viernes, noviembre 02, 2007

“Edward Said, un intelectual libre”, de Juan Goytisolo




En 1978, la publicación de Orientalismo, del palestino Edward Said, profesor de literatura inglesa y comparada en la Universidad de Columbia, en Nueva York -conocido hasta entonces por sus excelentes estudios de crítica literaria-, produjo el efecto de un cataclismo en el ámbito selecto, un tanto cerrado y autosuficiente, de los orientalistas anglosajones y franceses. Su examen de las relaciones Occidente-Oriente, la minuciosa exposición de la empresa de conocimiento, apropiación y definición -siempre reductiva- de lo 'oriental' en todas sus formas sociales, culturales, religiosas, literarias y artísticas por parte de aquéllos en provecho exclusivo, no de los pueblos estudiados, sino de los que, gracias a su superioridad técnica, económica y militar, se apercibían para su conquista y explotación, ponían no sólo en tela de juicio el rigor de sus análisis, sino en bastantes casos la probidad y honradez de sus propósitos eruditos.

Salvo raras excepciones, nos dice Said, el orientalismo no ha contribuido al entendimiento y progreso de los pueblos árabes, islámicos, hindúes, etc., objeto de su observación: los ha clasificado en unas categorías intelectuales y 'esencias' inmutables destinadas a facilitar su sujeción al 'civilizador' europeo. Fundándose en premisas vagas e inciertas, forjó una avasalladora masa de documentos que, copiándose unos a otros, apoyándose unos en otros, adquirieron con el tiempo un indiscutido -pero discutible- valor científico. Una cáfila de clichés etnocentristas, acumulados durante los siglos de lucha de la Cristiandad contra el Islam, orientaron así la labor escrita de viajeros, letrados, comerciantes y diplomáticos: su visión subjetiva, embebida de prejuicios, teñía sus observaciones de tal modo que, enfrentados a una realidad compleja e indomesticable, preferían soslayarla a favor de la 'verdad' abrumadora del 'testimonio' ya escrito'.

Con un rigor implacable, Said exponía los mecanismos de la fabricación del Otro que, desde la Edad Media, articulan el proyecto orientalista. La dureza del ataque, como señaló en su día Maxime Rodinson, convirtió a Orientalismo en el centro de una agria polémica cuyos ecos no se han desvanecido aún. Las críticas y defensas apasionadas del libro mostraban en cualquier caso que el autor había dado en el blanco: nadie puede permanecer indiferente a él. Pero mi iniciativa no dio resultado. El tema de la obra resultaba aún exótico en aquellos años y me resigné a acoger Orientalismo en una discreta colección que entonces dirigía y cuya difusión era escasa, por no decir nula. Por fortuna, las cosas han cambiado.

Como sus lectores españoles bien saben, la obra de Edward Said abarca un área muy vasta de conocimientos, algo bastante insólito, como veremos, en el universo arabomusulmán, tradicionalmente endogámico, replegado sobre sí mismo y con escasa curiosidad por el mundo exterior (compárese, por ejemplo, el número de libros escritos en Occidente sobre esta civilización tan cercana, libros sesgados y prejuiciosos, es cierto, aunque libros al fin; pero inasimilable a la nuestra -sin duda, varios millares de títulos- con la cincuentena escasa de obras que los viajeros y ensayistas del Oriente Próximo y el Magreb escribieron sobre Europa antes de la Primera Guerra Mundial, y mediremos el abismo que separa el Occidente avanzado de esa nebulosa de culturas, creencias religiosas y lenguas capsuladas en el término 'oriental' forjado por nosotros. Quiero precisar aquí que España es un caso aparte: nuestra anorexia cognitiva y asimiladora tocante a otras culturas nos distancia también irremediablemente de Europa).

El lector de Edward Said puede escoger, según sus preferencias, entre las diferentes facetas de su obra: el excelente analista de la ficción autobiográfica de Joseph Conrad; el crítico literario de Intención y método y El mundo, el texto y la crítica; el musicólogo, cuyas inolvidables conferencias en el Collège de France tuve el privilegio de escuchar; el narrador del bellísimo viaje a la tierra nativa que, al serle arrebatada en su niñez, lo convirtió para siempre en un palestino errante; el analista político, implacable observador del mal llamado proceso de paz, consecuencia de los acuerdos de Oslo...

