Homenaje a C.M. Bowra y Oswald Spengler
«Preferiría ser esclavo de un mendigo en el mundo de los vivos a ser monarca de todos los difuntos», advierte la sombra de Aquiles en el Hades, la yerma región de ultratumba, abatida por el infortunio de la muerte. Este fragmento, ubicado en el undécimo libro de La Odisea, donde se relatan las vicisitudes del peregrinaje de Ulises al mundo abisal de los muertos, nos habla por sí solo del profundo amor por la vida terrenal que respiraba el helenismo homérico.
El universo homérico –como han reconocido Bowra y Griffin– se arraiga en un acaecer inacabado, siempre en tránsito de hacerse; pasado y futuro, como intervalos ya de fundación o de culminación, son sólo momentos inconclusos de un presente. La devoción por la vida, en su aquí y su ahora, era parte de esa trama: se la bendecía como un momento providencial, nunca firme, pero cuya circunstancialidad era su paradójica fortaleza, pues sólo en lo eventual cabe el sagrado hábito de la memoria y el reto de la expectativa. Por eso el espíritu escudriñador de Ulises, incluso asediado por la erosión de su propia contingencia, es hostil a pensar el curso de los sucesos y designios como magnitudes cerradas premunidas de un sentido total, configurador y resolutorio. Nada de lo que hace o cumple, al dialogar con los muertos del Hades, logra vencer su falta de certeza en el alcance último de su aventura.
La concepción homérica del devenir, sustentada en la irrupción de lo divino ante la urgencia de un concierto entre lo humano y su destino, está así crecientemente socavada por una insoslayable vacilación frente al decurso del tiempo como sucesión de estadios mensurables. Cada vivencia es asumida como una dimensión confinada a su propia e insondable provisionalidad: es la huella del instante la que ilumina y bendice el hilo del cosmos, pero sin que selle un itinerario determinable, o una cierta cronología histórica. Sólo somos una expectativa; no una determinación. De esta forma, el complejo laberinto de sucesos que urden el destino, no va cincelando eslabones definidos y definitorios; nada se asienta como algo medianamente persistente dentro de la marea vertiginosa de acontecimientos que embargan a hombres y dioses. Sólo con la muerte las aguas del tiempo parecen aquietarse, alcanzando la conclusividad que no tuvieron en vida. Y esa conclusividad es la que llama al horror. La supervivencia cautelada por la memoria, es únicamente un respiro a medias; a lo sumo cumple una función admonitoria: que sólo al polvo nos debemos, ese polvo que es el sedimento de nuestro pretérito y de nuestra posteridad en el presente agotado de la muerte.
Desde esa perspectiva, el descenso de Ulises al Hades, con su dosis de desengaño ante formas de perpetuación de lo humano más allá de este mundo, se inserta, como señala Bowra, en la senda más insigne del heroísmo trágico, que soslaya cualquier fuero frente a la muerte, cuya zarpa nos troncha a todos por igual. Y nos troncha con la ruina de lo definitivo. Porque si persistimos al ser desechados en el Hades, es sólo como despojos.
Una insoslayable desazón nos sacude al leer y releer los abrumadores pasajes del undécimo libro de La Odisea. La tristeza de Ulises la hacemos nuestra: es la tristeza de un hombre condenado a perseverar en lo escurridizo, a contentarse sólo con la esquiva «satisfacción de lo perecedero».
en Elogio de la Melancolía,
Beuvedráis Editores, 2008
1 comentario:
Estimado, me atrevo a contarle que hoy es el lanzamiento del libro "Obra Completa", de Gustavo Ossorio.
Esto en Sala Ercilla de la Biblioteca Nacional. Alameda 651. Metro Santa Lucía.
La Editorial es también Beuvedráis, y el trabajo de edición, compilación y estudio ha estado a cargo de Juan Manuel Silva Barandica y mi querido amigo Javier Abarca
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