sábado, noviembre 03, 2007

"Lolita", de Vladimir Nabokov

Extracto





Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.

El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.

Humbert Humbert arrebató la manzana.

«Dámela», suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación, estorbada por la manzana desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron surgiendo un pintor superrealista que descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la misma posición, semienterrado en la arena, un calco de la Venus de Milo. «Fotografía de la semana» decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un fingido esfuerzo por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé por el fino talle. La revista escapó al suelo como un gallo asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en el ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la impúdica niña extendió sus piernas sobre mi regazo.

Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura; pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las compuse para aproximarme a sus cándidos miembros mediante una serie de movimientos furtivos. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba ligero, contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando siempre una mirada interior de maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente la proximidad. Como mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente mecánico, empecé a recitar, mutilándolas apenas, las palabras de una cancioncilla muy popular –Tarlatán amarillo– y arroz con leche. –La cabeza me duele– de ser tu amante... –. Seguí repitiendo esa automática nadería y mantuve a Lolita bajo su especial hechizo (especial a causa de mis mutilaciones); mientras tanto, tenía un miedo mortal de que algún acto divino me interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya sensación mi ser todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar durante el primer minuto, con más precipitación de la que era conveniente. De pronto, ella tomó posesión del Tarlatán amarillo, del arroz con leche, de la cabeza doliente, y su voz se insinuó en mi canto y corrigió la melodía que yo deformaba. Era una voz musical, con dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un poco. Y allí estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola la colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su jugo, perdiendo una zapatilla, restregando el talón de su pie desnudo contra un sucio tobillo, contra la pila de revistas viejas amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... y cada movimiento suyo me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de correspondencia táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con hoyuelos, bajo el inocente vestido de algodón.




1955



1 comentario:

anais dijo...

que buena novela!!!!!

La leí hace tiempo, mucho tiempo, y todavía me sigue sorprendiendo.

Gracias por este fragmento.