar así-... Lo que podría pertenecerle quizás propiamente, es la parte que atribuye en todo esto a una supuesta «función fabuladora» que se nos antoja mucho más «fabuladora» en verdad que lo que en un principio debería explicar; no obstante, es preciso imaginarse una teoría cualquiera que nos permita negar en bloque todo fundamento real a cuanto se ha convenido en denominar «supersticiones». Un filósofo «civilizado» y, lo que es más, «del siglo XX», considera, evidentemente, ¡que cualquier otra actitud sería indigna de él!

Nos detendremos sólo sobre un punto, el que concierne a la «magia»; ésta es una gran solución para muchos teóricos que no saben verdaderamente muy bien lo que es pero que no por ello cejan en sus esfuerzos por convertirla en origen de la religión y de la ciencia. Ésta no es precisamente la posición de Bergson: buscando en la magia un “origen psicológico”, hace de ella la “exteriorización de un deseo del que está pleno el corazón” y pretende que “si se reconstituye, por un esfuerzo de introspección, la reacción natural del hombre a su percepción de las cosas, se encuentra que magia y religión se atienen a eso, y que no hay nada en común entre la magia y la ciencia”. Es cierto que posteriormente muestra algunas oscilaciones: si nos colocamos en cierto punto de vista “la magia forma evidentemente parte de la religión”; pero, desde otro punto de vista, “la religión se opone a la magia”; lo que es más claro, es la afirmación de que “la magia es lo inverso de la ciencia”, y que, “muy lejos de preparar la venida de la ciencia, como se ha pretendido, ha sido el mayor obstáculo contra el cual el saber metódico tuvo que luchar”. Todo esto es exactamente lo contrario de la verdad: como hemos explicado muy frecuentemente, la magia no tiene absolutamente nada que ver con la religión, y es, no el origen de todas las ciencias, sino sencillamente una ciencia particular entre otras y, más precisamente, una ciencia experimental; sin embargo, Bergson está plenamente convencido sin duda de que no podrían existir más ciencias que las enumeradas por las «clasificaciones» modernas... Al hablar de las «operaciones mágicas» con la seguri­dad propia de aquel que nunca las ha presenciado, escribe esta frase asombrosa: «Si la inteligencia primitiva hubiese empezado aquí por concebir unos principios, muy pronto se habría rendido a la experiencia, lo que le hubiese demostrado su falsedad.» Admiramos la intrepidez con la que este filósofo, encerrado en su gabinete, ¡niega a priori todo lo que no entra en el cuadro general de sus teorías! ¿Cómo puede creer a los hombres lo bastante estúpidos como para haber repetido indefinidamente, in­cluso sin «principios», unas «operaciones» que nunca llegarían a tener éxito? ¿Y qué diría si, por el contrario, ocurriese que «la experiencia demostrase la falsedad» de sus propias afirmaciones? Es evidente que ni siquiera se imagina que tal cosa sea posible: tan grande es la fuerza que en él y en sus semejantes tienen las ideas preconcebidas, que no dudan ni un instante que el mundo esté estrictamente limitado a lo que entra en sus concepciones.

Ahora bien, ocurre algo particularmente notable: la magia se venga cruelmente de las negaciones del Sr. Bergson; al reaparecer en nuestros días en su forma más baja y rudimentaria, bajo la máscara de «ciencia psíquica», consigue que él la acepte sin reconocerla, y no sólo como algo real, sino también como un factor llamado a ¡desem­peñar un papel de capital importancia para el futuro de su «religión dinámica»! No exageramos en absoluto: él habla de “supervivencia” propiamente como un vulgar espiritista y cree en una «profundización experimental» que debería permitir «concluir con la posibilidad e incluso la probabilidad de una supervivencia del alma», aunque no se pueda decir si es «por cierto tiempo o para siempre»... Sin embargo, esta enojosa restricción no le impide proclamar con un tono perfectamente ditirámbico: «No haría falta más para convertir en realidad viviente y operante una creencia en el más allá que parece poderse encontrar en la mayoría de los hombres pero que casi siempre suele ser verbal, abstracta e ineficaz... En verdad, si estuviésemos seguros, absolutamente seguros de sobrevivir, no podríamos pensar en nada más». La magia antigua era más “científica” y no albergaba seme­jantes pretensiones; para que algunos de sus fenómenos más elementales den lugar a estas interpretaciones, ha sido preciso esperar hasta la invención del espiritismo, al cual solamente la desviación del espíritu moderno podía dar nacimiento; y en realidad es precisamente la teoría espiritista, pura y simplemente, la que Bergson, como antes que él William James, acepta así con una “alegría” que “hace palidecer cualquier placer”... lo que nos sirve para hacernos una idea sobre el grado de discernimiento del que es capaz: ¡en materia de “superstición”, no se podría encontrar nada mejor! Y es así como termina su libro; ¡no se podría ciertamente tener una mejor prueba de la nulidad de toda esta filosofía!




