...allá, en la otra ribera del arroyo,
un lirio dorado exhalará para nosotros su perfume.
F. Hölderlin
un lirio dorado exhalará para nosotros su perfume.
F. Hölderlin
Una luz antigua, indescifrable, se expande entre las lágrimas y acaricia la madera negra, levemente importunada por los velos y la brisa. La tibieza de una copa que da vueltas y su mano blanquecina envuelta en sedas. María Luisa observa un libro, como si en el borde interpretara algún poema: Ven conmigo, ardiente musa; cae como el vino en dos segundos; vierte una palabra dura, quizás violenta, sola en el altar de los caídos; con Vicente, mi otro amigo, a quien no conocí; los dos Pablos y Teillier, furibunda poesía, lacerada con mordiscos y golpizas, sin adioses que acongojen.
Desde los rincones se descuelga un avatar, una melodía calcinada del inquieto Brahms; el volumen adecuado, unas pocas hojas sueltas y un milagro que no existe; el olor a tinta y su copa rebosante una vez más. No la observo con cuidado; más bien la admiración asiste cada vez que abre su boca y sus palmas divorciadas, censuradas por el tiempo. Ya el futuro no trasunta y vuelve cada vez que le propongo una caricia. Mira el vidrio como desde otra vida: lo respira, lo reprende, lo resbala, lo maligna... Sube a un árbol y se pierde en el follaje; ya comienza el día octavo, mes de junio. Se resigna al suave hastío y me reprocha el no haberla acompañado; justifica los disparos, aunque sabe que la adoro, “mi collar de pájaros, mi madreselva”. No me digas eso, emplazo apenas mi respuesta, sin embargo indica la botella y exige que le sirva un poco más de vino, dice con voz grave y sin cuidar modales. A María Luisa amortajada le alcanzo el dulce vino, sin pensar en detrimento, ni esperar su gratitud. Sólo extiende aún más sus brazos y me pide que le lea un verso chino, luego de lo cual enjuga, con velado disimulo, su emoción y genio eterno.
Una tenue luz la envuelve cada noche; los amigos, los amantes, una estrofa que imagina y corre; su garganta anestesiada en vino o aguardiente. Rasga los papeles que en seguida insulta; todo por buscar la perfección que encontró en aquel camastro, concertando letras a su amado, reposando su hermosura hasta el exceso; devoción correcta de poetas y videntes.
Los Estudios de Chopin me devuelven esa imagen: una noche tiempo atrás, su espalda acomodada al viento sur, su cabello retratado junto al mío, sus gemidos transformándose en poemas y aquel vino que escurría de su boca hacia mi cuerpo. Nada más que un fiel recuerdo, nada más que esa tristeza amarga que se allega cada tanto, junto al fuego, junto a las cenizas... Aún así, la lluvia esconde otro misterio, una sombra fija en la siguiente esquina, un abrigo negro, la mirada ardiente, mezcla de amor y furia. Miro hacia el estante, aún está el vacío de aquel libro que llevó. Sirvo las dos copas, elijo una melodía de su agrado y salgo hacia la calle aferrado a mi locura. Su resignación era mentira, lo compruebo, al igual que su incerteza y su distancia. No la veo entre las nubes, no distingo entre la lluvia y otras lágrimas. Me aproximo con cuidado, quedamente, como si estuviera en otro sitio, en otro tiempo. Pienso dos palabras que no digo, somos dos espíritus errantes, nos queremos, nos perdemos... ¿Quiere que salgamos esta noche?
Desde los rincones se descuelga un avatar, una melodía calcinada del inquieto Brahms; el volumen adecuado, unas pocas hojas sueltas y un milagro que no existe; el olor a tinta y su copa rebosante una vez más. No la observo con cuidado; más bien la admiración asiste cada vez que abre su boca y sus palmas divorciadas, censuradas por el tiempo. Ya el futuro no trasunta y vuelve cada vez que le propongo una caricia. Mira el vidrio como desde otra vida: lo respira, lo reprende, lo resbala, lo maligna... Sube a un árbol y se pierde en el follaje; ya comienza el día octavo, mes de junio. Se resigna al suave hastío y me reprocha el no haberla acompañado; justifica los disparos, aunque sabe que la adoro, “mi collar de pájaros, mi madreselva”. No me digas eso, emplazo apenas mi respuesta, sin embargo indica la botella y exige que le sirva un poco más de vino, dice con voz grave y sin cuidar modales. A María Luisa amortajada le alcanzo el dulce vino, sin pensar en detrimento, ni esperar su gratitud. Sólo extiende aún más sus brazos y me pide que le lea un verso chino, luego de lo cual enjuga, con velado disimulo, su emoción y genio eterno.
Una tenue luz la envuelve cada noche; los amigos, los amantes, una estrofa que imagina y corre; su garganta anestesiada en vino o aguardiente. Rasga los papeles que en seguida insulta; todo por buscar la perfección que encontró en aquel camastro, concertando letras a su amado, reposando su hermosura hasta el exceso; devoción correcta de poetas y videntes.
Los Estudios de Chopin me devuelven esa imagen: una noche tiempo atrás, su espalda acomodada al viento sur, su cabello retratado junto al mío, sus gemidos transformándose en poemas y aquel vino que escurría de su boca hacia mi cuerpo. Nada más que un fiel recuerdo, nada más que esa tristeza amarga que se allega cada tanto, junto al fuego, junto a las cenizas... Aún así, la lluvia esconde otro misterio, una sombra fija en la siguiente esquina, un abrigo negro, la mirada ardiente, mezcla de amor y furia. Miro hacia el estante, aún está el vacío de aquel libro que llevó. Sirvo las dos copas, elijo una melodía de su agrado y salgo hacia la calle aferrado a mi locura. Su resignación era mentira, lo compruebo, al igual que su incerteza y su distancia. No la veo entre las nubes, no distingo entre la lluvia y otras lágrimas. Me aproximo con cuidado, quedamente, como si estuviera en otro sitio, en otro tiempo. Pienso dos palabras que no digo, somos dos espíritus errantes, nos queremos, nos perdemos... ¿Quiere que salgamos esta noche?
2001
Acuarela: "María Luisa en el sur", de Jorge Larco
1 comentario:
¡Gracias por Larco!
Publicar un comentario