miércoles, abril 01, 2009

“El país del No”, de Alfredo Jocelyn-Holt

El Mercurio, 26 de diciembre de 1996






Entre nosotros, todo es no. Siempre ha sido un poco así. Almagro vino, vio y dijo que no. Para qué decir de los 400 y tantos años en que los mapuches nos vienen diciendo que no. Y bueno, cómo olvidar una sarta de otros rechazos notorios: el de doña Paula Jaraquemada y las llaves de la bodega; el de Arturo Prat empecinado en que la bandera no se rinde; el “no quiero, no puedo, no debo” de Alessandri Palma; el de Frei Montalva rehusando cambiar una coma de su programa, y el de Allende proclamando no ser presidente de todos los chilenos. Sume y luego siga. Últimamente, del “no se mueve ninguna hoja…” al “sin miedo y sin violencia, vote No”, cualquiera que sea nuestro tinte, no hay un no que no hayamos ensayado alguna vez.

Por lo mismo, quizás nos gusta el no, gana el no, nos nace decir que no. Divorciarnos no podemos y si lo hacemos es porque, se supone, no ha habido matrimonio. Tampoco podemos ver La última tentación de Cristo, no mientras no dejemos de ser tentados. En cuanto a educación sexual, preservativos, afectos no convencionales, basta con un categórico no. El mensaje es claro: no lo haga o no lo diga, y si no puede, niéguelo.

Similar lógica se emplea a la hora de modificar la Constitución. No es conveniente, no todavía, no se tienen los votos, alguien no lo permite. De igual modo, no nos podemos abstener en las elecciones. Puede que no nos gusten los políticos, pero eso no importa; quien no vota no es ciudadano. Ergo, suprimamos el derecho a no inscribirse, con lo cual no será posible decir que no. ¿Paradójico? No.

Y eso que esto no es todo. La derecha, por eso de que no crece o no resuelve sus contradicciones vitales, ya no es una alternativa de gobierno. Está visto que a la Concertación, al igual que a la Argentina en fútbol, no se le puede ganar. A Codelco, Enacar y a las sanitarias no se les puede privatizar. No se sabe dónde están los muertos. Nunca se sabe quién fue el que dio la orden. Y esto porque los tribunales suelen no pronunciarse, y de llegar a hacerlo, a menudo se desdicen. En fin, siempre el no termina por primar. No, por razones de Estado; no, porque no se es competente; no, porque no hay que mirar hacia atrás; no, porque de lo contrario, ¿cómo vamos a reconciliarnos? Mejor dejémoslo ahí no más.

El problema es que no podemos dejarlo ahí no más. Nuestra propensión obsesiva hacia el no, no tiene fin. Por de pronto, cunde la sensación de que ya no somos latinoamericanos y que en Chile no hay pobreza; desde luego, no se nota. Si hasta en los barrios más opulentos de la capital no hay agua. Tampoco en Chile no habría corrupción, ni cuoteos, ni tráfico de drogas entre cierto tipo de gente. En suma, no exageremos, no critiquemos, no seamos negativos. Es tan de los jóvenes no estar ni ahí. ¿No somos felices? Confórmese. No lo piense, cómprelo.

¿Y recuerda usted el último no? El de la semana pasada. El que en resumidas cuentas sostiene que en democracia no se cometen abusos. Las palabras del señor Aylwin son elocuentes. Una seguidilla de negaciones a fin de afirmar lo anterior: “ Yo no aseguro que no se haya podido cometer nunca una ilegalidad”. Claro que en ciertos casos no hay que descartar el mal menor. Aunque no es exactamente lo mismo si otros dicen lo mismo. Es decir: el no perfecto. El mío sí, el suyo no.




en Espejo retrovisor, 2000









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