Notas

[1] Dejamos de lado lo que se relaciona con la moral, que no nos interesa aquí; naturalmente, la explicación propuesta a este respecto es paralela a la de la religión.
[2] Hay que señalar que Bergson parece incluso evitar el empleo de la palabra “verdad”, y que la sustituye casi siempre por la de “realidad”.
[3] Es sorprendente que Bergson no cite, como uno de los especímenes más logrados de su “religión dinámica”, las enseñanzas de Krishnamurti; sería sin embargo difícil encontrar algo que responda más exactamente a lo que él entiende por tal.
[4] Alfred Loisy ha querido responder a Bergson y sostener contra él que no hay más que una «fuente» de la moral y de la religión; en su calidad de especialista de la »historia de las religiones», él prefiere las teorías de Frazer a las de Durkheim, y también la idea de una «evolución continua» a la de una «evolución» por mutaciones bruscas; a nuestros ojos, todo eso vale exactamente lo mismo; pero hay al menos un punto sobre el cual debemos darle la razón, y lo debe sin duda a su educación eclesiástica: gracias a ésta, conoce mejor a los místicos que Bergson, y señala que nunca han tenido la menor sospecha de algo que se asemeje al “élan vital”; evidentemente, Bergson ha querido hacer “bergsonianos” avant la lettre, lo que apenas es conforme a la simple verdad histórica; y Loisy se sorprende justamente también al ver a Juana de Arco entre las filas de los místicos. –Señalemos, pues es bueno tomar nota de ello, que su libro se abre con una muy divertida confesión: “El autor del presente opúsculo, declara él, no conoce inclinación particular por las cuestiones de orden puramente especulativo.” He aquí al menos una franqueza más que loable; y, puesto que él mismo lo dice, y de manera espontánea, ¡creemos en su palabra de buena gana!





en Articles et comptes rendus. Le voile d'Isis 1925-1950, 2002










miércoles, junio 24, 2009

«Los conjuros», de Jorge Teillier





a Enrique Rebolledo

Los temerosos de los brujos vecinos
lanzan puñados de sal al fuego
cuando pasan las aves agoreras.
Mis amigos buscadores de entierros
en sueños hallan monedas de oro.
Los despierta el jinete del rayo
cayendo hecho llamas entre ellos.

Medianoche de San Juan. Las higueras
se visten para la fiesta.
Eco de gemidos de animales
hundidos hace milenios en los pantanos.
Los chimalenes reúnen las ovejas
que huyen del corral.
Aúllan los perros en casa del avaro
que quiere pactar con el Malo.

Ya no reconozco mi casa.
En ella caen luces de estrellas en ruinas.
Mi amiga vela frente a un espejo:
espera allí aparezca el desconocido
anunciado por las sombras más largas del año.

Al alba, anidan lechuzas en las higueras.
En los rescoldos amanecen huellas de manos de brujos.
Despierto teniendo en mis manos hierbas y tierra
de un lugar donde nunca estuve.




en El árbol de la memoria, 1963
















martes, junio 23, 2009

"No bastan los símbolos para vencer en Irán", de Robert Fisk





No se derrocan revoluciones islámicas con luces de automóviles. Y en definitiva tampoco con velas. Puede que las protestas pacíficas hayan servido, pero el Irán del líder supremo no se va a preocupar por unos cuantos miles de manifestantes en las calles, aunque sigan gritando “Allahu Akbar” desde sus azoteas cada noche.

