viernes, diciembre 21, 2007

"Justine, o Los infortunios de la virtud", del Marqués de Sade

Extracto



Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz, muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y de un grosor tan desmesurado, que no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que jamás la naturaleza había creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su longitud era la de mi antebrazo.
...
–Quítate la ropa –me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la noche–... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.

Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. (...) Al final se presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diámetro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de varas y de látigos, sables, puñales, pistolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora; tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores, cruelmente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se distinguían todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen, estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas las atrocidades de aquel lúgubre lugar.

–Aquí es donde perecerás, Thérèse –me dijo Roland–, si alguna vez concibes la fatal idea de abandonar mi casa. Sí, aquí es donde yo mismo vendré a matarte, donde te haré sentir las angustias de la muerte mediante todo lo más duro que me resulte posible inventar.

Al pronunciar esta amenaza, Roland se excitó; su agitación y su desorden le asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa: fue entonces cuando descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo hizo tocar y me preguntó si había visto algo semejante. –Tal como es, puta –me dijo enfurecido–, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de tu cuerpo, aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú, lo sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las mujeres: así que también tendré que perforarte.

Y para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en él tres dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:
–Sí, ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese miembro que te espanta. Penetrará en toda su longitud, te desgarrará, te ensangrentará, y yo me sentiré lleno de ebriedad.

Echaba espumarajos de la boca al decir estas palabras, mezcladas con juramentos y blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que parecía querer atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las arañaba. Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con alcohol aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde nuestra especie se regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron la excrescencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida, era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los servicios que yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más al volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus fuerzas en el hueco de mi estómago.
....
Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas armadas con puntas de acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.

–¡Así que tu Dios no te ayuda! –proseguía blasfemando–. Permite sufrir a la virtud infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven –me dijo a continuación–, ven, ramera, ya has rezado bastante –y al mismo tiempo me coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del gabinete–; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes que morir!

Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración y mandarme al otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.

–Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse –me dijo Roland–; sólo sentirás la muerte en medio de inefables sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si todas las personas condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace morir, menos asustados de este castigo que de sus crímenes, los cometerían con mayor frecuencia y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir también el local donde voy a introducirme –añade acercándose a una ruta criminal, tan digna de semejante malvado–, doblará también mis placeres.

Pero inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos, demasiado monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son siempre rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira con rabia, y en esta ocasión golpea la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido se sume en ella desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen más violentos; gana terreno; a medida que avanza, el cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a aumentarlos, demasiado seguro de su insuficiencia, demasiado dueño de detenerlos cuando quiera; se excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la ebriedad está a punto de apoderarse de él, las compresiones del cordón se modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin perder por ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso estado en que me encuentro, me siento inundada por los chorros de su lujuria; todavía oigo los gritos que lanza al derramarlos. Le sucede un instante de estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz, me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.

–Así me gusta, Thérèse –me dice mi verdugo–. Apuesto a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido placer.




Escrito en 1788 y publicado en 1791.






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