Pero quiero subrayar ahora un punto que me parece esencial para la comprensión de una labor tan rica y aguijadora. Como otros exiliados a lo largo de la historia, Said ha sabido sacar fuerza de la desdicha propia y la de su pueblo con miras a convertirla en la baza de un reto: el de transformar, conforme a la célebre frase de André Malraux, 'el destino en conciencia' y el de servirse de ésta para componer una obra cuya exigencia íntima y móvil desinteresado la sitúen por encima de los azares y circunstancias de todo compromiso político concreto. Said nunca ha sacrificado el juicio individual al prejuicio colectivo, y este rasgo de carácter, infrecuente en todas las sociedades, hace de él una rara avis dentro del palomar donde zurean las palomas amaestradas al servicio del poder de turno, ya sea político, empresarial o mediático.

Su condición de exiliado, primero en Egipto y luego en Estados Unidos, le ha concedido, como compensación personal, la fructuosa marginalidad de quien, en razón de las circunstancias, acampa en una zona fronteriza, en la periferia de Occidente y del Oriente Próximo, desde la que contempla su cultura a la luz de otras culturas, y su lengua, a la luz de otras lenguas. Conocedor profundo de la literatura e historiografía anglosajonas y francesas y de las claves de la dominación imperialista de Occidente sobre el mundo arabomusulmán, ha podido examinar a éste a la vez con intimidad y a distancia, con amor, pero sin indulgencia.

Ensayo tras ensayo, libro tras libro, Edward Said ha denunciado la perniciosa ausencia de autocrítica en los medios intelectuales árabes: el ensimismamiento de su cultura, su refugio suicida en el pasado, la negación y el no reconocimiento de las realidades que aborrecen y temen, el complejo de amor/odio respecto a Occidente, la falta de democracia real y la instrumentalización de las élites por los gobernantes. Un conjunto de males que le conduce a preguntarse en Palestina. Paz sin territorios: '¿Estamos condenados para siempre al subdesarrollo, la dependencia y la mediocridad?... ¿Estamos escogiendo ser una reproducción del África del siglo XIX a finales del siglo XX?'.

La desoladora experiencia de los últimos años prueba que las críticas agoreras de Said a Oslo eran bien fundadas. Después de un periodo de ni guerra ni paz, en el que se confió a la Autoridad Nacional Palestina la tarea de mantener un orden precario en sus guetos y bantustanes, el inocente paseo de Sharon por la Explanada de las Mezquitas y el comienzo de la segunda Intifada ponen de manifiesto, por si ello fuera aún necesario, la injusticia infinita que sufren los palestinos, injusticia que alimenta el terrorismo de los grupos judíos e islamistas, y el subsiguiente recurso por Sharon a lo que no puede calificarse de otro modo que de terrorismo de Estado.

Tras el monstruoso atentado del 11 de septiembre y la guerra de Afganistán, vemos repetirse una variante de la situación creada por la guerra del Golfo y el apoyo occidental a los regímenes arabomusulmanes corruptos y represivos que se alinean prudentemente en su bando. La opción impuesta así a los pueblos del Oriente Próximo no puede ser más nociva: o una huida adelante, hacia un islamismo intolerante y retrógrado, o un sometimiento a aquellos regímenes que perpetúan su ignorancia y subdesarrollo económico y cultural.

Quisiera, para acabar, leer unos párrafos del reciente artículo de Edward Said, 'Oriente Próximo en un callejón sin salida', en el que, con la integridad e independencia que le caracterizan, pone el dedo en la llaga: el abandono por Occidente de los principios que predica en los países árabes (y añado yo, en África, Asia e Iberoamérica).

'Se deja solos en la lucha a los valientes que defienden la secularización, que protestan por los abusos contra los derechos humanos, que luchan contra la tiranía clerical e intentan hablar y actuar en nombre de un nuevo orden árabe democrático y moderno, no tienen apoyo de la cultura oficial y sus libros y sus carreras se arrojan a veces como carnaza para esa ira islámica que se va acumulando...'.

'El auténtico culpable es una educación primaria... hecha a base de remiendos del Corán, con ejercicios maquinales basados en libros de textos trasnochados de hace 50 años, clases inútilmente largas, maestros lamentablemente mal equipados y una incapacidad casi total para el pensamiento crítico... Este anticuado aparato educativo de unos extraños fallos en la lógica y en el razonamiento moral, y una escasa valoración de la vida humana, que llevan a brotes de entusiasmo religioso de la peor especie o una adoración servil del poder'...

Una crítica lúcida como la de Said, dirigida a la vez a los mecanismos de dominación de Occidente y a las raíces del subdesarrollo cultural, democrático y social de los países árabes, resulta más necesaria que nunca. Todos nos hallamos hoy enfrentados al horror sin paliativos de un terrorismo fanático y ciego, y a otros horrores, como los que son el pan diario de los palestinos, interesadamente encubiertos por la hipocresía de muchos gobiernos.





2001






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