Ese coro de alabanzas surgía de las azoteas de Kandahar cada noche después de la invasión soviética de Afganistán, en 1979 –yo mismo lo escuché allá, al igual que la semana pasada en las azoteas de Teherán–, pero no detuvo a los rusos en su avance, como tampoco detendrá a los milicianos basiji ni a los guardianes de la revolución. Los símbolos no bastan.

Este lunes, los guardianes de la revolución –que no fueron electos por nadie ni representan a la multitudinaria juventud iraní– emitieron su ignominiosa amenaza de someter a los rijosos a un trato revolucionario.

Todos en Irán, incluso los demasiado jóvenes para recordar la matanza de opositores al régimen en 1988 –cuando decenas de miles fueron ejecutados en la horca–, saben lo que eso significa.

Soltar en las calles una jauría de fuerzas gubernamentales armadas y afirmar que todos aquellos a quienes den muerte son terroristas es una copia casi perfecta de la reacción pública del ejército israelí a la intifada palestina. Si perecen manifestantes que lanzan piedras, es su culpa, por violentar la ley y por colaborar con potencias extranjeras.

Cuando esto ocurre en los territorios ocupados por Israel, los israelíes sostienen que Irán y Siria están detrás de la violencia. Cuando lo mismo pasa en las calles de ciudades iraníes, el régimen iraní afirma que Estados Unidos, Israel y Gran Bretaña instigan la violencia.

Y es una verdadera intifada la que se ha desatado en Irán, por irrealizables que sean sus miras. Millones de iraníes sencillamente ya no aceptan el imperio de la ley porque sienten que la ley ha sido corrompida por una elección fraudulenta. La peligrosa decisión del líder supremo Ali Jamenei de respaldar con todo su prestigio a Mahmud Ahmadinejad ha borrado cualquier oportunidad de que pudiera situarse por encima de la batalla como un árbitro neutral.

Parientes de Ali Akbar Rafsanjani, el poderoso aliado de Mirhosein Musavi, son aprehendidos y luego liberados; Musavi es amenazado de arresto por el presidente del Parlamento y, sin embargo, uno de los clérigos más populares en la sociedad, Mohamed Khatami, aliado de Musavi, permanece intacto.

Musavi fue primer ministro, pero Khatami fue presidente. Tocar a Khatami quitaría la protección futura a Ahmadinejad. Y el ayatola Yazdi, poderoso amigo de este último y aspirante a ser el próximo líder supremo, es una amenaza para Jamenei. Y si bien todo cadáver sangriento en las calles de las ciudades iraníes será declarado terrorista por los amigos de Ahmadinejad, los enemigos de éste lo honrarán como un mártir.

Para ganar, Musavi necesita organizar su protesta en forma más coherente, en vez de planear sobre la marcha. Pero, ¿Jamenei tendrá un plan de largo plazo, más allá de la mera supervivencia?








en The Independent


Traducción de Jorge Anaya para
La Jornada











lunes, junio 22, 2009

“Los años”, de Roberto Bolaño







Me parece verlo todavía, su rostro marcado a fuego
en el horizonte
Un muchacho hermoso y valiente
Un poeta latinoamericano
Un perdedor nada preocupado por el dinero
Un hijo de las clases medias
Un lector de Rimbaud y de Oquendo de Amat
Un lector de Cardenal y de Nicanor Parra
Un lector de Enrique Lihn
Un tipo que se enamora locamente
y que al cabo de dos años está solo
pero piensa que no puede ser
que es imposible no acabar reuniéndose
otra vez con ella
Un vagabundo
Un pasaporte arrugado y manoseado y un sueño
que atraviesa puestos fronterizos
hundido en el légamo de su propia pesadilla
Un trabajador de temporada
Un santo selvático
Un poeta latinoamericano lejos de los poetas
latinoamericanos
Un tipo que folla y ama y vive aventuras agradables
y desagradables cada vez más lejos
del punto de partida
Un cuerpo azotado por el viento
Un cuento o una historia que casi todos han olvidado
Un tipo obstinado probablemente de sangre india
criolla y gallega
Una estatua que a veces sueña con volver a encontrar
el amor en una hora inesperada y terrible
Un lector de poesía
Un extranjero en Europa
Un hombre que pierde el pelo y los dientes
pero no el valor
Como si el valor valiera algo
Como si el valor fuera a devolverle
aquellos lejanos días de México
la juventud perdida y el amor
(Bueno, dijo, pongamos que acepto perder México y la
juventud
pero jamás el amor)
Un tipo con una extraña predisposición
a sobrevivir
Un poeta latinoamericano que al llegar la noche
se echa en su jergón y sueña
Un sueño maravilloso
que atraviesa países y años
Un sueño maravilloso
que atraviesa enfermedades y ausencia






en La universidad desconocida, 2007










domingo, junio 21, 2009

"La importancia de vivir", de Lin Yutang

Extracto



No nos entregamos ahora a ociosas tonterías al hablar de las sonrisas de dictadores; es terriblemente grave que nuestros gobernantes no sonrían, porque tienen todos los cañones. Por otra parte, la tremenda importancia del humor en la política sólo puede ser comprendida cuando imaginamos (...) un mundo de gobernantes bromistas. Enviemos, por ejemplo, cinco o seis de los mejores humoristas del mundo a una conferencia internacional, y démosles poderes plenipotenciarios de autócratas, y el mundo se salvará. Como el humor marcha necesariamente de la mano con el buen sentido y el espíritu razonable, más algunos poderes excepcionalmente sutiles de la mente para notar inconsistencias y locuras y mala lógica, y como ésta es la forma más alta de la inteligencia humana, podemos estar seguros de que cada nación estará representada en la conferencia por su espíritu más cuerdo y más sano. Que Shaw represente a Irlanda, Stephen Leacock a Canadá; G. K. Chesterton ha muerto, pero P. G. Wodehouse o Aldous Huxiey pueden representar a Inglaterra. Will Rogers ha muerto, pero sí viviera haría un buen diplomático en representación de los Estados Unidos; podemos poner en su lugar a Robert Benchiey o Heywood Broun. Otros habrá de Italia y Francia y Alemania y Rusia. Enviemos a esta gente a una conferencia en vísperas de una gran guerra, y veamos si pueden iniciar una guerra europea, por mucho que lo intenten. ¿Se puede imaginar a este grupo de diplomáticos internacionales iniciando una guerra, o conspirando siquiera por una guerra? El sentido del humor lo veda. Todos los pueblos son demasiado serios y medio locos cuando declaran una guerra contra otros pueblos. Tal es la seguridad que tienen de estar con la razón, de que Dios está de su lado. Los humoristas, mejor dotados de sentido común, no piensan lo mismo. Ya veréis que George Bernard Shaw clama que Irlanda no está en lo cierto, y un caricaturista de Berlín sostiene que el error está del lado de Alemania, y Heywood Broun afirma que la parte principal de las equivocaciones corresponde a los Estados Unidos, en tanto que Stephen Leacock, en la presidencia, pide disculpas generales para la humanidad, y nos recuerda suavemente que en punto a estupidez y pura tontería ninguna nación puede decir que es superior a las demás. ¿Cómo, en nombre del humor, vamos a iniciar una guerra en esas condiciones?

Porque ¿quiénes iniciaron nuestras guerras? Los ambiciosos, los capaces, los hábiles, los que alientan designios, los cautos, los sagaces, los altaneros, los patriotas en exceso, los inspirados por el deseo de "servir" a la humanidad, los que tienen que hacerse una "carrera" y causar una "impresión" en el mundo, que esperan poder mirar al mundo con los ojos de una figura de bronce montada sobre un caballo de bronce en alguna plaza. Es curioso que los capaces, los hábiles y los ambiciosos y altaneros son al mismo tiempo los más cobardes y confusos, pues carecen de la valentía y la profundidad y la sutileza de los humoristas. Están siempre dedicados a trivialidades, en tanto que los humoristas, con su mayor alcance de espíritu, pueden pensar en cosas más grandes. Según están las cosas, un diplomático que no susurra en voz baja y parece muy asustado e intimidado y correcto y cauto no es diplomático. . . Pero ni siquiera tenemos que reunir una conferencia de humoristas internacionales para salvar al mundo. En todos nosotros hay una cantidad suficiente de esta deseable mercancía que se llama sentido del humor. Cuando Europa parece estar al borde de una guerra catastrófica, podemos enviar todavía a las conferencias a nuestros peores diplomáticos, a los más "experimentados" y seguros de sí mismos, los más ambiciosos, los más murmuradores, los más intimidados y correcta y debidamente asustados, aun a los más ansiosos por "servir" a la humanidad. Si se exige que, al comenzar cada sesión de la mañana y de la tarde, se dediquen diez minutos a la exhibición de una película del Ratón Mickey, y se obliga a todos los diplomáticos a estar presentes, se podrá evitar todavía cualquier guerra.












1937









sábado, junio 20, 2009

“Mis versos, escritos tan temprano...”, de Marina Tsvetáieva







Mis versos, escritos tan temprano
que no sabía aún que era poeta,
inquietos como gotas de una fuente,
como chispas de un cometa,

lanzados como ágiles diablillos al asalto
del santuario donde todo es sueño e incienso,
mis versos de juventud y de muerte-
¡mis versos, que nadie lee!-,

en el polvo de los estantes dispersos-
¡que ninguna mano toca!-,
como vinos preciosos, mis versos
también tendrán su hora.






Versión de Severo Sarduy










viernes, junio 19, 2009

«El inmortal», de Jorge Luis Borges






Salomon saith: «There is no new thing
upon the earth
». So that as Plato had and imagination,
that all knowledge was but remembrance;
so Salomon giveth his sentence,
that all novelty is but oblivion.

FRANCIS BACON: Essays LVIII


En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Carthapilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y de inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.

El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.


I

Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.

Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la Luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del Oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. «Otro es el río que persigo –replicó tristemente–, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres». Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el Occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, ricas en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantes, que tienen mujeres en común y se nutren de Leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que en esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la Luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas, otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche.

Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.


II

Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.

La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: «Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo…».

No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la Luna y el Sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar - yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma - mi primera detestada ración de carne de serpiente.

La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el Poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto, que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.

He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que sus muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz idea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.

En el fondo de un corredor, un no provisto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de luz tan azul que pudo parecerme púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.

Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la Tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: «Los dioses que lo edificaron han muerto». Noté sus peculiaridades y dije: «Los dioses que lo edificaron estaban locos». Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación, que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de los complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo saber ya si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.

No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.


III

Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos, recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El Sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el viaje de regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de los irracionales.

La humildad y miseria el troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo, consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.

Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. «Argos», le grité, «Argos».

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: «Argos, perro de Ulises». Y después, también sin mirarme: «Este perro tirado en el estiércol».

Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.

«Muy poco –dijo-. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé».


IV

Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.

Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o castigarlo Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto… Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi con desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico Poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo no era más que un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.

Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la Tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós.


V

Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1683 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea.[1] Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar el margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el amanecer.

…He revisado al cabo de un año, estas páginas. Me constan que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria… Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.

La historia que he narrado parece irreal, porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos.[2]

Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.





POSTDATA DE 1950

Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans, de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot, y finalmente, de "la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.

A mi entender, la conclusión es inadmisible. «Cuando se acerca el fin –escribió Cartaphilus–, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras». Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.





A Cecilia Ingenieros









[1] Hay una tachadura en el manuscrito; quizás el nombre del puerto ha sido borrado.

[2] Ernesto Sábato sugiere que el «Geambattista» que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.









en El Aleph, 1949